CAPÍTULO XIV.

CAPÍTULO XIV.

De
la enfermedad de Scipion, y de cómo Mandonio e Indíbil quisieron
echar
a los romanos de España.

Scipion, después de
haber dado fin a otros hechos notables que cuentan los historiadores,
y por no tocar a cosas de nuestros ilergetes dejo, se estaba
en Cartagena, donde enfermó. Agravósele aquella dolencia, mas no
tanto como la fama encarecía, por la costumbre natural que los
hombres tienen de acrecentar más en las nuevas que oyen. Esto fue
causa que toda España, y principalmente lo más lejos de Cartagena,
se alborotase, y se pareciese bien cuán grande alteración y
movimiento hiciera la verdadera muerte de Scipion, pues un vano temor
de ella levantó tan grande alboroto de cosas nuevas: ni los aliados
del pueblo romano perseveraron en su amistad, ni el ejército mantuvo
la lealtad debida. Mandonio e Indíbil, que habían esperado que,
echados los cartagineses de España, ellos quedarían por reyes y
señores absolutos de ella, viéndose engañados en esta su
esperanza, porque Scipion, como ganaba la tierra para el imperio
romano, así proveía en su gobierno y conservación con tanto
recaudo y providencia, que nadie pudiese tener tal confianza; venida
esta ocasión de revolver y destruir todo este buen orden, levantando
sus pueblos, que eran los ilergetes y jacetanos,
vecinos de Lérida y Jaca, y juntando consigo buena
ayuda de celtíberos, que eran los vecinos de aquende y
allende el río Ebro, y de ausetanos, que eran
los que están entre el campo de Tarragona y Urgel, comenzaron
a destruir los campos de los sedetanos, que eran los vecinos
de Tarragona hasta Ebro, y eran amigos y confederados del
pueblo romano. a mas (además) de esto, los soldados
romanos y otros que había dejado Scipion en las comarcas de Denia
y Valencia, aposentados cabe el río Júcar, se
amotinaron, y fue muy necesaria la prudencia de Scipion para
remediallo. La queja principal que publicaban era que no se
les pagaba el sueldo; pero lo más cierto era la ambición de dos
soldados particulares, llamado el uno Cayo Albio Coleno y el
otro Cayo Anio Umbro: y se echó de ver presto su ignorancia,
porque luego, sin cordura, tomaron insignias de capitán general,
llevando delante sus lictores con las segures y haces
de varas
(la
fascis etrusca, feix, fascismo, y la inventada feixisme, feixista,
feixistes
), que
presto sintieron sobre sus espaldas y cervices. Estos aguardaban cada
día nuevas ciertas de la muerte de Scipion; pero cuanto más
atendían en averiguallo, más ciertos estaban de su vida y
salud; y por eso muchos de los soldados amotinados dejaron a Anio y
Albio y se redujeron al servicio de Scipion, de quien esperaban
alcanzar perdón de aquel yerro.

Mandonio e Indíbil quedaron corridos de que aquellas
nuevas hubiesen salido falsas, y se volvieron a sus casas muy
avergonzados, con intento de aguardar en ellas lo que haría Scipion,
el qual antes de tomar venganza de ellos, dio orden en el
motín de sus soldados; y dudaba si castigaría solo las cabezas de
aquel motín o todo el ejército, que era de ocho mil hombres; pero
como su natural era inclinado a benignidad, se contentó con solo el
castigo de las cabezas, que eran treinta y cinco hombres, gente
plebeya y de poca consideración, y ordenó a siete tribunos,
que cada uno de llos se encargase de la prisión de cinco de
estos soldados, y que fuese sin alboroto; y por hacerles descuidar y
pensar que el castigo de ellos estaba olvidado, publicó la guerra
que pensaba hacer contra Mandonio e Indíbil. Ordenado esto, pensaron
los amotinados que ya Scipion estaba olvidado del hecho, y juntos
fueron a Cartagena para pedir el sueldo; y llegados allá, supieron
los siete tribunos mover tan bien las manos, que antes de la noche
tuvieron presos y maniatados los treinta y cinco que habían de ser
presos; y porque nadie saliese de la ciudad, mandó poner guardas a
las puertas, y subido en su tribunal, hizo un razonamiento a
los amotinados, en que reprendió terriblemente aquel levantamiento,
y que siendo ellos romanos, hubiesen osado alborotarse como los
ilergetes y jacetanos, aunque estos, les dijo, siguieron a Mandonio e
Indíbil, sus capitanes, regiae nobilitatis viros, varones de nobleza
real y sus señores; pero “vosotros seguísteis y os
sujetásteis a dos hombres salidos del arado, y porque os
faltó pocos días el sueldo, hicísteis lo que Mandonio e
Indíbil y sus ilergetes, pensando ser poderosos para echar del todo
(a) los romanos de España, que tan victoriosos y poderosos
están; y aunque muriera yo, había otros capitanes romanos, que
habían de sustentar el señorío y ejército del senado y pueblo
romano, como no faltaron cuando murieron mis padre y tío.» Y
concluyendo su razonamiento, que fue muy largo, les perdonó a todos,
por conocer que las razones que les había propuesto les habían
movido a pesar, y tenían empacho de lo hecho; y luego mandó sacar a
Albio y Anio con los demás amotinados, y atados a sendos palos, los
mandó fuertemente azotar, como era costumbre de los romanos azotar a
todos los condenados a muerte, y después les mandó cortar las
cabezas, cayendo sobre sus espaldas y cervices las haces y segures
que mandaron a sus lictores que llevasen delante de ellos, en
señal de majestad y grandeza: y después de hechos
ciertos sacrificios para purgar el lugar y desenviolarlo,
conforme lo que en su vana religión los gentiles usaban, y tomado de
nuevo el juramento a todos los que habían sido culpados en aquel
alboroto, mandó dar a cada uno de los soldados una paga, con que
todo quedó sosegado y quieto, y con la sangre de los treinta y cinco
quedó lavada la culpa y yerro de los demás.
Scipion, así que
tuvo apaciguado el motín pasado, entendió en la guerra que había
publicado contra Mandonio e Indíbil y sus pueblos, sentido de que
hubiesen osado tomar armas contra el pueblo romano, de quien habían
recibido el uno la libertad de su mujer, y el otro de sus hijas, con
otros mil beneficios y buenas obras, y confesaban estarle muy
obligados por ello. Estos dos hermanos, vueltos a sus casas,
estuvieron suspensos esperando qué haría Scipion con los
amotinados, creyendo que si el error de ellos era perdonado, lo sería
el de ellos; mas después que supieron el castigo de los treinta y
cinco, pensaron que su culpa sería igualada con la de ellos, y
merecedora de igual pena: y porque a los que han comenzado a ofender
no les parece nuevo error el perseverar, sino forma para escapar de
no ser castigados; por esto, o para volver a mover la guerra o estar
aparejados para resistirla, mandaron tomar las armas a sus vasallos,
y juntando los socorros que antes habían tenido, hicieron un campo
de veinte mil hombres de a pie, y dos mil y quinientos caballos, y
con esto pasaron a los términos de los jacetanos.
Scipion, que
tenía bien contentos y reducidos a su amor y obediencia los ánimos
de todos los soldados, así en haberles perdonado y haberles pagado a
todos, culpados y libres, su sueldo, como con tratar con ellos
siempre con amor y blandura, todavía queriendo hacer jomada contra
Indíbil y Mandonio, le pareció hablar con los suyos, antes que se
partiese para ellos. La suma de lo que les dijo fue: que con
diferente ánimo iba a castigar los ilergetes del que había
tenido antes de dar la pena a los amotinados; que cuando castigaba
aquellos pocos para sanar el mal de todos, como si cauterizaba sus
mismas entrañas, así doliéndose y gimiendo, quemaba lo dañado, y
con cortar las cabezas de treinta y cinco, había purgado el error o
la culpa de ocho mil hombres; mas que agora iba a hacer la matanza de
los ilergetes con gran ansia de verter su sangre y destruirles
del todo, pues a enemigos tan porfiados solo el rigor les pedía
poner remedio con el miedo. Con estas y otras buenas razones con que
les acarició dulcemente, les aseguró más los ánimos, y se partió
con ellos a pasar el río Ebro, y llegó a poner su real a vista de
los enemigos. El lugar donde aconteció esta batalla fue un campo
todo cercado de montes, donde mandó meter Scipion todos los ganados,
así suyos, como los que había tomado de los enemigos, porque, con
la codicia de hurtarlos, se metiesen allá dentro la gente de

Mandonio e Indíbil, y quedasen como encerrados; y Scipion con lo
mejor de su ejército estaba escondido tras un monte, aguardando que
entraran todos en aquel campo: todo sucedió así como él pensó y
quería. Salió Scipion y embistió; trabóse la escaramuza luego, y
fue muy reñida, mas los nuestros fueron con astucia cercados de los
caballos romanos, y así pareció quedar por ellos la victoria: y
aunque aquel día murieron muchos de los soldados ilergetes, no
perdieron el ánimo, antes el día siguiente bien de mañana, por no
mostrar punto de temor, se pusieron en el campo, ordenando sus
escuadrones para pelear; y también les venció Scipion esta segunda
vez, porque la angostura del lugar donde se peleaba le fue
favorable, y también tuvo maña como los nuestros fuesen cerrados,
sin que se pudiesen de ninguna forma aprovechar de su gente de a
caballo, en que tenían su mayor confianza. Así fueron fácilmente
desbaratados; y hubo otro daño también grande, que lo estrecho del
lugar, y el hallarse los caballos romanos a las espaldas de los
nuestros, no dio lugar a que nadie escapase, sino que fueron muertos
casi todos, y solo se escapó una parte del ejército que, como mejor
pudo, se había subido a la montaña; y estos viendo el peligro de
los suyos, y el poco aparejo que el lugar les daba para ayudarles, en
tiempo seguro comenzaron a retirarse, y con ellos Mandonio e Indíbil
y algunos otros principales. Acabada la matanza, que fue grande y
miserable, aquel mismo día fueron tomados los reales de los
ilergetes
, con pocos menos de tres mil hombres de guarda y
servicio, y gran presa de todas maneras de riqueza. La victoria fue
grande, mas no les costó a los romanos poca sangre, ni vendieron
barato nuestros ilergetes sus vidas, que según Tito Livio, mil
dos cientos
, y según Apiano, mil quinientos mataron los
enemigos, y quedaron más de trescientos heridos, que después la
mitad de
ellos murieron de las heridas; y afirma Livio que no
fuera la victoria tan sangrienta, si el combate hubiese sido en campo
llano, y más apto para retirarse.