Se estaban viviendo momentos de
angustia en la mayor parte de Aragón pues, como un auténtico
reguero de pólvora, la peste bubónica, que había partido de los
puertos del Mediterráneo, se fue extendiendo por todo el Reino.
Poblaciones enteras quedaron incomunicadas y muchas comunidades
fueron diezmadas por la muerte. El propio rey, don Pedro IV el
Ceremonioso, se lamentaba ante los brazos de las Cortes de que la
mitad de los habitantes de su reino había muerto apestada.
angustia en la mayor parte de Aragón pues, como un auténtico
reguero de pólvora, la peste bubónica, que había partido de los
puertos del Mediterráneo, se fue extendiendo por todo el Reino.
Poblaciones enteras quedaron incomunicadas y muchas comunidades
fueron diezmadas por la muerte. El propio rey, don Pedro IV el
Ceremonioso, se lamentaba ante los brazos de las Cortes de que la
mitad de los habitantes de su reino había muerto apestada.
Como es lógico, las medidas de
seguridad solían ser estrictas en todas las poblaciones, cerrándose
las puertas de los muros durante la noche, de modo que no pudiera
entrar nadie. Por el día, el control era también severo, aunque a
veces, sobre todo en los días en los que se celebraba feria o de
mercado, siempre cabía la posibilidad de que alguna persona
contagiada por la peste pudiera introducirse sin ser advertido.
seguridad solían ser estrictas en todas las poblaciones, cerrándose
las puertas de los muros durante la noche, de modo que no pudiera
entrar nadie. Por el día, el control era también severo, aunque a
veces, sobre todo en los días en los que se celebraba feria o de
mercado, siempre cabía la posibilidad de que alguna persona
contagiada por la peste pudiera introducirse sin ser advertido.
Precisamente, uno de esos días de
mercado, a media mañana, un hombre pobre recorría pordioseando la
calle Baja de Bujaraloz repleta de gente que iba y venía haciendo
sus compras. Por el hecho de haber pasado el control de la puerta no
levantó sospechas. Casualmente llamó en la vivienda de unas señoras
mayores y la criada, compadecida, socorrió al indigente. Aquel acto
de caridad fue el comienzo del fin, pues la peste entró en la casa.
mercado, a media mañana, un hombre pobre recorría pordioseando la
calle Baja de Bujaraloz repleta de gente que iba y venía haciendo
sus compras. Por el hecho de haber pasado el control de la puerta no
levantó sospechas. Casualmente llamó en la vivienda de unas señoras
mayores y la criada, compadecida, socorrió al indigente. Aquel acto
de caridad fue el comienzo del fin, pues la peste entró en la casa.
Sin poderlo remediar, la peste se
extendió con cierta rapidez por toda la calle Baja, de modo que el
juez de Bujaraloz se vio forzado a aislarla por sus dos extremos
levantando sendos muros de piedra. Toda la rúa quedó incomunicada y
sus habitantes tuvieron que socorrerse a sí mismos, pues nadie podía
entrar ni salir de ella.
extendió con cierta rapidez por toda la calle Baja, de modo que el
juez de Bujaraloz se vio forzado a aislarla por sus dos extremos
levantando sendos muros de piedra. Toda la rúa quedó incomunicada y
sus habitantes tuvieron que socorrerse a sí mismos, pues nadie podía
entrar ni salir de ella.
Ante el temor provocado por la
epidemia, los vecinos de la calle sometida a cuarentena se
encomendaron con fervor a Nuestra Señora de las Nieves, a la que le
prometieron dedicarle todos los años una fiesta si les libraba del
mal. El milagro se hizo pues, excepto algunos casos aislados, los
habitantes de la calle Baja y de Bujaraloz salieron al fin indemnes.
epidemia, los vecinos de la calle sometida a cuarentena se
encomendaron con fervor a Nuestra Señora de las Nieves, a la que le
prometieron dedicarle todos los años una fiesta si les libraba del
mal. El milagro se hizo pues, excepto algunos casos aislados, los
habitantes de la calle Baja y de Bujaraloz salieron al fin indemnes.