CAPÍTULO XII.

CAPÍTULO XII.

De
la venida de Publio Scipion
y presa de Cartagena, y de lo que pasó con las hijas de Indíbil y
la mujer de Mandonio, grandes señores de los pueblos Ilergetes.

Tito Fonteyo y Lucio Marcio, capitanes romanos, que no serían
menos animosos que los dos Scipiones, recogieron las reliquias del
pueblo romano que habían escapado de las rotas pasadas. Estos
pensaban que Asdrúbal los querría echar de España, y por lo que
podía acaecer, juntaron toda la gente que pudieron, animándoles
todo lo posible, y se pusieron a punto de guerra. Acercóseles
Asdrúbal con toda su gente, aunque no leemos que Indíbil fuese con
ellos; trabóse la batalla, y trocadas las suertes, la victoria quedó
por los romanos, y los cartagineses, por su descuido y demasiada
confianza, en dos encuentros que tuvieron quedaron vencidos, y dicen
que murieron treinta y siete mil de ellos, y tomaron cautivos mil
ochocientos treinta, con mucho bagaje; y de esta manera quedaron por
entonces vengadas las muertes de los Scipiones, y ellos con mucha
reputación. Luego que en Roma tuvieron nueva de todo esto, enviaron
por capitán a Claudio Nero con algún socorro. Este capitán
tuvo ocasión de acabar del todo el bando cartaginés, y en cierta
ocasión que tuvo muy apretado a Asdrúbal, escuchó tratos de paz
que no debiera, y en el entretanto se le escapó; y apesarado
de esto, o llamado del senado, se volvió a Italia, sin haber hecho
en España cosa de consideración.
Tratábase en el senado de
Roma, de enviar persona de valor y partes necesarias para el
gobierno de España
; pero las muertes de los dos Scipiones habían
de suerte amedrentado los ánimos de los senadores, que nadie osaba
encargarse de tal empresa. Estaban en esta suspensión y esperando
quienes se declararían por pretensores del cargo de procónsul de
España
, que otro tiempo había sido codiciado de muchos; pero
nadie se mostraba deseoso de una provincia, donde en menos de
treinta días habían muerto a dos capitanes tan valerosos, como eran
Neyo Scipion y Publio, su hermano. Entonces se renovó de
veras el dolor del daño que en España habían recibido, y
hablaban entre si con mucho despecho de ver que hubiese venido Roma a
tanta desventura y abatimiento, que nadie quisiese tomar cargo que
tan codiciado solía ser. Era esta suspensión y maravilla muy común,
y la gente vulgar se indignaba contra los senadores, por estar el
valor y ánimo tan caído entre ellos.
Estando la ciudad de Roma
junta en comisión en el campo Marcio, con la angustia y aflicción
que queda dicho, súbitamente se levantó Publio Scipion, hijo de
Publio Scipion
el había muerto en España, mancebo de solos
veinte y cuatro años, y en voz alta y muy autorizada, que muchos
pudieron oír, dijo que él pedía este cargo, y luego se subió en
lugar más alto, donde pudiese ser visto de todos; y maravillados de
su grande ánimo, comenzaron a darle el parabién del cargo,
promietiéndose que había de ser muy venturoso, para gloria y
acrecentamiento del pueblo romano. Tomáronse por mandado de
los cónsules los votos, y ninguno le faltó a Scipion; y por no
tener edad, le dieron, no título de procónsul o de pretor,
sino de capitán general. Apenas fue hecha esta nominación
que, como los romanos de si eran tan supersticiosos en mirar agüeros
y sujetarse a ellos, temblaban en pensar en el linaje y nombre
de Scipion, por haber sido tan desventurado en España,
y que el hijo y sobrino de ellos se partiese para hacer guerra en
España entre las sepulturas de ellos, con representación de muerte
y de dolor.
Scipion, que supo esta mudanza y que la alegría de
antes se era vuelta en congoja y dolor, con un largo y bien ordenado
razonamiento, les habló de su edad y del cargo que le habían dado y
del orden particular que pensaba tener en tratar la guerra,
ofreciendo que si otro quería tomar aquel cargo, él lo dejaría de
buena gana; y con esto quedaron todos muy contentos, y con esperanzas
de que había de ser el gobierno de aquel mancebo próspero, fausto,
feliz, dichoso y fortunado. Dióle el senado algunos legados y
compañeros que le acompañasen, y diez mil soldados de a pie y mil
de a caballo, y con ellos vino a España: desembarcó en Empurias,
y pasó por tierra a Tarragona; y aquí se juntaron con él los que
habían escapado de las rotas pasadas, que estaban con Tito Fonteyo y
Lucio Marcio, y de todos se formó un poderoso ejército. Era este
mancebo persona de grandes partes y de apacibilísima condición, y,
cono dice Livio, jamás de su boca salió palabra que diese olor de
fiereza o bravosidad: era modesto, prudente, y adornado de las
virtudes que eran menester para hacer y formar un virtuoso y perfecto
varón, con que atraía a si los corazones de todos, y nadie había
que, tratándole, no le quedase aficionadísimo; y más fue lo que
alcanzó con su apacible condición y mansedumbre, que con las armas,
poder y ejército que llevaba. Esparcióse la fama de su venida por
España y más la de su buen natural; y todos los pueblos que habían
sido amigos de los romanos se declararon por él y lo mismo hicieron
muchos que lo habían sido del bando cartaginés.
Aunque nuestros
caballeros ilergetes Mandonio e Indíbil se mostraban amigos del
bando cartaginés, era solo por acomodarse al tiempo; porque siendo
ellos señores de aquella región, y gente noble y bien nacida y de
linaje de reyes, sentían a par de muerte que tantos, extranjeros, ya
cartagineses, ya fenicios, ya romanos y otros que hemos visto, se
quisiesen hacer dueños de lo que ni era suyo, ni les tocaba. Al
principio no pensaban que la estada de estas gentes hubiese de ser
por largo tiempo, y menos la de los romanos; pero después que
experimentaron, muy a su pesar, lo contrario, y queriéndoles echar
de España, no se vieron poderosos, quedaron obligados a declararse
por un bando o por el otro, por no ser enemigos de todos. Los
cartagineses bien conocían que el trato de los romanos, su policía
(política) y su disciplina militar eran más apacibles a los
españoles que el suyo, porque aquellos se preciaban mucho de guardar
la palabra y fé, lo que no hacían los cartagineses, a quienes
Valerio Máximo llama fuentes de perfidia; y hablando
de su gran caudillo y capitán, Aníbal, dice: Adversus ipsa fidem
acrius gessit, mendaciis et fallacia, quasi percallidus, *gaudens (no
se lee
); y por eso entre los latinos corría el adagio punica
fides, (fidelidad púnica) que decían de la palabra
que uno daba y no cumplía. Por eso fue muy aborrecida esta nación;
y Tito Livio, después de haber alabado algunas virtudes que no podía
negar en Aníbal, dice: Has tantas viri virtutes ingentia vitia
aequabant, inhumana crudelitas, perfidia plusquam punica, nil veri,
nil sancti, nullius dei metus, nullum jusjurandum, nulla religio: y
Plauto, por decir que uno no cumplía lo que prometía, dice:
Et is omnes linguas scit, sed dissimulat, sciens se scire; poenus
planè est, quid verbis opus! Pero en los romanos era al
revés; porque por acreditarse y ser estimados de todos, hacían
profesión y se preciaban de cumplir su palabra, aunque fuese en
disminución del estado y honor de aquella república, sin
faltar un punto a lo que habían prometido: amaban justicia, y eran
en las cosas de la religión muy observantes, y celosos del culto de
sus dioses, y deseaban más ser amados que temidos. Esto no era en
los cartagineses, y por esto y por asegurarse de los españoles,
tomaban de ellos rehenes, y tenían en su poder casi todos los hijos
e hijas, y aun las mujeres de los mejores caballeros de España.
Handonio e Indíbil no fueron, aunque amigos de ellos, exentos de
esto; pues dieron, Indíbil a sus hijos, y Mandonio a su mujer: y
todos estos rehenes estaban en la ciudad de Cartagena (Cartago
Nova)
, que era el pueblo mejor y más fuerte que ellos
tenían en España. Claro es que estarían aquellos rehenes allá de
muy mala gana, y no pensarían en otra cosa sino en volver las
mujeres con sus maridos, los hijos con los padres, y todos a su
patria.
De esta violencia cartaginesa tuvo noticia Scipion; y
juzgó por gran conveniencia suya conquistar primero esta ciudad, con
pensamientos, si la ganaba, de atemorizar a sus enemigos los
cartagineses y dar libertad a los rehenes, y ganar la amistad y
benevolencia de todos los españoles; porque sabía que si eran
amigos de ellos, era por estar en su poder las prendas más queridas
y preciadas de ellos. Con este pensamiento mandó aprestar la armada
del modo que refiere largamente Ambrosio de Morales, y dejando
en Tarragona la guarda necesaria, se partió para Cartagena,
sin dar parte a nadie del pensamiento e intención que llevaba. Con
veintiocho mil infantes y dos mil y quinientos caballos, caminó
Scipion por tierra; y Lucio Lelio Marcio, a quien había dado
razón de su pensamiento, y no a otro alguno, iba con la armada; y
habían concertado que fuese en un punto el llegar la armada y
ponerse el ejército de Scipion a la vista de la ciudad, do llegó
siete días después de partido de Tarragona; y fue tomada Cartagena
por industria y traza de unos marineros de Tarragona, y
degollados muchos de los que la defendían, sin dañar a mujer alguna
ni niño.

La presa fue tan grande, como era la grandeza y
magnificencia de aquella ciudad, en que estaba guardada toda la
riqueza de los cartagineses. Livio, Polibio y Eliano refieren que se
tomaron cautivos diez mil hombres, sin las mujeres y niños, y a
todos los naturales de la ciudad se dio libertad y que gozasen de sus
casas y haciendas, así como antes. Tomáronse dos mil oficiales de
armas, y navíos: tomáronse también todos los rehenes que habían
dado los españoles a los cartagineses, y esto estimó en mucho
Scipion, prefiriéndolo a toda la demás presa; pues era bastante
precio para comprar la amistad de toda España, y hacer todos los
naturales de ella benévolos a la ciudad y pueblo romano: y así
mandó tratarles, y respetarles; y cuidar de ellos como si fuesen
hijos de amigos y confederados suyos. Hallaron también dentro de la
ciudad ciento y veinte trabucos grandes que llamaban
catapultas, y doscientos ochenta de menores, y muchos géneros
de máquinas de batir: de saetas y lanzas hubo una gran
multitud: ganáronse setenta y cuatro banderas, y el oro y plata
que ganaron no tenía cuento. En el puerto tomaron sesenta y
tres naves de carga, llenas de mantenimientos y de todo aparejo para
una
armada; y en fin fue tanta la riqueza que se tomó, que
comparada con ella, la menor parte de la presa fue la ciudad de
Cartagena. Dio Scipion premios a cada uno, según sus merecimientos,
dejándoles a todos contentos de tener tal capitán y caudillo. (Y
no usaron los trabucos – catapultas, saetas, etc, los de dentro
contra los de fuera?
)

Otro día después de tomada la
ciudad, mandó llamar a todos los rehenes, que eran más de
trescientas personas, les hizo un amoroso razonamiento, dándoles a
entender que la costumbre del senado y pueblo romano era obligar a
las gentes con beneficios y no espantarles con terrores; y luego se
leyó una nómina, (lista de nombres) tanto de los
rehenes, como de los cautivos que habían hallado en Cartagena,
señalando de qué ciudad o pueblo era cada uno de ellos, y mandó
luego avisarles, para que enviase cada pueblo personas a quienes
entregar sus naturales: y a los embajadores de algunos pueblos, que
estaban allá presentes les hizo entregar los suyos, y conforme a la
edad y merecimientos de cada uno, les dio muchos dones, así de lo
que él tenía, como de lo que habían preso en el despojo. a
los mancebos dio espadas y otras armas, y a los niños bronchas
de oro y otros atavíos. Entre otros rehenes que estaban allá fueron
la mujer de Mandonio y dos hijas de lndíbil, que, según dice Livio,
florecían en edad y hermosura, y acataban a su tía como madre, y
también la mujer de otro caballero español llamado Edesco. a
estas cuatro personas mandó Scipion a Flaminio, su cuestor,
que las guardase y tratase honradamente en todo, porque con ellas
pensaba ganar los corazones de sus padre y maridos, que
andaban siempre en los ejércitos de los cartagineses. Estando
Scipion en esto, dicen Livio y Polibio, que una matrona de mucha
edad, muy autorizada y venerable en el semblante, que era mujer de
Mandonio, se salió de entre los rehenes y con algunas doncellas de
poca edad y mucha hermosura que la seguían, y con rostro lloroso y
honesto denuedo, que acrecentaba mucho su gravedad, se echó a los
pies de Scipion, y le comenzó a suplicar y pedirle con gran ahínco,
que encomendase mucho a los que daba aquel cargo, mirasen con gran
cuidado por las mujeres que allí se hallaban. Scipion entendió que
le pedía el buen tratamiento en la comida y en lo demás semejante a
esto, y levantándola con mucha mesura, le dijo, que tuviese por
cierto que no le faltaría nada de lo necesario. Mandó luego, como
el mismo autor prosigue, llamar a los que habían tenido cargo hasta
entonces por su mandado de los rehenes, reprendiéndoles el
poco cuidado que habían tenido de proveerlos, el cual se parecía
bien en la justa queja de aquella señora. Ella entonces, entendiendo
ya el error de Scipion, le volvió a decir: «No es eso, Scipion, lo
que te pido, ni me fatiga nada de eso que me certificas no nos ha de
faltar, porque no basta para el estado miserable en que nos hallamos:
otro miedo mayor me congoja, mirando la edad y hermosura de estas
doncellas, que a mí ya mi vejez me ha sacado del peligro mayor que
las mujeres pueden tener en su honra: » y diciendo esto, señalaba
las dos hijas de Indíbil, sobrinas de su marido, y otras doncellas
nobles que estaban con ella y la acataban todas como a madre.
Entonces Scipion, entendida ya bien la congoja, se enterneció tanto,
que refiere Polibio se le saltaron las lágrimas con lástima de ver
así afligida tanta virtud en personas tan principales; y luego les
respondió de esta manera: « Por solo lo que debo a mismo en toda
honestidad y comedimiento, y al buen gobierno que el pueblo romano
quiere que haya en todo, hiciera, señora, lo que me pides, para que
de ninguna manera fuésedes ofendidas; mas agora ya no tomaré este
cuidado más entero por solos estos respetos, sino por lo mucho que
me obliga vuestra virtud excelente, que puestas en tanta desventura
de vuestro cautiverio, aún no os habéis olvidado de la principal
parte de la honra que una mujer debe celar.» Luego las encomendó
más particularmente a un caballero anciano y de gran virtud,
encargándole con mucho cuidado las tratase en todo con tanto
acatamiento y reverencia, como si fueran mujeres e hijas de gente
principal, amiga y confederada con el pueblo romano.
Encarecen
mucho aquí todos los autores y no acaban de alabar la benignidad y
nobleza de Scipion, por los favores y cortesías que usó con estas
mujeres, habiendo sido el padre y marido de ellas enemigos grandes de
sus padre y tío, y ellos y sus Ilergetes muy gran parte en la
muerte de ambos, así en pracurarla (procurarla), como en
hallarse en ella y ejecutarla.
Pero, aunque sea algo fuera de la
historia que tratamos, no dejaré de contar otro acto heroico y
virtuoso de Scipion, que pasó con una doncella romana; porque no es
bien que los hechos buenos y ejemplares se disimulen, sino que se
publiquen para imitarlos. Cautivaron los soldados una doncella de
extremada y singular belleza, cuya hermosura era tanta, que por do
quiera
que pasaba, dicen Plinio y Tito Livio y otros, que todos
estaban atónitos mirándola, y todos los del ejército concurrían a
verla con espanto y maravilla: esta, pues, llevaron a Scipion sus
soldados, porque le conocían aficionado a mujeres, y les pareció
que aquel presente le sería muy aceptable; pero él les dijo: « Si
yo no fuera más que Publio Scipion, este vuestro don me fuera muy
agradable; mas siendo capitán del pueblo romano, no puedo recibillo.
» Informóse Scipion de la doncella, de sus padres y patria, y
sabido que estaba desposada con un caballero español celtíbero,
llamado Alucio, envió por él y por sus padres, y después de
haberles hecho un muy apacible y grave razonamiento, que trae Livio,
se la dio, dándoles muy bien a entender la virtud y continencia que
moraba en su pecho nunca bien alabado. Agradecidos los padres de lo
que Scipion había hecho, le rogaban que tomase el oro que por
rescate de la hija habían llevado, pero él lo rehusó: fue tanta la
importunación, que le obligaron a que lo tomase, y él lo hizo por
darles gusto, y luego lo dio a Alucio por aumento del dote que
había recibido de su esposa. Este y otros hechos tales de Scipion
acrecentaron de suerte su fama, que conquistó más con ellos que con
todas las armas y huestes que llevaba consigo: y Alucio, vuelto a su
tierra con su esposa, decía a voces, había venido de Roma a España
un hombre semejante a los dioses, con poderío y deseo de hacer
beneficios y aprovechar, y que todo lo vencía con el valor de las
armas, con liberalidad y grandeza de su cortesía y de sus mercedes;
y luego, agradecido de lo que había hecho Scipion, juntó
de su
tierra mil cuatrocientos caballos, y con ellos y su persona le sirvió
en todas las guerras. Este hecho cuenta de diversa numera Valerio
Máximo, muy diferente de todos, porque dice que esta doncella era
esposa de Indíbil; pero esto no lleva camino alguno, porque todos
los autores dicen lo contrario. Polibio no dice que estuviese
desposada, sino que Scipion, dándola al padre, le pidió la casase
luego; Lucio Floro dice que Scipion no la quiso ver, por asegurar
mejor a su esposo y certificarle del cuidado que había tenido de
guardarla: Ne in conspectum quidem suum passus adduci, ne quid de
virginitatis integritate delibasse, saltem oculis, videretur (1:
Floro, lib. II, núm. 6.); y Plinio dice lo nismo, y es cuestión
harto disputada si la vio otro; pero lo cierto que la vio y se admiró
de su belleza; pero pesóle de haberla visto, por quitar la ocasión
de sospecha; y tan lejos estaba de ofenderla, que aun mirarla bien,
que la viese, no quiso; y así dijo muy bien Lipsio en sus
avisos y ejemplos políticos: Sed ille oculis abnuit: y aunque
Valerio Máximo diga haber sucedido con la mujer de Indíbil, se ve
haberse equivocado; porque todos los demás que cuentan este caso lo
dicen al revés de Valerio, y lo que más es de considerar, es lo que
dice Polibio, el cual fue maestro de Scipion Africano,
el menor, nieto por adopción de este de quien
hablamos; y así por vivir en aquel tiempo que sucedió este caso, y
siendo tan allegado a la casa de los Scipiones, es cierto lo sabría
mejor que Valerio Máximo ni otro alguno.