Fabuloso entierro de las lápidas romanas en Valencia a principios del siglo XVI.
Mi querido hermano: Cumpliendo con lo prometido en la carta anterior, voy a contarte la conversación que tuve con el amigo, volviendo de Portaceli a Valencia, sobre las inscripciones romanas de esta ciudad. Para evitar repeticiones de dijo y dije, señalaré las palabras suyas con la letra N, y las mías con la A.
N. Y ¿qué diremos de las innumerables inscripciones que han perecido, las cuales, conservadas, ilustrarían la historia antigua, y honrarían este país, que tanto codiciaron los romanos?
A. Es cierto que hubo un tiempo (1) de ira en la antigüedad en que se desfiguraban las inscripciones, al cual sucedió después otro tiempo de ignorancia en que el pueblo, con dolor de los sabios (2), no conociendo el precio de estas reliquias de la antigüedad, las destruía de todo punto, o las enterraba en los cimientos de los edificios.
N. ¿El pueblo dice V.? los magistrados, la gente sabia, si es que merecían este nombre, fueron en algún tiempo autores de este daño. ¿No sabe V. lo que aquí mismo aconteció a principios del siglo XVI? ¿que por consejo, y a instancias del valenciano Juan Celaya, doctor parisiense, mandaron los jurados que se enterrasen en los cimientos del puente que llaman de serranos todas las lápidas romanas que entonces había en esta ciudad, temerosos de que la afición con que eran miradas por algunos degenerase en gentilismo?
A. Bien sé que eso se ha dicho, pero también sé que son hablillas y fábulas despreciables. Ni en la ilustración de aquel siglo pudo caber tanta barbarie, que de los nombres de los dioses esculpidos en piedras muertas, temiese el magistrado la restauración del gentilismo. Yo creo que esta es fábula.
N. Esa es conjetura muy débil; no basta para tener por fábula una opinión autorizada con el testimonio de tantos escritores.
A. ¿Qué escritores?
N. ¿Pues ignora V. que aseguran este hecho Escolano (lib. IV. c. 12.), Nicolás Antonio (Bibl. nov. t. I. p. 593), Rodríguez (Bibl. valent. p. 251.), Ximeno (Bibl. scrip. valent. tom. I. p. 107.), Mayans (Epístola XXIII.), Ortí y Sales en su Turiae marmor. (p. 42.), casi todos valencianos, es decir, interesados en quitar a su patria, si posible fuera, este borrón?
A. ¡Gran nube de testigos! pero comencemos suponiendo que la autoridad de todos ellos no pesa más que la de uno solo. Todos citan a Escolano, y se refieren a él en este hecho, con cuya noticia enriqueció el primero de todos la historia de este reino. De suerte que la autoridad de Escolano es la única que debe examinarse en esta materia; y si ella fuere de ningún peso en este punto, como yo creo que lo es, ya ve V. lo que quedará de los otros escritores.
N. Desearía que fuese así; mas no alcanzo por donde pueda minarse la autoridad de Escolano, que tan decididamente habla en esta materia (a).
(a) Las palabras de Escolano son estas: “ A nuestro gran filósofo Núñez… le oímos muchas veces confesar que algunas de las piedras de Valencia, le habían alumbrado y servido de faraute para penetrar algunos lugares incógnitos de Plinio y de Suetonio Tranquilo. Pero lloraba sobre ellas la sencilla piedad de un gran teólogo parisiense de nuestra nación, llamado el maestro Juan Salaya, que viendo hacer a los curiosos tanta estima de estas piedras romanas, se le antojó que volvía por aquel camino a retoñecer la gentilidad, y el adorar estatuas y dioses de piedra; y para quitarlas que no sirviesen de tropiezo, requirió a los regidores de la ciudad que las mandasen recoger; y pues abrían las zanjas para los cimientos de la puente de los Serranos (que sería por el año de mil quinientos y diez y ocho) las enterrasen en ellas. Pesó más su autoridad que las piedras; y quedaron desde entonces infinitas sepultadas con notable agravio de la antigüedad.” (Hist. de Valencia lib. IV. cap. 12.)
A. Pues yo tengo a mano argumentos para contrarrestarla; de los cuales diría algunos, si no temiera molestar a V.
N. Todo lo contrario; yo deseo saber la verdad, y poderla apoyar con argumentos sólidos y bien apurados.
A. Está bien; lo primero que salta a los ojos es el silencio de todos los documentos coetáneos al supuesto entierro de las piedras. Un hecho tan ruidoso como es desencajar infinitas piedras, asentadas ya muy de antiguo en las paredes y lugares públicos de la ciudad; ejecutado a instancias de un hombre tan célebre como Celaya; siendo verosímil que precediesen muchos debates, y resistencia por parte de los aficionados a este estudio, que los había allí, como dice Escolano: un hecho digo de esta naturaleza no podía dejar de quedar escrito en los manuales, donde se notaban con extensión las deliberaciones del Consejo general. Mas yo he registrado con gran prolijidad los libros de aquellos tiempos que se conservan íntegros, y ni rastro siquiera se halla de tal cosa, aun donde tratan de la ruina del puente y de los medios para repararle.
N. Argumento negativo es, pero de mucho peso.
A. Es más de lo que parece; aquí hay que considerar que el rey D. Jayme I de Aragón estableció por fuero que Valencia fuese en todo gobernada por los jurados, con el parecer y deliberación de los prohombres; de suerte que sin su consentimiento y aprobación no se quitó jamás ni alteró cosa alguna de los edificios públicos. Los manuales desde el año 1306 hasta el presente están llenos de licencias, mandatos &c. con que el magistrado autorizaba en esta parte hasta las más ligeras alteraciones. Es esto tanta verdad, que habiendo el obispo D. Hugo de Fenollet alcanzado permiso del rey D. Pedro el IV de Aragón para construir a sus expensas un pasadizo desde su palacio a la catedral, para servirse de él en tiempo de lluvias y vientos; a pesar de la licencia real, de la dignidad de la persona y del justo motivo de la pretensión, se resistió el Consejo general a dar su permiso, hasta que al cabo de mucho tiempo, vino en ello por respeto a las personas que mediaron. Otro hecho diré todavía más convincente. En el año 1339 Fr. Jayme Just, administrador del hospital de los Beguines, fabricó en él un soportal, cerrándole con verjas de madera, sin preceder licencia del Consejo general: resistióse este de ello, en el que se celebró en 27 de junio del mismo año, la mayor parte de los vocales fueron de parecer que se derribase lo fabricado. Mas en consideración al gasto hecho, y a que el fin del administrador fue dar algún desahogo y alivio a los enfermes (per tal que los malalts del dit espital de día pusquessen aver aqui algun refrigeri;) se contentaron con apercibirle y mandarle suspender la obra, y que en caso de ruina no la reedificase. Tan celosos eran de su autoridad los jurados, y tan puntuales los escribanos de sala en dejar escritas las deliberaciones y circunstancias de cosas tan menudas. ¿Cómo era posible que se omitiese estotro (este otro) hecho de tanta conseqüencia (consecuencia)?
N. Verdaderamente hace fuerza esta razón; y más que en el tal negocio, como V. dijo, no habría sólo pedir Celaya, y consentir los jurados; sino que los estudiosos de la antigüedad, viendo que iban a quedar privados de aquellas memorias, y la ciudad afeada con este borrón, precisamente debieron representar, o insinuarse por medio de los prohombres, para que el Consejo general no consintiese en ello. Y así el no hallarse nada escrito, da que sospechar, a no ser que por algún incidente que ignoramos, no se escribiesen estas memorias.
A. Sea así enhorabuena; no quiero empeñarme en ello. Mas agregue V. a estas conjeturas el silencio de Pedro Antón Beuter, que vivió hasta la mitad del siglo XVI, y debió hallarse presente al supuesto entierro de las piedras siendo ya entrado en edad. Y cierto que se le ofreció más de una ocasión para decirlo, y para quejarse de ello, si tal hubiera, siendo como lo fue, muy dado al estudio de estas antiguallas. Mas lejos de hallarse en sus escritos memoria de tal cosa, por lo contrario celebra y como que se regala, acordando las muchas piedras que quedaron de los romanos. En la dedicatoria de la crónica castellana decía a los jurados: “Muchos años ha, magníficos señores, que a petición de los que entonces tenían el regimiento de la ciudad, entendí en compilar un libro de las antigüedades, que en este reyno acaecieron, por buenos y justos respetos. Y como buscando con grandísimo trabajo este propósito en los antiguos escritores, y reconociendo las piedras escritas que de aquellos tiempos quedan aún por memoria &c.” Esto es de Beuter.
N. Buena ocasión por cierto para quejarse de un hecho que le privaba de tantos auxilios, que le vinieran muy bien para el desempeño de su encargo.
A. Pues aún es mas notable lo que dice en la dedicatoria de la parte II de la misma crónica: “Sabemos que los romanos no conquistaron el mundo, sin que el español anduviese entre ellos. Quédannos los montones de piedras, memoriales de los excelentes españoles que fueron en aquel tiempo, con que labramos nuestras casas, empalagados de dar razón de estas cosas a los extranjeros que nos la piden.” Aquí se ve que veinte o treinta años después del supuesto entierro había montones de piedras en Valencia, cuyos moradores se gloriaban de mostrarlas y dar razón de ellas a los extranjeros.
N. Vea V. como retoñecía el gentilismo.
A. Sí, y son tantas las piedras que el mismo Beuter copió y explicó en sus libros, y las que hacinan Escolano, Diago y otros, que no sé qué decirme de la supuesta proscripción. Porque si esta se hizo por un motivo tan piadoso cual es evitar el peligro de la idolatría, ninguna inscripción gentílica debía quedar exceptuada. Y la primera que para dar exemplo debió haber sufrido el anatema, es la que ya entonces se hallaba en la esquina de la casa de ayuntamiento, copiada por Escolano, col. 787. Y siendo una prohibición religiosa, debieran ante todas cosas haber requerido al arzobispo o cabildo, para que fuese el primero en quitar y enterrar las inscripciones que había en la iglesia catedral. Mas no fue así; antes consta que estas permanecieron en su lugar hasta los tiempos de D. Fr. Isidoro Aliaga, el cual (como dice Vicente del Olmo en su Litología cap. 7.) “mandó picar y borrar las piedras que estaban en la iglesia mayor. Y aunque no se podía recelar riesgo alguno de renovarse en ellas el culto que en tiempo de los romanos tuvieron; pero juzgó por indecente que inscripciones tan profanas ocupasen lugar tan sagrado y eminente, dejando las demás que vemos en otros lugares públicos.”
N. Este si que es verdadero entierro de piedras antiguas; pero acaso estarían tan encajadas en el edificio, que para quitarlas de allí no quedaría más arbitrio que borrarlas.
A. Así parece; quiso además este prelado cumplir con lo prevenido en el concilio provincial del señor Ayala de 1565. sess. IV. cap. 7. que tiene este título: Quae sapiunt gentilitios ritus è templis removenda: y no hay más.
N. En resolución, lejos de haber desaparecido las infinitas piedras romanas, se va desvaneciendo la calumnia con que hasta aquí se había desdorado el nombre de Juan de Celaya.
A. Yo por tal tengo el dicho de Escolano. Era Celaya hombre de mucho saber, y de gran crédito y autoridad en Francia; muy querido del Emperador Carlos V y de su corte; tratado con mucha distinción por los jurados de Valencia, los cuales con el deseo de que se quedase en ella, suprimieron para dotarle bien, siete cátedras de la universidad; hiciéronle su rector perpetuo, con otras mil honras, que acaso despertaron la envidia de alguno para zurcir (urdir) esta novela, y achacarle un hecho incompatible con todas estas circunstancias.
N. ¿Pues qué Celaya era de Valencia?
A. Sí señor: y dejó su patria muy mozo para ir a París, en cuya universidad se hallaba ya graduado de doctor el año 1494, cuando admitió por criado al célebre Juan Martínez Siliceo, que después fue cardenal arzobispo de Toledo.
N. A fe que tengo yo copia de los cincuenta y tres cargos que hizo a este cardenal el capítulo toledano, y la respuesta también y satisfacción que dio aquel prelado a cada uno de ellos: buenos documentos para la historia de aquel tiempo, y señaladamente de la iglesia de Toledo.
A. Pues Celaya, después de haber enseñado en aquella universidad, sirvió el oficio de vicario general en diferentes obispados de Francia; fue llamado a la corte del emperador, de quien recibió algunas cartas y otras muestras de estimación, como él mismo lo confiesa en la dedicatoria del tom. 2. de los Sentenciarios: “Pro tuam (dice) caesaream majestate et regiam munificentiam non mediocribus ornamentis me decorasti: quod ad sacram tuam aulam vocaveris, et postea per litteras rectam tuam in me benignitatem significaveris.”
N. Muy en la memoria tiene V. todas estas menudencias.
A. No ha mucho tiempo que estudié con cuidado este punto en las Observaciones a las antigüedades de Valencia, que dejó escritas el P. Fr. Josef Texidor, de mi orden, las cuales se conservan en nuestro convento; de él son casi todas las reflexiones que llevo hechas, y muchas de las que quedan por hacer. Pero volviendo a nuestro asunto, ¿le parece a V. verosímil que un hombre tan acreditado como Celaya, olvidando lo que había aprendido en París, y desentendiéndose de su propia honra, persuadiese una cosa tan bárbara, que ni siquiera soñaron sus mayores, aun en siglos menos ilustrados?
N. No es regular; pero como la piedad teme justamente en ciertos lances el abuso que nace de la falta de ilustración, no sería extraño que Celaya recelase en su patria sobre esto daños que no se habían temido hasta entonces.
A. Bien pudo ser así; pero ¿y si constase que no estaba aquí Celaya al tiempo del supuesto entierro de las piedras?
N. O! si eso se pudiera probar….
A. Pues oiga V.: el mismo Escolano fija la época de ese entierro en el año 1518, y debió de ser muy en sus principios, y acaso a fines del antecedente; porque la avenida del río, que derribó la puente de serranos, fue a 26 de Septiembre de 1517; y en Noviembre del mismo año ya se trataba de reedificarle. Luego si fuera cierto que en todo el año 1517, ni en el siguiente, no había aún venido Celaya a Valencia, quedaría vindicado su honor. Pues a mi parecer esto se infiere de lo que él mismo dice en el tom. 1.° de los Sentenciarios, hablando con su mecenas D. Miguel Cavanilles, gobernador de Valencia: “Animus (le dice) verè tibi devinctissimus est pro tuis erga me vel maximis meritis, quibus me et Parrhisiis olim prosecutus es, cum honorificentissimam apud Galliarum principem legationem catholici regis nomine obiisti.” Esta embajada de Cavanilles en Francia, o fue con ocasión de la paz que Carlos V y Francisco I concertaron en Noyon en 1516, y se ratificó el año siguiente; o acaso duró lo que duró esa paz hasta los años 1520, en que Francisco I, privado de la corona de Alemania a que aspiraba, declaró abiertamente el enojo con que miraba a su competidor. De todos modos Celaya estuvo muy de asiento en París, por lo menos todo el año 1517. Por otra parte consta casi con evidencia que permaneció en Francia hasta muy cerca del año 1525, en el cual los jurados de Valencia escribieron al emperador Carlos V, hablando de la venida de Celaya a esta ciudad como de una cosa reciente. Ha de ver V. esta carta cuando lleguemos a Valencia, porque es el panegírico más cumplido de la ilustración de este doctor, y del aprecio con que le trataron (a: V. apénd. V). En suma dicen los jurados que había venido a ver a su madre y deudos, y que era llamado a la corte del emperador, al cual muestran el más vivo deseo de que este docto varón se quedase para siempre en su patria; porque de él esperaban la reforma de los estudios, y grande adelantamiento en la reciente universidad. Mas como no podían proporcionarle honorario que igualase al que disfrutaba en Francia, donde tenía una dignidad que le redituaba setecientos ducados, y era además vicario general de diez diócesis, de todo lo cual juntaba cada año más de mil ducados; por tanto suplicaban al emperador le diese el canonicato que su majestad tenía en esta catedral, de cuyas rentas nada percibía sino cuando estaba en esta ciudad, y juntamente le mandase no volver más a Francia. No sabemos si efectivamente se le dio esa prebenda; pero consta que permaneció desde entonces aquí, y que le nombraron rector perpetuo de la universidad, contra lo que en sus recientes estatutos estaba mandado, que fuese este oficio trienal. De suerte que sobre no caber en un hombre tan erudito el absurdo que se le imputa, es claro que estando recién venido de Francia en el año 1525, no podía aconsejar ni persuadir lo que se supone hecho siete años antes.
N. Acaso dirán que los jurados dilataron todo este tiempo el hacer esta gestión.
A. No cabe eso; pues por estos años buscaban los jurados para su universidad doctores de gran fama, y los convidaban con decentes honorarios. Así en 1521 instaron al P. Fr. Juan de Salamanca, de mi orden, que se hallaba en la corte del emperador, para que viniese a regentar una cátedra de teología. He visto la carta que le escribieron en el tomo 41 de las de esta ciudad en su archivo. Portándose así los jurados con un forastero, ¿se hace creíble que dilatasen siete años la misma solicitud, respecto de un hijo de esta ciudad, tan estimado y respetado por ella, que sólo su dicho la movió, como suponen, a enterrar los monumentos romanos ?
N. No es creíble. Y acaso no le conocerían los jurados sino por una vaga y obscura noticia de su nombre.
A. No le conocían hasta que vino y le oyeron predicar: y añaden en la carta que este maestro se quedaría gustoso en Valencia; lo cual no dijeran si estaba ya en ella casi siete años. Además que la dignidad y los oficios que en Francia tenía, no permiten suponer tan larga ausencia. Con que no podemos juzgar que Celaya fuese autor de semejante cosa; y que todo ello es un atadijo de ficciones mal digeridas.
N. Pero V. hasta ahora no se ha hecho cargo de la autoridad del gran filósofo Juan Núñez, a quien Escolano oyó referir y lamentar muchas veces esta preocupación y sencilla piedad de Celaya.
A. Este es el único testigo que alega aquel escritor. Pero es testigo que nació en 1529, once años después del supuesto entierro; por consiguiente que adquirió esta noticia de otro, que no se sabe quien sea. Pues ¿en qué seso cabe por un motivo tan débil, dar por cierto un hecho de tanta entidad, y contra el cual están clamando el silencio de los documentos donde debiera constar, los montones de piedras romanas que Beuter después del año 1518 asegura que existían en Valencia, y las que el mismo Núñez confiesa que le habían alumbrado y servido de faraute (herault; heraldo, traductor, intérprete) para penetrar algunos lugares incógnitos de Plinio y Suetonio Tranquilo? Aun yo hallo que Escolano emplea cinco largos capítulos del lib. IV. en la explicación de muchísimas lápidas conservadas dentro de la ciudad; de las cuales algunas son dedicatorias a las Parcas, Serapis, Esculapio y otros héroes de la gentilidad, y casi todas puestas ya de muy antiguo en lugares públicos, donde es de todo punto inverosímil que las ignorase el magistrado. ¿Pues cómo pudo persuadirse este escritor que aquel sabio cuerpo mandase enterrar infinitas piedras para precaver que retoñeciese el gentilismo, cuando dejaba a la vista del publico otras muchas de que podía recelar igual riesgo? Esta reflexión tan obvia debía ser para Escolano de mucho más peso que las lágrimas de Núñez; ya que no quiso detenerse en averiguar si Celaya estaba o no en Valencia al tiempo de zanjar los cimientos del puente de serranos.
N. Amigo, confieso a V. que antes pisaba yo aquella puente con respeto, considerando los preciosos cimientos que la sustentaban; pero de hoy más la pisaré con miedo, como edificio fundado sobre una fábula.
A. Trate V. la fábula como ella se merece; y vamos a pasar esa puente sin el temor y respeto que V. dice, sino admirando su buena y sólida construcción, y el punto hermoso de vista que desde ella se descubre.
N. He oído que un hábil paisista de esta ciudad está preparando para grabar algunas de las vistas excelentes de que abundan sus contornos.
A. Así debiera ser; que pues en nada ceden las nuestras a las que nos venden los extranjeros, a lo menos servirían para resarcirnos de las sumas cuantiosas que ellos nos sacan con este género de comercio, vendiéndonos tal vez cosas arbitrarias. Dios nos dé más patriotismo.
Aquí tuvo fin el viaje y la conversación, y lo tiene también la carta. A Dios.
NOTAS Y OBSERVACIONES.
(1) Hubo un tiempo de ira en la antigüedad en que se desfiguraban las inscripciones. Los romanos solían borrar de las inscripciones los nombres de aquellas personas públicas que se habían granjeado la aversión popular. Así escribe Suetonio que el senado romano se alegró tanto de la muerte de Domiciano, ut novissimé eradendos ubique titulos, abolendamque omnem memoriam decerneret, lo cual declarando Macrobio (Saturnal. lib. I. cap. XII.) dice que se borró el nombre de aquel emperador ex omni aere vel saxo. De Cómodo cuenta también Lampridio (in Commod. c XVII.) que mandó el senado borrar su nombre, alienis operibus incissum. Otros tales ejemplos pueden verse en el índice Gruteriano (Cap. XVII. litt. N.) donde pone la lista de las personas famosas, cuyos nombres fueron quitados de las inscripciones y otros públicos monumentos. Con esto cuadra lo que observan Reinesio (Epist. 69. ad Rupertum pág. 612.) y Perizonio (Dissertat. trias. pág. 22.) sobre una inscripción en que por mandato de Caracalla fueron borrados los nombres de Fulvia Plautila Aug. y de su padre L. Fulvio Plautiano, que era de la familia fulvia, como contra Panvinio y otros lo demostraron el cardenal de Noris (Epoch. Syromacedonum Diss. V. cap. III.) y Pagi (Crit. Baron. ann. CXCIX. n. 4. 5.) por las causas que indica Justo Fontanini De antiquit. Hortae lib. I. Cap. III. Véanse las observaciones de Noris (Epist. consular. pág. 15.) sobre el nombre M. Furii Camilli Scriboniani mandado borrar de una inscripción del año XXXII de Cristo, publicada por Grutero (CXIII. 2.) y Escalígero (De emend. tempor. lib. V. pág. 385.). Mucho se hubiera ilustrado este punto con el tratado De inscriptionibus decreto publico erasis (inglés erase : borrar) que tenía meditado Fontanini, y no sé si llegó a publicarse.
(2) No conociendo el precio de estas reliquias de la antigüedad. De la utilidad de las inscripciones y del uso de ellas en la historia y la cronología han escrito varios eruditos modernos, especialmente los colectores de estos monumentos, cuyos nombres pueden verse en el Catálogo de la biblioteca bunaviana part. II. lib. VI. desde la pág. 1003. Entre ellos merece distinguido lugar Jano Grutero, cuya copiosa colección de inscripciones ilustrada con los exactos índices de Josef Escalígero (V. Scalig. Epist. 413. seq. à pág. 703.) y aumentada con el suplemento de Jacobo Sponio, ha dado gran luz para aclarar varios puntos dudosos en esta materia. Igual beneficio hicieron la obra intitulada: Monumenta sepulcralia clarorum virorum per totum fere orbem impresa en Francfort en 1585, y otra de Pedro Andrés Canonherio publicada en Antuerpia (Amberes, Antwerpen) en 1614, con el título: Flores illustrium epitaphiorum totius Europae.
A estos pueden añadirse los editores de epitafios y otras inscripciones que se conservan en diversas ciudades y provincias: Francisco Sweertio, que publicó (en Antuerpia 1613.) Monumenta sepulcralia Brabantiae: Juan Grossio, que imprimió (en Basilea 1622) Urbis Basileae (Basel, en Suiza) epitaphia et inscriptiones, obra continuada después por Juan Toniola en 1661: Jorge Gualtero, cuya es la Collectio inscriptionum et tabularum Siciliae atque Brutiorum (impresa en Mesana 1624). Daniel Praschio, que en el mismo año publicó en Ausburgo Epitaphia augustana vindelica: Pablo Aringho, que ilustró muchas inscripciones en su Roma subterránea (Rom. 1651).
Ilustraron también esta materia el cardenal de Noris, que escribió Caii et Lucii caesarum (Cayo y Lucio) cenotaphia pisana: Sertorio Ursato Monumenta patavina: Juan Seldeno Marmora arundeliana: Miguel Potembeck Epitaphia noribergensia: Andrés Sennerto Athenae et inscriptiones witembergenses: Gisberto Cupero Sylloge variarum veterum inscriptionum; y otros muchos, cuyo ejemplo, seguido en España, daría a los extranjeros las noticias originales de su historia literaria que no tienen, por cuya falta caen en grandes equivocaciones acerca del estado antiguo, civil y eclesiástico de nuestras provincias.