Capítulo
VI.
De
los errores que ocasiona el amor propio.
81 Entiendo por amor
propio aquella inclinación natural que tenemos a nuestra
conservación y nuestro bien. Todo aquello que pensamos ser a
propósito para nuestra conservación, y todo lo que nos parece que
ha de hacernos bien, lo apetecemos llevados de la naturaleza misma; y
hemos de considerar que el amor propio es un adulador que
continuamente nos lisonjea y nos engaña. Porque si nosotros
regulásemos esta innata inclinación que tenemos hacia nuestro bien
y provecho, según las reglas que prescribe el juicio, y le
conformásemos con las máximas que enseña la doctrina de
Jesu-Christo, no apeteciéramos sino lo que es verdaderamente bueno,
y lo que en realidad puede conducir a nuestra conservación; pero el
caso es que estudiamos poco para moderarlo, y su desenfrenamiento nos
ocasiona mil males. Para describir los malos efectos que causa en las
costumbres el desordenado amor propio, es menester recurrir a la
Filosofía moral, porque según yo pienso, la inclinación que los
hombres tienen a la grandeza, a la independencia, y a los placeres no
son más que el amor propio disimulado, o lo que es lo mismo, todas
aquellas inclinaciones no son otra cosa, que el apetito que tienen
los hombres de su conservación y de su bien, pareciéndoles que le
han de saciar con la grandeza, con los placeres, y con la
independencia: apetito que si no se regula, como he dicho, ocasiona
grandes daños. Mas yo sólo intento aquí descubrir algunos
artificios con que el amor propio nos engaña en el ejercicio de las
Artes y Ciencias; y si no atendemos con cuidado, nos vuelve necios,
haciéndonos creer que somos sabios. Ya hemos mostrado cuantos
determinados errores nos ocasionan las pasiones con que acompañamos
nuestros conocimientos. A la verdad todos estos nacen del amor
propio, que es la fuente de todas las pasiones y apetitos; mas aquí
queremos en general mostrar los varios caminos con que este oculto
enemigo nos engaña en el ejercicio de las Artes y Ciencias.
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Si alaban a nuestro contrario en nuestra presencia, allá
interiormente lo sentimos, aunque las alabanzas sean justas, porque
el amor propio hace mirar aquellas alabanzas como cosa que engrandece
al enemigo; y como el engrandecerse el enemigo ha de estorbar nuestra
grandeza, o ha de ser motivo de privarnos de algún bien, por esto no
gustamos de semejantes alabanzas.
No se forman silogismos para
esto, porque basta nuestra inclinación poderosa hacia lo que
concebimos como bien; pero si quisiéramos examinarlo un poco, fácil
sería reducir a silogismos las razones que nos mueven. Si mi enemigo
se engrandece, tiene mayores fuerzas que yo; si tiene mayores
fuerzas, me ha de vencer: luego mi enemigo me ha de vencer. Así hace
argüir el amor propio, o de esta manera: Yo no quiero a mi enemigo:
los demás dicen que él es justo, piadoso y bueno: luego yo no amo a
lo que es bueno y justo: luego pierdo de mi estimación para con los
demás. O de esta forma: Lo bueno y justo es estimable: luego si los
demás tienen a mi enemigo por bueno y justo, le estiman; si le
estiman, no me aman, &c. Esto pasa dentro de nosotros a veces sin
repararlo, y por eso cuando oímos a alguno que alaba a nuestro
contrario, pareciéndonos por las razones propuestas, que cuanto el
contrario es más digno de alabanza, tanto menos lo somos nosotros,
intentamos con artificio rechazar las alabanzas, o ponerlas en duda,
o culparle en otras cosas, que puedan obscurecer las alabanzas, y no
sosegamos hasta que estamos satisfechos, que ya los demás nos han
creído. Todo esta lo ocasiona el amor propio, haciéndonos creer que
quedamos privados de un gran bien, cuando le tiene nuestro contrario,
o que el creer los demás que nuestro contrario es bueno y justo, se
opone a nuestra utilidad y conservación. De esto nacen tantas
injurias y falsedades, que se atribuyen recíprocamente los
Escritores, que son de pareceres opuestos. Los hombres muy satíricos
de ordinario tienen desordenadísimo amor propio, y continuamente
ejercitan la sátira, porque quieren ajar a los demás, y hacerse
superiores a todos. Por esta razón han de considerar los que
escriben sátiras, que para ser buenas han de hacer impresión en el
entendimiento, y no han de herir al corazón, porque como el
satirizado tiene también amor propio, se moverá a abatir en el modo
que pueda al Autor de la sátira, y estas luchas pocas veces se
hermanan bien con la humanidad. Esto no suele suceder así cuando se
reprenden defectos en general, porque entonces no se excita el amor
propio de ningún particular.
83
El amor propio hace que un hombre se alabe a sí mismo; y el amor
propio es la causa por que no podemos sufrir que otro se alabe en
nuestra presencia. El que se alaba a sí mismo, se engrandece, porque
se propone como sujeto lleno de cosas que dan estimación. Si lo hace
delante de otros, se supone poseedor de cosas buenas, que los demás
no tienen, o que él las tiene con preeminencia; o a lo menos lo hace
para que los demás den el justo valor a su mérito. El amor propio
de los demás no consiente esto, y así no pueden tolerar que otro se
haga mayor, ni pueden sufrir que otro sea superior en cosas buenas,
porque si lo fuera, sería mayor y digno de mayores bienes; y como
nunca queremos ser inferiores a los demás, ni sufrimos que otros nos
excedan, ni que sean más dignos de los bienes que nosotros, por eso
nos parecen mal las alabanzas. Si otro dice estos elogios del mismo
sujeto, no solemos sentirlo tanto, y entonces sólo los admitimos, o
rechazamos, según la pasión que nos domina; pero si uno
mismo
se alaba en nuestra presencia, siempre lo sentimos, porque nunca
podemos sufrir que venga alguno, que a nuestra vista quiera hacerse
mejor que nosotros. Por esto el alabarse a sí mismo es grandísima necedad, porque como cada uno se estima tanto, creen los demás que
se alaba por amor propio, y por la estimación que se tiene, y no con
justicia; y como el que se alaba irrita al amor propio de los demás,
él mismo hace que los que escuchan las alabanzas, las miren con
tedio, como opuestas a su grandeza, y así están menos dispuestos a
creerlas. Con que es necio, porque no consigue el fin de la
publicación de sus alabanzas, es a saber, que los demás le crean; y
lo es también, porque está tan poseído del amor propio, que le
hace creer, que es un modelo de perfección, y no le deja conocer su
flaqueza. No obstante es cosa comunísima alabarse a sí mismos los
Escritores de los libros. Si un Autor ha pensado una cosa nueva, cada
instante nos advierte, que esto lo ha inventado él solo, y que hasta
entonces nadie lo ha dicho. Es bueno que los lectores conozcan esto;
pero parece muy mal que el mismo Autor lo diga. Los títulos, de los
libros muestran el amor propio de sus Autores, porque poner títulos
grandes, pomposos, magnificos, y llenos de términos ruidosos, prueba
que su Autor ha hecho de sí mismo y de sus escritos un concepto
grande e hinchado. Por esto alabaré siempre la modestia en los
títulos. Las coplas, décimas, sonetos, y otras superfluidades, que
vemos al principio de algunos libros, significan dos cosas, es a
saber, que hay grande abundancia de malos Poetas, y que el Autor
gusta que los ignorantes le alaben, lo cual es efecto de desordenado
amor propio. Las aprobaciones comunes son indicio del amor propio de
los Escritores, y de sus Aprobantes. El Autor de un libro
precisamente ha de conseguir que le alaben sus amigos, si los busca
de propósito para este efecto. Los Aprobantes tienen el estilo de
quedarse admirados a la primera línea, pasmados a la segunda, y
atónitos antes de acabar la cláusula. De suerte, que este es el
lenguaje común de los Aprobantes, que sean buenos los libros, que
sean malos, y es porque no gobierna al juicio en las alabanzas la
justicia, sino el amor propio. Por esto vemos que los Aprobantes no
dejan de manifestar su erudición, aunque sea común, y citan Autores
raros para hacerse admirar (exceptuando a Casiodoro, que se cita en
las aprobaciones por moda y estilo), y todas estas cosas las hace el
Aprobante por mostrar su saber, con la ocasión, o pretexto de hacer
juicio del escrito.
84
Las satisfacciones impertinentes que dan los Autores en los Prólogos,
son efectos del amor propio. El Prólogo se hace para advertir
algunas cosas, sin cuyo conocimiento no se penetraría tal vez el
designio de la obra; o para dar a los lectores una descripción
general de ella, para que se muevan con mayor afición a leerla. Pero
no poner en los Prólogos sino escusas, ponderaciones de su trabajo,
y dejar a los lectores para que juzguen si ha cumplido, o no con la
empresa, son exageraciones que ocasiona el amor propio. ¿Pues qué
diremos de los perdones que piden? Pocas veces piden perdón a los
lectores por humildad, y casi siempre le piden por amor propio,
porque creen con estas prevenciones hallar mejor acogida en ellos.
Después nos dicen, que los amigos, o alguna grande persona los ha
obligado a imprimir el libro, y no se olvidan de hacer poner en la
primera hoja su retrato, para que todos conozcan tan grande Escritor.
Cuenta el P. Mallebranche (a : Mallebranch. Recherch. de la verit.
tom. I, liv. 2. chap. 6. pág. 417.), que cierto Escritor de grande
reputación hizo un libro sobre las ocho primeras proposiciones de
Euclides, declarando al principio, que su intención era sólo
explicar las definiciones, peticiones, sentencias comunes, y las ocho
primeras proposiciones de Euclides, si las fuerzas y la salud se lo
permitían; y que al fin del libro dice, que ya con la asistencia de
Dios ha cumplido lo que ofreció, y que ha explicado las peticiones y
definiciones, y ocho primeras proposiciones de Euclides, y exclama:
Pero ya cansado con los años dejo mis tareas; tal vez me sucederán
en esto otros de mayor robustez, y de más vivo ingenio.
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Quién no creyera, que este hombre con tantos aparatos, y deseando
salud y fuerzas, había de hallar la cuadratura del círculo, o la
duplicación del cubo?
Pues no hizo otra cosa, que explicar las
ocho primeras proposiciones de la Geometría de Euclides, con las
peticiones y definiciones; lo cual puede aprender cualquiera hombre
de mediana capacidad en una hora y sin maestro ninguno, porque son
muy fáciles, y no necesitan de explicación. No obstante habla este
Autor como si trabajara la cosa de mayor importancia y dificultad, y
teme que le han de faltar las fuerzas y deja para sus sucesores lo
que él no ha podido ejecutar. Este Autor estaba enamorado de sí
mismo, y sus inepcias las proponía como cosas grandes, porque el
amor propio le obscurecía al juicio. Y aunque cualquiera conocerá,
que detenerse en semejantes ponderaciones es cosa estultísima, no
obstante la fuerza con que se aman los Autores hace que en los
Prólogos no se lean sino estas excusas, u otras del mismo género
(a).
Antes que el P. Mallebranche satirizó estos y otros
defectos de los Prólogos, con mucha gracia y agudeza, nuestro
Cervantes en el admirable Prólogo de su D. Quixote.
(a)
Sed quid ego plura? Nam longiore praefatione, vel excusare, vel
commendare ineptias, ineptisimum est. Plin. Jun. lib. 4. epist. 14.
86
Una de las cosas más importantes para adelantar las letras es
comentar, explicar, y aclarar los Autores originales fundadores de
ellas; de modo, que si los comentos (comentarios) son buenos, dan mucha luz a los que se quieren instruir en las
Ciencias. Mas aunque esto sea así, el amor propio ocasiona mil
extravíos en los Comentadores. Uno de ellos es la erudición que
emplean en explicar un lugar claro y fácil del Autor principal, lo
que hacen por mostrar que saben mucho, y por dar a entender que son
hombres capaces de comentar, e ilustrar las cosas más difíciles. Si
encuentran en Virgilio el nombre de un río nos derrama el Comentador
el principio, el fin, y la carrera de aquel río: nos dice cuantas
cosas ha hallado en los Autores sobre el asunto; y por decirlo de una
vez, hace un comento largo para explicar una palabra fácil de
entender; y no hace otra cosa que llenar el cerebro de los lectores
de noticias comunes, y tal vez falsas. Si el Poeta nombra a un
Filósofo de la Grecia, se le presenta la ocasión oportuna de
explicar la vida, los hechos, y sentencias del Filósofo y nos da un
compendio de Laercio, de Plutarco, y de todos los antiguos que han
tratado del asunto. Así se ve claramente, que esto no lo hacen por
esclarecer los Autores, ni por hallar la verdad, sino por adquirir
fama de hombres eruditos. Dirá alguno, que los Comentadores no
piensan en estas cosas cuando emprenden el comento; pero si me fuera
lícito decirlo así, yo diría que el amor propio lo piensa por
ellos.
Este es un enemigo que obra secretamente y con grande
artificio, y si los Comentadores hacen reflexión conocerán, que no
tanto los obliga a hacer los comentos el querer ilustrar a un Autor,
como querer acreditarse ellos mismos.
87
El amor propio engaña también a los sabios aparentes, haciéndoles
creer que son sabios verdaderos, y que les importa que los demás lo
conozcan. Sus artificios se hallan explicados con gracia y agudeza en
la Charlatanería de los Eruditos de Menkenio; pero aquí advertiré
solamente algunas particularidades para que los conozcan mejor, y los
traten según su mérito. Una de las cosas que más comúnmente hacen
los falsos sabios es hinchar la cabeza con lugares comunes de
Cicerón, de Aristóteles, de Plinio, y de otros Autores recomendables
de la antigüedad. Después de esto cuidan mucho en tener en la
memoria un catálogo copioso de Autores: y si se hallan en una
conversación, vierten noticias comunísimas, y dicen que ya Cicerón
lo conoció, que ya se halla en Aristóteles, y luego añaden, que
entre los modernos lo trata bien Cartesio, y mejor que todos Newton.
Si tienen la desgracia de encontrar con uno, que esté bien fundado
en las Ciencias, y haya leído estos Autores, y les replica, mudan de
conversación, y así siempre mantienen la fama entre los que no lo
entienden. Lo mismo hacen en los libros, citan mil Autores para
probar lo que no ignora una vieja. Y una vez vi uno de estos, que en
una cláusula de cinco lineas citó a Liebre, y a Burdanio para
probar una friolera. Es tanta la inclinación que tienen los poco
sabios a citar Autores, y mostrarse eruditos, que uno de ellos en
cierta ocasión hablaba de la batalla de Farsalia, que no la había
leído sino de paso en alguno de los libros que no tratan de
propósito de la historia de Roma, y se le había hinchado la cabeza
de manera, que decía: Grande hombre era Farsalia, y Farsalia no fue
hombre grande, ni pequeño, sino un campo, o lugar donde se dio la
batalla entre César y Pompeyo. Semejantes desórdenes ocasiona el
querer parecer sabios; y es cosa certísima, que por lo común es
mejor la disposición de entendimiento de los ignorantes, que la de
los sabios aparentes, porque estos son incorregibles, y aquellos
suelen sujetarse al dictamen de los entendidos.
88 Ninguno ha
descubierto mejor las artes, y mañas artificiosas de los falsos
sabios que el P. Feyjoó en un discurso, que intitula: Sabiduría
aparente (a).
(a) Feyjoó Teatr. Critic, tom. 2. pág. 179. y
sig.
Al mismo tiempo ninguno, sin pensar en ello, ha criado más
sabios aparentes que este Escritor. Como trata tantos y tan varios
asuntos, y los adorna con mucha erudición, estos semisabios vierten
sus noticias en las conversaciones, en los escritos, y donde quiera
que se les ofrece. El perjuicio que de esto se sigue es, que se creen
sabios solo con leer a este Autor. Si los asuntos que trata Feyjoó
son científicos (estos en toda la extensión de sus obras son
pocos), no se pueden entender sin los fundamentos de las Ciencias a
que pertenecen; y no teniéndolos muchos de los que le leen, cuando
se les ofrecerá hablar de ellos, lo harán como falsos sabios. Si
son asuntos vulgares, que es el instituto de la obra, la materia es
de poca consideración, y sólo los adornos la hacen recomendable.
Los puntos históricos, filosóficos, y críticos, de que están
adornados los discursos, piden verse en las fuentes para usar de
ellos con fundamento, ya porque alguna vez no son del todo exactos,
ya también porque desquiciados de su lugar y trasladados a otro, no
pueden hacer buena composición sino con el orden, método, y fines
con que los propusieron sus primitivos Autores. Al fin de su discurso
dice el P. Feyjoó, como hemos ya insinuado, y conviene repetirlo:
El Teatro de la vida humana, las Polyanteas (bien pudiera
añadirse el infinito número de Diccionarios de que estamos
inundados), y otros muchos libros donde la erudición está hacinada,
y dispuesta con orden alfabético, o apuntada con copiosos índices,
son fuentes públicas, de donde pueden beber, no sólo los hombres,
mas también las bestias. El mal uso de las obras de este Escritor
puede producir el mismo efecto.