Castellano, paraíso, Canto XXXIII (FIN)

CANTO XXXIII


«¡Oh Virgen Madre, oh Hija de tu hijo,


alta y humilde más que otra criatura,


término fijo de eterno decreto,


Tú eres quien hizo a la humana natura


tan noble, que su autor no desdeñara


convertirse a sí mismo en su creación.


Dentro del viento tuyo ardió el amor,


cuyo calor en esta paz eterna


hizo que germinaran estas flores.

Aquí nos eres rostro meridiano


de caridad, y abajo, a los mortales,

de la esperanza eres fuente vivaz.


Mujer, eres tan grande y vales tanto,


que quien desea gracia y no te ruega


quiere su desear volar sin alas.


Mas tu benignidad no sólo ayuda


a quien lo pide, y muchas ocasiones


se adelanta al pedirlo generosa.


En ti misericordia, en ti bondad,


en ti magnificencia, en ti se encuentra


todo cuanto hay de bueno en las criaturas.


Ahora éste, que de la ínfima laguna


del universo, ha visto paso a paso


las formas de vivir espirituales,


solicita, por gracia, tal virtud,


que pueda con los ojos elevarse,


más alto a la divina salvación.


Y yo que nunca ver he deseado


más de lo que a él deseo, mis plegarias


te dirijo, y te pido que te basten,

para que tú le quites cualquier nube


de su mortalidad con tus plegarias,


tal que el sumo placer se le descubra.


También reina, te pido, tú que puedes


lo que deseas, que conserves sanos,


sus impulsos, después de lo que ha visto.


Venza al impulso humano tu custodia:


ve que Beatriz con tantos elegidos


por mi plegaria te junta las manos!»


Los ojos que venera y ama Dios,


fijos en el que hablaba, demostraron


cuánto el devoto ruego le placía;


luego a la eterna luz se dirigieron,


en la que es impensable que penetre


tan claramente el ojo de ninguno.


Y yo que al final de todas mis ansias


me aproximaba, tal como debía,


puse fin al ardor de mi deseo.

Bernardo me animaba, sonriendo

a que mirara abajo, mas yo estaba

ya por mí mismo como aquél quería:


pues mi mirada, volviéndose pura,


más y más penetraba por el rayo


de la alta luz que es cierta por sí misma.


Fue mi visión mayor en adelante


de lo que puede el habla, que a tal vista,


cede y a tanto exceso la memoria.


Como aquel que en el sueño ha visto algo,


que tras el sueño la pasión impresa


permanece, y el resto no recuerda,


así estoy yo, que casi se ha extinguido


mi visión, mas destila todavía


en mi pecho el dulzor que nace de ella.


Así la nieve con el sol se funde;


así al viento en las hojas tan livianas


se perdía el saber de la Sibila.


¡Oh suma luz que tanto sobrepasas


los conceptos mortales, a mi mente


di otro poco, de cómo apareciste,


y haz que mi lengua sea tan potente,


que una chispa tan sólo de tu gloria


legar pueda a los hombres del futuro;


pues, si devuelves algo a mi memoria


y resuenas un poco en estos versos,


tu victoria mejor será entendida.


Creo, por la agudeza que sufrí


del rayo, que si hubiera retirado


la vista de él, hubiéseme perdido.


Y esto, recuerdo, me hizo más osado


sosteniéndola, tanto que junté


con el valor infinito mi vista.


¡Oh gracia tan copiosa, que me dio


valor para mirar la luz eterna,


tanto como la vista consentía!


En su profundidad vi que se ahonda,


atado con amor en un volumen,


lo que en el mundo se desencuaderna:

sustancias y accidentes casi atados

junto a sus cualidades, de tal modo

que es sólo débil luz esto que digo.


Creo que vi la forma universal


de este nudo, pues siento, mientras hablo,


que más largo se me hace mi deleite.


Me causa un solo instante más olvido


que veinticinco siglos a la hazaña


que hizo a Neptuno de Argos asombrarse.


Así mi mente, toda suspendida,


miraba fijamente, atenta, inmóvil,


y siempre de mirar sentía anhelo.


Quien ve esa luz de tal modo se vuelve,


que por ver otra cosa es imposible


que de ella le dejara separarse;


Pues el bien, al que va la voluntad,


en ella todo está, y fuera de ella


lo que es perfecto allí, es defectuoso.


Han de ser mis palabras desde ahora,


más cortas, y esto sólo a mi recuerdo,


que las de un niño que aún la leche mama.


No porque más que un solo aspecto hubiera


en la radiante luz que yo veía,


que es siempre igual que como era primero;


mas por mi vista que se enriquecía


cuando miraba su sola apariencia,


cambiando yo, ante mí se transformaba.


En la profunda y clara subsistencia


de la alta luz tres círculos veía


de una misma medida y tres colores;


Y reflejo del uno el otro era,


como el iris del iris, y otro un fuego


que de éste y de ése igualmente viniera.


¡Cuán corto es el hablar, y cuán mezquino


a mi concepto! y éste a lo que vi,


lo es tanto que no basta el decir «poco».


¡Oh luz eterna que sola en ti existes,


sola te entiendes, y por ti entendida


y entendiente, te amas y recreas!


El círculo que había aparecido


en ti como una luz que se refleja,


examinado un poco por mis ojos,


en su interior, de igual color pintada,


me pareció que estaba nuestra efigie:


y por ello mi vista en él ponía.


Cual el geómetra todo entregado


al cuadrado del círculo, y no encuentra,


pensando, ese principio que precisa,


estaba yo con esta visión nueva:


quería ver el modo en que se unía


al círculo la imagen y en qué sitio;


pero mis alas no eran para ello:


si en mi mente no hubiera golpeado


un fulgor que sus ansias satisfizo.


Faltan fuerzas a la alta fantasía;


mas ya mi voluntad y mi deseo


giraban como ruedas que impulsaba


Aquel que mueve el sol y las estrellas.

FIN DE LA DIVINA COMEDIA EN CASTELLANO.

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