CAPÍTULO XXV.

CAPÍTULO
XXV.

César va en seguimiento de los pompeyanos, y no para
hasta haber vencido
a Petreyo y Afranio, sus capitanes.

Afranio
y Petreyo pasaron el río Segre con todo su campo, y juntaron con las
dos legiones que habían salido y se fueron hacia Mequinenza; y César
envió tras ellos su caballería para que les picase en las espaldas
y les detuviese todo lo que fuese posible, y de esta manera llegaron
al Ebro, y los de Afranio y Petreyo lo pasaron con la puente de
barcos que habían hecho; pero apenas fueron pasados, ya la
caballería de César pasó por el vado tras ellos. Cuando amaneció,
vieron los del real de César que estaban a la orilla del Ebro, de un
alto, como su caballería hacía buen efecto, dando la carga en la
retaguardia, y sufriéndola muy bien cuando el enemigo volvía a
dársela, con todas sus escuadras. Con esto, los soldados de César
rogaban a los tribunos y centuriones que rogasen a
César, que sin tener cuenta con su trabajo y peligro de ellos, les
mandase pasar el río por donde lo habían pasado sus caballos.
Movido César de esto, aunque rehusaba poner al peligro de un río
tan grande como el Ebro su ejército, pero bien pensado, le
pareció que debía tentar el paso, y por esto sacó de todas sus
centurias los soldados más flacos, y de estos formó una legión, y
la dejó en guarda del bagaje y del fuerte que tenía a la orilla
del río de esta otra parte, y la demás gente lo pasó con esta
orden: que puso por lo alto del río muchas bestias que quebrantasen
la corriente, y por lo bajo mucha gente de a caballo, donde se
valiesen los que el ímpetu del agua trabucase; y esto fue
gran socorro para algunos, y de esta manera todos pasaron, sin
perderse ninguno, y eran las tres horas antes del amanecer cuando
hubieron acabado de pasar; y sucedió este día una cosa muy notable
y que solo la gran diligencia de César la pudo acabar, y fue, que su
campo, después de haber pasado el río del modo que queda dicho, con
gran trabajo y detenimiento, rodeó después mucho para volver a
tomar el camino para seguir a los enemigos, porque para pasarlo,
habían tomado el vado donde más extendido corría el río, y esto
era algunas millas más abajo del puesto donde Afranio y Petreyo
habían hecho su puente de barcas; y antes de llegar a los enemigos,
hubo de marchar seis millas, y habiendo partido los dos capitanes
antes de amanecer, ya a las tres horas de la tarde César les había
alcanzado. «No hay duda, dice Ambrosio de Morales, que todo este
ardor y vigorosa diligencia era de sus soldados; pero a él se debe
atribuír más de veras, pues se lo había enseñado, y con su gran
diligencia y presteza les daba ejemplo de ella.» Siendo preguntado
Alejandro Magno, cómo había dado fin a tan grandes hechos en
poco tiempo, dijo, que no dilatando nada para mañana; y Vegecio
dijo, que en las cosas de la guerra la diligencia y presteza
aprovechaban más que el esfuerzo. Todo esto entendió muy bien Julio
César, pues ninguna ocasión dejó pasar, así en esta como en otras
guerras, que no la tomase, y así vino a acabar cosas que parecían
imposibles y solo pudo en su diligencia salir con ellas.
Estaba
la gente de César muy ganosa de llegar a las manos con sus enemigos;
pero César, en quien había tanta prudencia como diligencia,
mandóles primero reposar y comer, porque no quiso que enflaquecidos
y cansados entraran en pelea; y aun después de haber descansado, los
detuvo otra vez, porque furiosos querían dar sobre los enemigos;
pero no pudieron, porque ellos se habían

ya puesto en lugar alto,
muy a su ventaja, y así por aquel día no hubo pelea alguna, antes
bien César se alojó muy cercano a ellos.
Estando a la otra
parte del Ebro, pasaron grandes cosas que cuenta el mismo César, que
no pertenecen a los pueblos ilergetes, de quien agora trato: y
después de haber mucho apretado a los pompeyanos, que siempre habían
tenido grandes esperanzas que, si pasaban Ebro, habían de hallar
grandes socorros; no hallando lo que pensaban, sino muy al contrario,
y que la caballería de César no les había dejado sosegar un punto,
no hallaron otro camino sino volverse a Tarragona o Lérida; pero por
estar Tarragona lejos, y haber de hacer grandes rodeos para escaparse
de César, escogieron ir a Lérida: pero porque el agua les costaba
muy caro, por ser toda aquella tierra muy seca y falta de aguas,
determinaron sacar un foso con buena fortificación desde su real,
hasta tomar dentro del fuerte el agua, para que nadie pudiese
estorbársela. Repartieron entre si ambos a dos los generales la
obra, y salieron lejos del real a continuarla. Con la ausencia de los
capitanes comenzaron los soldados a salirse del fuerte y hablar con
los de César, tratando de dársele, y muchos tribunos y centuriones
se vinieron a encomendar a César, y lo mismo hicieron los españoles
principales que estaban en el ejército, unos por rehenes y otros por
soldados; y aun el hijo de Afranio, por medio de Sulpicio,
legado de su padre, trató con César de que perdonase a él y a su
padre.
Era la alegría y regocijo común a todos; a los de
Pompeyo, porque presto confiaban verse fuera de peligro, y a los de
César, porque tan fácilmente y sin gota de sangre habían acabado
una guerra tan difícil y cruel, y todos loaban mucho a César, por
haber escusado tanto derramamiento de sangre, con no haber querido
pelear, y todos conocieron cuán acertados eran los consejos y
resoluciones suyas.
Estos abocamientos y tratos tomaron los dos
capitanes de diferente manera, porque Afranio dejó la obra comenzada
y se retiró a su real, esperando el suceso que había de tener el
perdón que su hijo había pedido a César; Petreyo lo tomó muy a
mal, y a los que platicaban con los de César los hizo retirar, y de
los de César mató todos los que pudo; y vuelto a su real,
rogaba a todos que mirasen por la honra de Pompeyo, y que no
quisiesen darla a su enemigo; y él y los tribunos y centuriones, y
el mismo Afranio, movidos del llanto de Petreyo, de nuevo juraron
obediencia a Pompeyo y que no desampararían el ejército y no harían
cosa sin consejo público y voluntad de todos; y tras esto mandaron
que quien tuviese soldados de César los llevase allá, y todos los
que se trajeron, con horrible crueldad fueron degollados; y muchos
hubo que los escondieron, y venida la noche, los echaron con grande
secreto por encima de los reparos. Con este rigor que usaron los
capitanes de Afranio, y con el juramento que tomaron a la gente de
guerra, ya no hablaban de darse, sino que todos muy ganosos mostraban
querer continuar la guerra. Pero César no lo hizo así, sino que
mandó buscar los soldados de Pompeyo que habían entrado en sus
reales, mientras duraba la plática, y muy benignamente mandó que se
volviesen a los suyos, aunque algunos de los tribunos y centuriones
se quisieron quedar con él de buena gana, de quien recibieron
después mucha honra y merced.
Petreyo y Afranio, que conocieron
que en aquel puesto donde estaban no se podían sustentar, levantaron
su campo y caminaron a Lérida, y César les fue con su caballería
siguiendo, sin dejarles reposar un punto; y les fue necesario, para
reposar del cansancio que llevaban, asentar su real en un lugar muy
desconveniente y entre muchas incomodidades. Era la mayor
faltarles de todo punto el agua, y es aquel suelo tan falto de ella,
que, aunque caven pozos, no se halla: falta que padecen casi todas
aquellas comarcas de la ciudad de Lérida. Aquí llegaron a tal
aprieto, que no pudieron hallar remedio alguno a sus necesidades; y
César holgaba de ello, porque no iba tras de vencerles en batalla,
sino que ellos voluntariamente se diesen, porque así mejor campease
su clemencia y piedad; y así se le hubieron de dar. Para esto
pidieron Afranio y Petreyo hablar, y que esto fuese entre los
capitanes solos, sin que los ejércitos estuviesen presentes; pero
César quiso que fuese público, y tomó al hijo de Afranio por
rehenes, y juntos los dos ejércitos, Afranio habló, disculpándose
de haberse detenido contra César hasta aquel punto, pero que, como a
lugarteniente que él era de Pompeyo, había de mantener la fé y
lealtad a su mayor todo el tiempo que pudiese; y él había ya
cumplido con su deber, según eran testigos las necesidades y
trabajos que habían sufrido, y que no podían ya más, ni el dolor y
el pesar en el ánimo, ni la fatiga y trabajo en el cuerpo; y así se
le rendían como a vencidos y le pedían les perdonase, usando con
ellos de clemencia, y no de lo que la victoria le permitía y ellos
habían merecido.
César le respondió reprendiéndole por haber
impedido la paz que sus soldados habían deseado y procurado, y haber
muerto, tratándose de ella, algunos de sus soldados que pudieron
haber a las manos, y les representó que, por su soberbia, venían a
pedir ahora con humildad lo que primero menospreciaron con desdén;
que él, no movido de su humildad y abatimiento, ni ufano con aquel
buen suceso, les pedía que despidiesen aquel ejército que tantos
años habían sustentado contra él sin causa ni razón, y que
saliesen de España, para que pudiese reposar del cansancio que le
había dado aquella tan larga y penosa guerra, superflua y
voluntaria; y que esto era lo que les pensaba conceder, y no otra
cosa alguna. Los soldados de Afranio y Petreyo quedaron muy alegres
de lo que César les había concedido, y siempre habían pensado que
se había de llevar muy riguroso con ellos, y estorbaron a los
capitanes que no altercasen sobre esto, sino que se contentasen de lo
que tenían, y así que los despidiesen, porque toda dilación les
era muy enfadosa; y despidieron luego todos los soldados españoles o
que tenían casa o hacienda en España, y César les prometió que no
compeliría a ninguno de ellos que le sirviera en la guerra, y que
los soldados italianos fuesen despedidos, y que Afranio saliese del
todo de España y se pasase a Grecia, donde en aquel tiempo estaba el
gran Pompeyo.