De
cómo Mandonio e Indíbil se volvieron otra vez a levantar, y de la
muerte de los dos.
De lo que queda dicho se echa de ver que
Mandonio e Indíbil eran hombres de altos pensamientos, y esto, y el
poderío que tenían entre los suyos, y la autoridad con los vecinos,
les hacían que no pudiesen sosegar, y que ahora principalmente
corriesen desapoderados a su perdición, despeñándose per sus malos
consejos, que la ceguedad de la ambición suele siempre representar
fáciles y bien acertados: y aunque el deseo del soberano señorío
de España principalmente les movía; mas para buen color de sus
intentos y para llevar tras si más fácilmente muchos pueblos,
mostraban en público que se dolían de la servidumbre de España en
que los romanos la tenían, y que deseaban restituirla en su antigua
libertad que tuvo, antes que cartagineses la señoreasen; pues ahora
no había habido más novedad en ella, de trocarse el señorío, y
quedar sujetos los españoles y servir a los romanos, como antes
solían a los cartagineses. Convidaba a muchos españoles para seguir
a estos caballeros el dulce nombre de la libertad, que de todos los
hombres es muy amada, y la facilidad con que ellos les prometían el
cobrarla. Veían los dos hermanos la gran ventaja que hacía Scipion
a Léntulo y a Acidino; y la mucha admiración y espanto que la
grandeza de Scipion les había causado, todo se les volvía en
menosprecio de los que había dejado acá en su lugar. Así decían,
donde quiera que trataban de esto, que a los romanos no les quedaba
ya otro Scipion para enviar a España, donde no habían quedado
capitanes, sino sombras de ellos, y solo el nombre del ejército;
pues Scipion se había llevado los soldados viejos, y dejado acá los
noveles y poco diestros en la guerra, y por esto muy medrosos y
cobardes y mal obedientes en ella; que nunca se podía esperar jamás
se ofreciese semejante oportunidad de libertar a España, como la que
ahora tenían, para que España quedase para siempre libre y señora,
gobernándose por si misma con sus leyes.
Con estas y otras
persuasiones semejantes movieron los dos ilergetes no solo a sus
vasallos, sino a los ausetanos sus vecinos, que son los de la
comarca de Vique (Ausonia),
y otros vecinos de aquellos rededores; con que en pocos días
juntaron un poderoso campo de treinta mil hombres y cuatro mil
caballos, y lo juntaron todo en los términos de Sedetania,
que es lo de Játiva y sus contomos, porque así al principio
se habían concertado.
Léntulo y Acidino, que estaban en
Cataluña a la parte de Gerona, sintieron aparejárseles tan
brava la guerra, con temor que no pasase adelante levantarse más
pueblos, y se fuese infeccionando de la rebelión mucha parte de la
tierra. Con la mejor presteza que pudieron, juntaron ellos también
ejército de sus romanos y de muchos españoles, como ya se usaba, y
con él fueron a buscar a los enemigos, para mostrarles mejor ánimo
y hacer que menguase el suyo; y atravesando por la tierra de los
ausetanos, aunque eran sus enemigos declarados, pasaron muy
sosegadamente y sin ningún daño, hasta que llegaron a poner su
campo menos que una legua de donde los ilergetes lo tenían. Tentaron
primero Léntulo y Acidino de convidar con la paz a Indíbil y
Mandonio, enviándoles para esto embajadores, y prometiéndoles por
ellos perdón de lo pasado, si dejadas las armas, se volviesen cada
uno a sus casas. Mas presto se entendió que no aprovecha nada buen
comedimiento con una grande obstinación; porque una banda de gente
de a caballo de los ilergetes salió a dar sobre los caballos y otras
bestias que sacaban los romanos al pasto, y siendo estos socorridos
de gente también de a caballo, que Léntulo y Acidino enviaron, se
acabó aquel día la pelea, sin que hubiese de una parte ni de otra
cosa que se pudiese contar por mejoría. Otro día de mañana, cuando
el sol salía ya, los nuestros estaban armados en el campo cerca del
real de los romanos, y tenían su batalla ordenada, con estar los
ausetanos en la frente de en medio, y en el cuerno derecho los
ilergetes con Indíbil, y en el izquierdo los otros pueblos no tan
principales, y entre los cuernos y su frente habían dejado vacía
tanta distancia, que por ambos lados pudiese entrar la gente de a
caballo a pelear cuando quisiese. Los romanos ordenaron de la misma
manera su gente, no juntando ellos tampoco sus cuernos con la frente,
como siempre solían, sino dejando también espacio en medio, por
donde sus caballos pudiesen arremeter, como veían que los enemigos
lo habían hecho; mas considerando cuerdamente Léntulo que, estando
ordenadas así las batallas, tenía notoria ventaja la gente de a
caballo que se anticipase en acometer, dio el cargo a Sergio
Cornelio, tribuno, que luego como se comenzase la batalla
arremetiese con toda furia con la gente de a caballo, y no parase
hasta haberse metido por los dos espacios vacíos, que a los dos
lados de los de los enemigos parecían. Dado este aviso, comenzó
Léntulo la batalla peleando contra Indíbil y sus ilergetes, que lo
recibieron ferozmente; pues del primer arremetimiento desbarataron
una legión entera, y la hicieron huir muy desapoderada. Proveyó
Léntulo a este daño con presteza, haciendo en un punto pasar allí
otra legión que había dejado sobresaliente para socorro; y quedando
ya allí la pelea por igual, pasóse luego al cuerno derecho, y halló
a Acidino peleando valientemente entre los primeros, y socorriendo
con mucho cuidado donde veía que era necesario; y para más animarle
a él y a los suyos, que se pudieran haber turbado con la rota de la
legión, les avisa como lo de su parte está ya seguro, y que presto
se verían envueltos los enemigos de un gran torbellino de la gente
de a caballo con que Sergio Cornelio descargaba luego sobre ellos. No
lo había bien acabado de decir, cuando ya apareció Sergio metiendo
los caballos por los lados de los nuestros, desbaratándoles con
ellos sus escuadrones por los costados, y cerrando el camino a
nuestra gente de a caballo, y atajándoles porque no pudiesen
pasar a pelear con las legiones romanas. Con esto fue forzada la
caballería española de dejar los caballos y pelear a pie, para
socorrer a los suyos, que veía ya en peligro de ser desbaratados.
Léntulo y Acidino, que vieron el buen suceso y el temor y turbación
en que ya estaban los enemigos, a punto de desordenarse, corren a
unas partes y otras amonestando y rogando a los suyos que aprieten
con mayor ímpetu a los enemigos, pues los ven turbados y atónitos,
y que no den lugar para que los escuadrones desbaratados se vuelvan a
rehacer y ponerse en ordenanza. Valió toda esta amonestación de los
dos generales con los romanos, que estos ilergetes no pudieron sufrir
esta vez la furia de su acometimiento, si no fuera por Indíbil su
señor, que estaba a pie con los de a caballo, que se habían apeado,
y poniéndose en la delantera y peleando animosisímamente, sufrió
el ímpetu de los romanos y los detuvo que no rompiesen los suyos,
como pensaban. Aquí duró un rato lo bravo de la batalla; porque
habiendo sido herido mortalmente Indíbil, los suyos, para
defenderle, peleaban con una rabiosa porfía, y él, afirmado sobre
una pica, aunque le iba faltando ya el aliento y con él la vida, no
cesaba de amonestarlos y animarlos para que peleasen; mas al fin,
fueron muertos por allí todos los que le defendían, aunque con
lealtad verdaderamente española. No faltaban muchos, que viendo
muerto uno, se pusiesen luego en su lugar y en el mismo peligro, para
defender a su señor y capitán; mas muertos él y ellos, los que
quedaban comenzaron a desbandarse del todo. Murieron muchos
españoles, en defensa de Indíbil, primero, y después en el
alcance. Como no habían tenido lugar de tomar sus caballos, que
dejaron, los romanos de a caballo les iban a las espaldas, y los de a
pie no cesaban de matar peleando, hasta que entraron en los reales de
los nuestros, envueltos con ellos, y se apoderaron de todo lo que
había dentro. Los muertos fueron trece mil, y fueron tomados
cautivos ochocientos, y de los romanos y sus aliados murieron pocos
más de doscientos, y estos al principio de desbaratarse la legión.
Entre los españoles que escaparon de esta batalla, se salvó
también Mandonio; y habiendo juntado a los principales para lo que
habían de hacer, se le quejaron todos en la junta, lamentando
sus desventuras, y echando la culpa de ellas a él y a su hermano,
que les habían metido en esta guerra. Con esto fueron todos de
parecer que se enviasen embajadores a los generales romanos, con
quienes tratasen de la entrega de las armas, y se les rindiesen y
pidiesen la paz, para conservarla mejor que hasta allí. Estos
embajadores propusieron este mensaje a Léntulo y Acidino,
disculpándose con Indíbil muerto y Mandonio ausente, y los otros
hombres principales que los habían alterado y casi hecho fuerza para
que se levantasen, y así habían permitido los dioses que casi todos
ellos muriesen en las batallas, y llevasen el justo castigo que por
todos merecían. Léntulo y Acidino respondieron que los recibirían
y les darían el perdón y la paz que demandaban, si entregasen vivos
a Mandonio y a los demás que habían sido cabezas de este
movimiento; que si esto no quisiesen, luego tendrían los ausetanos
el ejército romano dentro de su tierra, y, destruida aquella,
pasarían a las de los otros rebeldes.
Con esta respuesta tan
áspera que dieron los embajadores en el consejo de los ilergetes,
fueron luego presos Mandonio y los otros principales que en esto eran
culpados;
y entregándolos a Léntulo y Acidino, dice Beuter que
los mandaron llevar a Tarragona, y públicamente los sentenciaron
como si fueran hombres de baja suerte, y dejaron sosegados a los
ilergetes, y en buena paz a los catalanes y a los que con
ellos se rebelaron, castigándolos solamente con mandarles que
pagasen aquel año el sueldo doblado, y diesen provisión de trigo
por seis meses, ropas dobladas para la gente de guerra de los
romanos, con rehenes que dieron treinta pueblos, para cumplir todo
esto y mantener la paz.
Esta guerra, según afirma el doctor
Gerónimo Pujades, fue la primera que los españoles solos, con sus
propios capitanes y sin ayuda de forasteros, hicieron con los
romanos; porque las otras fueron para defender el bando o amistad de
los cartagineses, que ya en esta ocasión eran fuera de toda España,
y la que emprendieron ahora Mandonio e Indíbil fue con intención de
quedarse con el dominio y señorío de toda ella.
Afirma el
doctor Pedro Antón Beuter, por haberlo oído a decir, que aquel arco
que está en medio del camino que va de Tarragona a Barcelona (Bará)
es el lugar donde fueron degollados Mandonio y los otros que
fueron entregados con él a los romanos, y que entre ellos había un
capitán romano llamado Barro, que se había pasado a los
capitanes ilergetes, y por esto le enterraron vivo en aquel lugar,
que era cerca donde él solía vivir antes. Esto pudo ser así, por
decirlo aquel autor tan grave; pero lo cierto es que aquel arco
se hizo en memoria de Lucio Licinio Sura, que vivía en tiempo
de Trajano, como se ve en él, y lo he leído hartas veces y
dice: EX TESTAMENTO L. LICINII LUCII FILII SERG. SURAE CONSECRATUM.
El doctor Gerónimo Pujades declara lo que hay en esto, y cómo se ha
de entender lo que dicen Beuter y Tomic y otros acerca de la
materia, donde remito el curioso lector.
Este fue el fin
que tuvieron estos dos valerosos capitanes, a quienes mató, no sé
si su ambición, o el deseo de ver en libertad a su patria, y
expelidos de ella a los que la tenían como tiranizada. Con la muerte
de ellos acabó por entonces la guerra, y de muchos años no se habló
de ella; porque con tales pérdidas quedaron como atónitos los
españoles y pasmados, y los romanos muy contentos; pues no quedaba
nadie que por entonces hablase de tomar armas contra ellos, y vieron
vengadas las muertes de los dos Scipiones.
No han faltado algunos
que han querido afirmar que la familia de los Mendozas, tan
noble y conocida en España, descendía de este príncipe Mandonio;
pero como es cosa que no se puede decir con certidumbre, lo dejo;
porque en tantos siglos que han pasado de en medio de aquellos
tiempos a los nuestros, y con tantas mudanzas de señores bárbaros
que ha padecido la España, no se puede afirmar ser estos Mendozas de
hoy descendientes de nuestro Mandonio; y más siendo cierto que este
y otros ilustres linajes tomaron los nombres de lugares y pueblos de
que eran señores o habían conquistado.