Castellano, paraíso, Canto XXIII

CANTO XXIII


Igual que el ave, entre la amada fronda,


que reposa en el nido entre sus dulces


hijos, la noche que las cosas vela,


que, por ver los objetos deseados


y encontrar alimento que les nutra


una dura labor que no disgusta ,


al tiempo se adelanta en el follaje,


y con ardiente afecto al sol espera,


mirando fijo a donde nace el alba;


así erguida se hallaba mi señora


y atenta, dirigiéndose hacia el sitio


bajo el que el sol camina más despacio:


y viéndola suspensa, ensimismada,


me puse como aquel que deseando


algo que quiere, se calma en la espera.


Mas poco fue del uno al otro instante


de que esperara, digo, y de que viera


que el cielo más y más resplandecía;


Y Beatriz dijo: «¡Mira las legiones


del triunfo de Cristo y todo el fruto


que recoge el girar de estas esferas!»


Pareció que le ardiera todo el rostro,


y tanta dicha llenaba sus ojos,


que es mejor que prosiga sin decirlo.


Igual que en los serenos plenilunios


con las eternas ninfas Trivia ríe


que coloran el cielo en todas partes,


vi sobre innumerables luminarias


un sol que a todas ellas encendía,


igual que el nuestro a las altas estrellas;

y por la viva luz transparecía


la luciente sustancia, tan radiante

a mi vista, que no la soportaba.


¡Oh Beatriz, mi guía dulce y cara!


Ella me dijo: «Aquello que te vence


es virtud que ninguno la resiste.


Allí están el poder y la sapiencia


que abrieron el camino entre la tierra


y el cielo, tanto tiempo deseado.»


Cual fuego de la nube se desprende


por tanto dilatarse que no cabe,


y contra su natura cae a tierra,


mi mente así, después de aquel manjar,


hecha más grande salió de sí misma,


y recordar no sabe qué se hizo.


«Los ojos abre y mira cómo soy;


has contemplado cosas, que te han hecho


capaz de sostenerme la sonrisa.»


Yo estaba como aquel que se resiente


de una visión que olvida y que se ingenia


en vano a que le vuelva a la memoria,


cuando escuché esta invitación, tan digna


de gratitud, que nunca ha de borrarse


del libro en que el pasado se consigna.


Si ahora sonasen todas esas lenguas


que hicieron Polimnia y sus hermanas


de su leche dulcísima más llenas,


en mi ayuda, ni un ápice dirían


de la verdad, cantando la sonrisa


santa y cuánto alumbraba al santo rostro.


Y así al representar el Paraíso,


debe saltar el sagrado poema,


como el que halla cortado su camino.


Mas quien considerase el arduo tema


y los humanos hombros que lo cargan,


que no censure si tiembla debajo:


no es derrotero de barca pequeña


el que surca la proa temeraria,


ni para un timonel que no se exponga.

«¿Por qué mi rostro te enamora tanto,

que al hermoso jardín no te diriges

que se enflorece a los rayos de Cristo?


Este es la rosa en que el verbo divino


carne se hizo, están aquí los lirios


con cuyo olor se sigue el buen sendero


Así Beatriz; y yo, que a sus consejos


estaba pronto, me entregué de nuevo


a la batalla de mis pobres ojos.


Como a un rayo de sol, que puro escapa


desgarrando una nube, ya un florido


prado mis ojos, en la sombra, vieron;

vi así una muchedumbre de esplendores,

desde arriba encendidos por ardientes

rayos, sin ver de dónde procedían.


¡Oh, benigna virtud que así los colmas,


para darme ocasión a que te viesen


mis impotentes ojos, te elevaste!


El nombre de la flor que siempre invoco


mañana y noche, me empujó del todo


a la contemplación del mayor fuego;


y cuando reflejaron mis dos ojos


el cuál y el cuánto de la viva estrella


que vence arriba como vence abajo,


por entre el cielo descendió una llama


que en círculo formaba una corona


y la ciñó y dio vueltas sobre ella.


Cualquier canción que tenga más dulzura


aquí abajo y que más atraiga al alma,


semeja rota nube que tronase,


si al son de aquella lira lo comparo


que al hermoso zafiro coronaba


del que el más claro cielo se enzafira.


«Soy el amor angélico, que esparzo


la alta alegría que nace del vientre


que fue el albergue de nuestro deseo;


y así lo haré, reina del cielo, mientras


sigas tras de tu hijo, y hagas santa


la esfera soberana en donde habitas.»

Así la melodía circular


decía, y las restantes luminarias

repetían el nombre de María.


El real manto de todas las esferas


del mundo, que más hierve y más se aviva


al aliento de Dios y a sus mandatos,


tan encima tenía de nosotros


el interno confín, que su apariencia


desde el sitio en que estaba aún no veía:


y por ello mis ojos no pudieron


seguir tras de esa llama coronada


que se elevó a la par que su simiente.


Y como el chiquitín hacia la madre


alarga, luego de mamar, los brazos


por el amor que afuera se le inflama,


los fulgores arriba se extendieron


con sus penachos, tal que el alto afecto


que a María tenían me mostraron.


Permanecieron luego ante mis ojos


Regina caeli, cantando tan dulce


que el deleite deno se partía.


¡Ah, cuánta es la abundancia que se encierra


en las arcas riquísimas que fueron


tan buenas sembradoras aquí abajo!


Allí se vive y goza del tesoro


conseguido llorando en el destierro


babilonio, en que el oro desdeñaron.


Allí triunfa, bajo el alto Hijo


de María y de Dios, de su victoria,


con el antiguo y el nuevo concilio


el que las llaves de esa gloria guarda.