CAPÍTULO XL.

CAPÍTULO
XL.

De los últimos reyes godos, y de la pérdida de España.

Los dos hermanos Acosta y Rodrigo (que) reinaron después de
Vitiza, no se sabe si juntos o uno después de otro, lo cierto es que
Costa murió luego en
el primer año, y Rodrigo, que era el menor, se quedó con el reino.
Era Rodrigo hombre sabio y valiente, pero en los vicios y costumbres
muy semejante a su antecesor Vitiza. Fue cruel, injusto y deshonesto,
y con sus depravadas costumbres acabó de corromper y estragar todo
lo que había quedado sano, solicitando con toda prisa el castigo de
las culpas de los míseros españoles y el azote de Dios.
Acontecieron prodigios que anunciaron la pérdida de España que tan
cerca estaba, y los mayores eran los pecados públicos y poco cuidado
del remedio de ellos. La torre encantada de Toledo fue
vaticinio cierto de estos males, pues dio las efigies de los
ejecutores de la ira de Dios: es muy sabido esto, y como cosa
apartada de los pueblos ilergetes, la dejo.
San Isidoro, obispo de Sevilla, en sus Varones ilustres, el venerable Beda y san
Metodio
, de quien hace memoria san Gerónimo, lo habían muchos años
antes profetizado, y Merlín, mágico inglés, también
lo dijo. El demonio, ufano de estas desdichas, se publicó autor de
ellas, y por boca de una endemoniada, en el mes de octubre de
713, que fue pocos días después de perdida la primera batalla,
respondiendo al exorcista que la conjuraba, dijo que acababa
de llegar de España, donde había causado grandes muertes y
derramamiento de sangre.
No creía el rey don Rodrigo que estas
profecías tuvieran cumplimiento en sus días, ni gustaba que los
súbditos lo creyesen, para continuar con más libertad el pecado;
antes en vez de aplacar la ira de Dios con ruegos, penitencia y
enmienda de costumbres, añadía cada día males a males, amontonando
ofensas a Dios, y lo mismo hacían los hijos imitando a su rey. No
había mujer segura a sus deseos, ni reparaba en el estado o calidad
de la que le caía al ojo; enamoróse de la Cava, hija
del conde don Julián, caballero español descendiente o hijo
de romanos; Criábase esta señora en el palacio real con la reina,
porque era costumbre de los godos criar las hijas de los grandes en
el palacio real con la reina. Con halagos no acabó nada el rey con
ella: usó de la fuerza, que fue despeñarse a si y a sus reinos.
Estaba el conde ausente y supo el estupro de la hija; la
venganza que propuso en su corazón le sirvió de alivio y
consolación en la afrenta: volvió a España, y con buena maña dio
traza que el rey desmantelara los pueblos y las armas se convirtieran
en instrumentos rústicos, acomodados al labor de las tierras;
porque, en tanta paz, decía que mejor era gozar de los frutos de la
tierra, que usar de las armas que podrían volverse contra el rey y
quitarle el reino; que por haber sido poco prevenidos en esto los
reyes pasados, las armas se eran vueltas contra ellos mismos, porque
faltaban enemigos con quien pelear, como antiguamente. Estas y otras
aparentes razones parecían al rey consejos buenos, que, como el
pecado le tenía ciego ya no conocía lo bueno ni lo malo. Creyó al
conde don Julián, y ejecutando lo que él le decía, preparó al
enemigo la entrada. Trató Julián sus venganzas con Opas,
intruso arzobispo de Toledo, y otros tales, y en sus ánimos halló
el aparejo para lo que él maquinaba, porque todos aborrecían al rey
y no eran poderosos para derribarle del trono real, y por eso se
valieron de la gente de África: fingió que allá tenía enferma la
mujer, y para consolación de la madre, pidió al rey la hija, que no
se la negó, porque había ya el rey cogido lo mejor de ella, y todos
se pasaron a África. Gobernaba aquella provincia Muza, como
teniente del Miramamolin Ulit, (Olite?) señor de ella. Era Muza
hombre feroz, prudente y de gran ejecución; con este trató Julián
el agravio recibido del rey, la disposición del reino imposibilitado
a toda resistencia y defensa, y dióle noticia de los amigos que le
quedaban que, para rebelarse contra el rey, solo aguardaban que él
entrara en España. Estas cosas, y más
los pecados de todos,
llamaron los moros: pasaron acá en diversas veces gran número de
ellos, alojáronse en la Andalucía, y no hallaron resistencia;
apoderáronse de todo; hizo el desdichado Rodrigo lo que pudo para
resistirles, pero no lo alcanzó, porque el ocio e impericia de las
armas hacía inútiles a los españoles, que habían perdido aquel
antiguo valor con que triunfaron de los romanos. Quiso el rey
salir en campaña; salieron con él cien mil combatientes, topó con
el enemigo, pelearon ocho días sin conocerse la victoria más
por los unos que por los otros, hasta que el postrer de ellos, que
fue a 11 de noviembre de este año 713, se puso el último esfuerzo
en la pelea, y estando los moros para huir, que estaban de
vencida, el traidor Opas, (Oppas) capitán del ejército del rey, que hasta
este punto le había traído engañado, como traidor, se pasó a los
moros, según entre ellos estaba concertado, y todos juntos dieron
sobre el ejército que había quedado al rey, y de vencedor quedó
vencido, y de señor esclavo, y al último se salió de la batalla, y
hasta hoy no se sabe de cierto qué fue de él, porque ni vivo ni
muerto jamás pareció. 


Fue este el más triste y
lamentable suceso que España haya tenido jamás y la pérdida mayor
que en el mundo se haya visto, que aunque es verdad haberse perdido
otros reinos y provincias, ha sido con largas angustias y
guerras, acometimientos, prevenciones y avisos, así que de lejos se
echaba de ver su declinación y fin; pero en España, en un punto,
sin poderse prevenir ni aún pensar, cuando más descuidada estaba y
olvidada, le vino su ruina y calamidad. Pereció aquel día el nombre
ínclito de los godos, el esfuerzo militar de España, la fama
gloriosa del tiempo pasado; y el imperio y monarquía que duró cerca
de trescientos años con guerras y valor, se vio en un solo día
perdido y acabado. El caballo del rey don Rodrigo, corona, sobrevesta
y calzado fueron hallados a la orilla del río Guadalete, y
muchos años después, en Viseo, (Viseu) ciudad de Portugal, su
sepulcro. Los soldados españoles que se hallaron vivos huyeron sin
hallar quién los acaudillase, y cada uno se salvó donde mejor pudo.


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