Tratado
cuarto.
Canción
tercera.
Las
dulces rimas de amor que yo solía
buscar
en mis pensamientos,
es
menester que deje, y no porque
no espere volver a ellas,
mas
porque los altivos actos
y desdeñosos que en mi dama
han
aparecido, cerrado hanme
el camino del hablar usual.
Y
pues que me parece que es tiempo de esperar,
depondré el suave
estilo
que
en el tratar de amor he usado;
del
valor hablaré,
por
el cual es el hombre en verdad noble,
con
rima áspera y sutil,
reprobando el juicio falso
y vil de los que
quieren que de la nobleza
sea
origen la riqueza.
Y
comenzando, llamo a aquel señor
que
en mi dama y en los sus ojos mora
por
el cual de sí misma se enamora.
Uno
imperó que quiso que Nobleza
conforme
a su entender,
fuese
antigua posesión, a sostener
con
bellos mandamientos.
Y
hubo otro de saber aún más liviano,
pues
que dicho tal revocó
y
la última partícula borró,
porque
tal vez él no la tenía.
Detrás
de éste van todos aquellos
que
ennoblecen a otro por la estirpe
que
de antiguo ha gozado de riqueza.
Y
así tanto ha durado
esa
falsa opinión entre nosotros,
que
llámasele noble
a
quien puede decir: «Yo he sido
hijo
o nieto de tal hombre valiente»,
aunque
eso nada valga.
Mas
vilísimo parece a quien mira la verdad,
quien ha descubierto el
camino y luego lo yerra,
de suerte que está muerto y anda por la
tierra.
Quien define: El hombre es un leño animado,
primeramente no dice verdad,
y
después no habla por entero.
Mas
tal vez no sé más.
Igualmente
quien tuvo imperio erró en el definir,
pues
que primero expone la mentira,
y de otra parte procede con
defecto.
Que
las riquezas -como se cree-
no
pueden dar nobleza ni quitarla,
porque
son viles por naturaleza.
Pues
quien pinta una figura,
si
no puede estar en ella,
no la puede exponer;
ni la enhiesta
torre
desvía
al río, que de lejos corre.
Por
viles se las tiene e imperfectas,
porque
aunque están guardadas,
no
dan tranquilidad, antes cuidados.
De
aquí que el ánimo recto y veraz,
por
su correr no deslumbra.
No
quieren que el villano noble se haga
ni
quien de padre villano descienda,
ningún
nacido que jamás noble se entienda.
Tal
lo confiesan ellos.
Por
lo cual, la razón es bien que se ofenda,
en tanto que se afirma
que
necesita la Nobleza tiempo,
y
así la definiendo.
Síguese,
pues, de cuanto llevo dicho,
que
todos somos nobles o villanos,
o
que no tuvo el hombre principio;
mas
yo a tal no consiento,
ni
ellos tampoco, no, si son cristianos,
que
al intelecto sano
manifiesto
es cuán son sus dichos vanos,
y
yo también por falsos los repruebo, / de ellos me aparto;
y
decir ora quiero, cual lo siento,
qué
es la nobleza y de dónde procede,
y
diré las señales que el noble ostenta.
Digo
que la virtud principalmente
procede
de una raíz,
virtud
entiendo que hace al hombre feliz en su ejercicio.
Es
ésta -según la Ética dice-
un
hábito de elección,
el
cual mora en el medio solamente,
y
las palabras pone.
Digo
que la nobleza en su razón
siempre
importa el bien de su sujeto,
cual
la villanía siempre importa el mal;
y
tal la virtud da siempre a otro de sí buen intelecto;
porque
en el mismo dicho
convienen
ambas y en el mismo efecto,
por
lo cual menester es que una de otra proceda,
o de un tercero las
dos;
mas
si la una lo que la otra vale,
y
aún más, de ella procederá más bien,
y
lo que he dicho aquí, téngase por supuesto.
Hay nobleza donde
quiera que hay virtud,
mas no virtud donde ella está;
lo
mismo que cielo es donde hay estrellas, y no la viceversa.
Así,
en las damas y en la edad juvenil
vemos
esta salud,
en
cuanto pudorosas se nos muestran,
lo
cual de la virtud es diferente.
Con
que vendrá como del negro el pérsico,
de ésta toda virtud,
o
su generación, como antes dije.
Más
nadie se envanezca
diciendo:
«Yo la tengo por mi estirpe;
porque
son como dioses
los
que tal gracia poseen,
con exclusión de toda culpa
Porque
sólo Dios al alma lo da,
que ve en su persona estar
perfectamente;
del modo que a algunos se adhiere la semilla de
felicidad,
puesta
por Dios en el alma bien dispuesta.
El
alma adornada con bondad tal
no
puede permanecer escondida;
porque
apenas con el cuerpo se desposa,
la
ostenta hasta la muerte.
Obediente,
dulce y pudorosa
es
en la edad primera,
y
su persona ornada de beldad
en
todas sus partes.
Es
en la juventud templada y fuerte,
llena
de amor y cortés alabanza,
y
sólo con la lealtad se deleita.
Es
en su senectud prudente y justa,
y generosa se oye llamar gozando
en sí misma
con
oír y hablar de la virtud ajena.
Luego
en la cuarta parte de la vida,
con
Dios de nuevo se desposa,
contemplando
el fin que la espera,
y
bendice los tiempos pasados.
¡Ved
ahora cuántos son los engañados!
Irás,
oh mi canción, contra el que yerra,
y
cuando llegues al lugar donde esté nuestra dama
no
le encubras tu menester.
Puedes
decirle ciertamente:
«Yo
voy hablando así de vuestra amiga».
I.
Amor,
según la concorde opinión de los sabios que de él hablan, y según
lo que vemos por continua experiencia, es lo que une y junta al
amante con la persona amada. Por lo cual, dice Pitágoras: «En la
amistad nace uno más». Y como quiera que las cosas unidas
comunícanse por naturaleza sus cualidades, y aun a veces la una se
cambia del todo en la naturaleza de la otra, acaece que las pasiones
de la persona amada entran en la persona amante, de modo que el amor
de la una se comunica a la otra, y asimismo el odio, el deseo y toda
otra pasión. Por lo cual, los amigos del uno son amados por el otro,
y odiados los enemigos; por lo que el proverbio griego dice: «Todas
las cosas deben ser comunes en los amigos». De aquí que yo, una vez
que me hice amigo de esta dama nombrada en la veraz exposición de
más arriba, comencé a amar y a odiar, según su amor y su odio.
Comencé, pues, a amar a los secuaces de la verdad y a odiar a los
secuaces del error y la falsedad, como ella hace.
Mas
como quiera que toda cosa por sí es digna de ser amada y ninguna
merece ser odiada, sino porque le haya sobrevenido maldad, lo
razonable y honesto es no odiar las cosas, sino la maldad de las
cosas, y procurar apartarse de ellos. Y eso si hay persona que se lo
proponga, mi dama muy principalmente; quiero decir, el apartar la
maldad de las cosas, la cual es causa de odio, dado que en ella
reside toda la razón y es fuente de honestidad. Yo, siguiéndola en
el obrar como en la pasión, los errores de la gente cuanto podía
abominaba y despreciaba, no para infamia o vituperio de los que
yerran, sino de
los errores; vituperando los cuales creía disgustar, y
disgustándolos, apartarme de quienes por ellos odiaba.
De
los cuales errores, uno principalmente reprendía yo, el cual no sólo
porque es peligroso, y dañoso para los que en él están, sino
también para los demás que lo reprueban, separo de ellos y condeno.
Es éste el error de la humana bondad, en cuanto ha sido sembrada en
nosotros por la naturaleza y que debe llamarse Nobleza; el cual por
la mala costumbre y el poco intelecto, estaba tan afincado, que la
opinión de casi todos era falseada; y de la falsa opinión nacían
los falsos juicios, y de los juicios falsos, las reverencias y
vilipendios injustos; por lo cual, los buenos eran tenidos en
consideración de villanos, y los malos, honrados y exaltados. Cosa
que era confusión del mundo, como puede ver quien considere
sutilmente lo que de esto puede seguirse. Y como quiera que esta mi
dama cambiase un tanto para conmigo su dulce aspecto -principalmente
allí donde yo miraba y buscaba si la primera materia de los
elementos había sido entendida por Dios-, me sostuve un tanto con
frecuentar su vista, y permaneciendo en su ausencia, entré a
considerar con el pensamiento la falta humana en torno a dicho error.
Y para huir de la ociosidad, principal enemiga de esta dama, y
extinguir este error que tantos amigos le resta, me propuse gritarle
a la gente que iba por mal camino, a fin de que se encaminasen por la
calle derecha, y comencé una canción, en cuyo principio dije: Las
dulces rimas de Amor que yo solía. En la cual pretendo traer a la
gente al camino derecho en lo que hace al propio conocimiento de la
verdadera nobleza, como se verá por el conocimiento de su texto,
cuya exposición se pretende ahora. Y como quiera que en esta canción
se propone tan necesario remedio, no estaba bien hablar so figura
alguna; antes bien conviene, por el camino más corto, ordenar esta
medicina, a fin de que haya pronto la salud corrompida, la cual a tan
presta muerte corría. No será, pues, menester esclarecer alegoría
alguna en la exposición de ésta, sino solamente razonar su sentido
conforme a la letra. Por mi dama, entiendo siempre de la que se ha
hablado en la canción precedente, es decir, la Filosofía
virtuosísima luz cuyos rayos hacen reverdecer y fructificar la
verdadera nobleza de los hombres, de la cual trata plenamente la
canción propuesta.
II.
Al
principiar la exposición emprendida, para dar a entender mejor el
sentido de la canción propuesta, es menester dividir aquélla
primeramente en dos partes; en la primera de las cuales se habla a
modo de proemio, en la segunda se continúa el Tratado. Y comienza la
segunda parte al comienzo del segundo verso, donde dice: Uno imperó
que quiso que Nobleza.
En
la primera parte, además, pueden comprenderse tres miembros. En el
primero se dice por qué me aparto del lenguaje usual; en el segundo
digo aquello que es mi intención tratar; en el tercero pido ayuda a
la cosa que más me puede ayudar; es, a saber: la verdad. El segundo
miembro comienza: Y pues que me parece que es tiempo de esperar. El
tercero comienza: Y comenzando, llama a aquel señor.
Digo,
pues, que es menester que yo abandone las dulces cimas de amor que
solían buscar mis pensamientos, y señalo la causa, porque digo que
no es con intención de no hacer más rimas de amor, sino porque en
mi dama han aparecido nuevos aspectos, que me han quitado ocasión
para hablar de amor ahora. Donde se ha de saber que no se dice que
los actos de esta dama sean desdeñosos y altivos, sino según su
apariencia, como puede verse en el décimo capítulo del Tratado
precedente, como otra vez digo que la apariencia se apartaba de la
verdad. Y cómo puede ser eso, es decir, el que una misma cosa sea
dulce y parezca amarga, o bien que sea clara y parezca obscura, se
verá aquí suficientemente.
Después,
cuando digo: Y pues que me parece que es tiempo de esperar, digo,
como se ha dicho, lo que es mi intención tratar. Y aquí no se ha de
pasar a la ligera eso de tiempo de esperar, puesto que es el motivo
más poderoso de mi actitud; antes bien se ha de ver cómo es de
razón que ese tiempo se espera en todas nuestras obras y,
principalmente, al hablar. El tiempo, según dice Aristóteles en el
cuarto de la Física, es número de movimiento, conforme al antes y
después, y número de movimiento celestial, el cual dispone las
cosas de aquí abajo diversamente para recibir alguna infusión;
porque la tierra está dispuesta de un modo al principio de la
primavera para recibir la infusión de las hierbas y las flores, y de
otro modo en invierno, y de distinto modo está dispuesta una
estación para recibir una semilla que otra. Y así, nuestra mente,
en cuanto está fundada en la complexión del cuerpo, que tiene que
seguir la circunvolución del cielo, está dispuesto de modo
diferente en un tiempo que en otro. Por lo cual, las palabras, que
son como semilla de obras, débense sostener y abandonar con mucha
discreción, ya porque sean bien recibidas y fructifiquen, ya porque,
por su parte, no haya defecto de esterilidad. Y por eso se ha tener
en cuenta el tiempo, tanto por el que habla como por el que ha de
oír; porque si el que habla está mal dispuesto, las más de las
veces son perjudiciales sus palabras, y si el oyente está mal
dispuesto, son mal recibidas las buenas. Y por eso dice Salomón, en
el Eclesiastés: «Tiempo hay de hablar, tiempo hay de callar». Por
lo que yo, sintiéndome turbado en mi ánimo, por el motivo que se ha
dicho en el capítulo precedente, para hablar de amor, me pareció
que era tiempo de esperar, lo cual lleva consigo el fin de todo deseo
y se presenta, casi como donante, a quienes no les duele esperar.
Pues dice Santiago Apóstol, en el quinto capítulo de su Epístola:
«He aquí el agricultor que espera el precioso fruto de la tierra,
esperando pacientemente hasta que reciba lo del tiempo y lo tardío».
Porque todas nuestras desazones, si buscamos bien su origen, proceden
casi por entero de no saber aprovechar el tiempo.
Digo,
pues, que me parece conveniente esperar, y que depondré, es decir,
abandonaré, el suave estilo que he usado al hablar de Amor; y digo
que hablaré del valor por el cual el hombre es verdaderamente noble.
Y aunque pueda entenderse valor de varios modos, aquí se torna valor
como poder natural, o más bien bondad conferida por la naturaleza,
como más adelante se vera. Y prometo tratar este argumento con rima
áspera y sutil. Porque es menester saber que la rima se puede
considerar de dos maneras, a saber: amplia y estrictamente.
Estrictamente entiéndese el acuerdo que se suele hacer en la
penúltima y última sílaba; ampliamente se entiende el habla que, regulada
en número y tiempo, cae en consonancias rimadas, y así se ha de
entender y tomar en este proemio. Y por eso dice áspera, en cuanto
al sonido, que para tal argumento no conviene la lenidad, y dice
sutil, en cuanto al sentido de las palabras, que proceden
argumentando y disputando sutilmente.
Y
añado: Reprobando el juicio falso y vil, donde prometo reprobar una
vez más el juicio de la gente imbuida de error; falso es decir
apartado de la verdad, y vil es decir con ánimo vil afirmado y
fortificado. Y se ha de tener en cuenta que en este Proemio primero
se promete tratar la verdad y luego comprobar la falsedad; y en el
Tratado se hace lo contrario, porque primero se comprueba lo falso y
luego se trata de la verdad, lo cual parece no convenir a la
promisión. Y así se ha de saber que aunque una y otra cosa se
proponga, se entiende principalmente que se ha de tratar de la
verdad, y el comprobar lo falso se hace en cuanto así se muestra
mejor la verdad. Y aquí primero se propone tratar de la verdad como
principal intento, el cual aparta al ánimo de los oyentes el deseo
de oír; en el Tratado primero se reprueba el error, a fin de que,
unidas las malas opiniones, la verdad sea luego más libremente
recibida. Y este modo usó Aristóteles, maestro de la humana razón,
que siempre combatió primero a los adversarios de la verdad, y una
vez vencidos, mostró la verdad.
Por
último, cuando digo: Y comenzando llanto a aquel señor, llamo a la
verdad por que venga a mí; la cual es el señor que mora en los
ojos, es decir, en las demostraciones de la filosofía. Y señor es
porque, desposada con él, es señora del alma, y de otra manera es
sierva, privada de toda libertad.
Y
dice: por el cual de sí misma se enamora, como quiera que esa
filosofía, que es -como se ha dicho en el Tratado precedente-
ejercicio amoroso de sabiduría, se contempla a sí misma cuando se
le muestra la belleza de sus propios ojos. Y ¿qué quiere decir esto
sino que el alma filósofa no sólo contempla esa verdad, sino que
contempla su propia contemplación y la belleza de ésta, volviéndose
sobre sí misma y enamorándose de sí misma por la belleza de su
primera mirada? Y así termina lo que a modo de proemio encierra en
sus tres miembros el texto del presente Tratado.
III.
Visto
el sentido del proemio, hay que seguir el Tratado, y por mejor
mostrarlo, es menester dividirlo en sus partes principales, que son
tres: en la primera de las cuales se trata de la nobleza, según las
opiniones ajenas; en la segunda se trata de ella según la verdadera
opinión; en la tercera se dirige el discurso a la canción para
adornar un poco lo ya dicho. La segunda parte comienza: Digo que la
virtud principalmente. La tercera comienza: Irás, oh mi canción,
contra el que yerre Y después de estas partes generales, es menester
hacer otras divisiones para comprender bien el sentido que se ha de
mostrar. Y así nadie se maraville de que se proceda con tantas
divisiones, puesto que obra muy grande y elevada es la que tenemos
entre manos, y pocas veces intentada por los autores, y así es
menester que el Tratado, en el cual entro ahora,
sea largo y sutil para desintrincar el texto perfectamente, según el
sentido que lleva consigo.
Digo,
pues, que ahora esta primera parte se divide en dos, en la primera de
las cuales se exponen las opiniones ajenas; en la segunda se rechazan
aquéllas; y comienza esta segunda parte: Quien define: El hombre es
un leño con alma.
Además,
lo que queda de la primera parte tiene dos miembros: el primero es la
definición de la opinión del emperador; el segundo es la variación
de la opinión de la gente vulgar que esta desnuda de toda razón; y
comienza este segundo miembro: Y hubo otro de saber aún más
liviano. Digo, pues: Uno imperó, es decir, ejerció el mando
imperial. Donde se ha de saber que Federico de Suabia, último
emperador de los romanos -último digo con relación al tiempo
presente, no obstante Rodolfo, Adolfo y Alberto hayan sido elegidos
después de su muerte y de la de sus descendientes-, preguntado qué
era nobleza, respondió que «antigua riqueza y buenos hábitos». Y
digo que hubo otro de saber aún más liviano, que, reflexionando y
retocando esta definición en todas sus partes, borró la última
partícula, es decir, «los buenos hábitos», y se atuvo a la
primera; conforme a lo que parece poner en duda el texto, tal vez por
no tener los buenos hábitos, no queriendo perder el nombre de
nobleza, la definió según para él hacía, es decir, posesión de
antigua riqueza. Y digo que esta opinión es la de casi todos, al
decir que detrás de éste van todos aquellos que consideran noble al
que es de progenie que de antiguo ha gozado de riqueza, como quiera
que casi todos ladran así.
Estas
dos opiniones -aunque una de ellas, como se ha dicho, no sea de tener
en cuenta- parecen tener en su abono dos razones de mucho peso. La
primera es que dice el filósofo «que lo que opinan los más es
imposible que sea del todo falso»; la segunda es la excelentísima
autoridad de la Majestad Imperial. Y porque se vea mejor la virtud de
la verdad, que a toda autoridad convence, es mi intención explicar
cuán poderosa ayuda son una y otra de estas razones. Y,
primeramente, no se puede saber nada de la Imperial autoridad si no
se encuentran sus raíces. De ellas es mi intención hablar en
capítulo especial.
IV.
El
fundamento radical de la Majestad Imperial, conforme a la verdad, es
la necesidad de la humana civilización, que está ordenada a un fin,
es decir, a vida feliz; para conseguir lo cual, nadie se basta sin
ayuda de alguien, puesto que el hombre ha menester muchas cosas, las
cuales uno sólo no puede satisfacer. Y por eso dice el filósofo que
«el hombre es por naturaleza animal sociable». Y del mismo modo que
un hombre requiere para su suficiencia doméstica compañía
familiar, así una casa, para su suficiencia, requiere vecindad; de
otro modo tendría muchos defectos, que serían otros tantos
impedimentos de felicidad. Y como quiera que una vecindad no puede
por sí sola bastar para todo, conviene que para satisfacción de
aquélla exista la ciudad. Además, la ciudad requiere, para sus
actos y su defensa, convivencia y fraternidad con las ciudades
circunvecinas, y por eso se constituyó el reino. Por lo cual, como
quiera que el ánimo humano no se tranquiliza con poseer determinada
tierra, sino que siempre desea adquirir tierra, como vemos por
experiencia, acaece que surgen discordias y guerras entre reino y
reino. Las cuales son tribulaciones de las ciudades, y por las
ciudades, de los barrios, y por los barrios, de las casas, y por las
casas, del hombre; y así se impide la felicidad. De aquí que para
evitar estas guerras y sus causas, conviene que la tierra, y cuanto
al género humano le es dado poseer, sean Monarquía, es decir, que
haya un solo principado y un príncipe, el cual, teniéndolo todo, y
no pudiendo desear más, mantenga contentos a los reyes en los
límites de sus reinos, de modo que tengan paz entre sí, en la cual
se asienten las ciudades, y en esta quietud se amen los vecinos, y en
este amor se satisfagan las casas, y así viva el hombre felizmente;
que es para lo que el hombre ha nacido. Y a estas razones pueden
reducirse las palabras del filósofo, cuanto dice en la Política que
«cuando varias cosas están ordenadas a su fin, conviene que una sea
reguladora, o más bien regente, y todas las demás regidas o
reguladas por aquélla». Del mismo modo que vemos en una nave que
los diversos fines y oficios a un solo fin están ordenados, esto es,
a ganar el deseado puerto por vía saludable; por donde, de igual
manera que cada oficial ordena la propia obra al propio fin, hay uno
que todos estos fines considera y ordena, mirando al último de
todos; y éste es el nauta, a cuya voz han de obedecer todos. Y tal
vemos en las religiones y en los ejércitos, en todas aquellas cosas
que están, como se ha dicho, ordenadas a un fin. Por lo cual se
puede ver por modo manifiesto que, para la perfección de la
universal religión de la especie humana, es menester que haya uno a
manera de nauta, que, considerando las diversas condiciones del mundo
y ordenando los diversos oficios necesarios, tenga por entero el
universal e irrefutable oficio de mandar. Y a este oficio llamósele
por excelencia Imperio, sin adición alguna; porque es mandamiento de
todos los demás mandamientos. Y así, quien es puesto en tal oficio
es llamado emperador, porque es comandante de todos los mandamientos;
y lo que él dice es ley para todos y por todos debe ser obedecido, y
todo otro mandamiento de éste cobra vigor y autoridad. Así, pues,
se manifiesta que la Imperial Majestad y Autoridad es la más alta de
la sociedad humana.
En
verdad, podría dudar alguien, diciendo que aunque sea necesario al
mundo el ejercicio del imperio, esto no hace que sea suma la
autoridad del príncipe romano, la cual se pretende demostrar; porque
el poderío romano no se adquirió por la razón ni por decreto de
universal convenio, sino por la fuerza, que parece contraria a la
razón. A esto se puede responder fácilmente que la elección de
este sumo oficial debía proceder primeramente del consejo que a
todos provee, es decir, Dios; de otro modo la elección no hubiera
sido igual para todos, dado que antes del oficial susodicho nadie se
proponía el bien de todos. Y como quiera que no ha habido ni hay más
suave naturalidad en el mundo, más fuerza en mantenerlo ni más
sutileza en conquistarlo que la de la gente latina -como se puede ver
por experiencia-, y principalmente la del pueblo santo, que llevaba
mezclada con la suya sangre troyana, Dios lo eligió para tal
ejercicio. Pues como quiera que no se podía llegar a obtenerlo sin
grandísima virtud, y se requería la mayor y más humana benignidad
par ejercerlo, éste era el pueblo mejor dispuesto para el caso. De
aquí que no fue por
la fuerza adquirido por la gente romana, sino de manos de la
Providencia, que está sobre toda razón. Y en ello está de acuerdo
Virgilio cuando dice, hablando en nombre de Dios: «A estos -es
decir, a los romanos-, no les pongo límites de cosa ni de tiempo,
pues que les he dado el imperio sin fin». La fuerza, pues, no fue
causa inicial, como creía el que cavilaba, sino causa instrumental,
como los golpes del martillo son causa del cuchillo y el alma del
herrero es causa eficiente y moviente; así, pues, no la fuerza, sino
la razón, y lo que es más, divina, ha sido el origen del romano
imperio. Y que es así, se puede ver con dos razones clarísimas, las
cuales demuestran que esa ciudad es emperatriz, que ha tenido en Dios
especial nacimiento y por Dios ha sido especialmente creada. Mas,
puesto que en este capítulo no se podría tratar de esto sin
exclusiva extensión, y los capítulos largos son enemigos de la
memoria, seguiré con la digresión en otro capítulo, para demostrar
las razones apuntadas, no exentas de gran utilidad y deleite.
V.
No
es maravilla el que la divina Providencia, que por completo sobrepuja
al angélico y al humano entendimiento, proceda muchas veces
ocultándose de nosotros, puesto que muchas veces las obras humanas,
aun a los hombres mismos, ocultan su intención. Pero sí es gran
maravilla cuando la ejecución del eterno consejo procede tan
manifiestamente que nuestra razón lo discierne. Y por eso yo, al
principio de este capítulo, puedo hablar por boca de Salomón, que
en nombre de la sabiduría dice en sus Proverbios: «Oíd, porque he
de hablar de grandes cosas».
Queriendo
la inconmensurable bondad divina rehacer la criatura humana a
semejanza suya, pues que por el pecado de prevaricación del primer
hombre se había separado y desemejado de Dios, decidióse en el
altísimo y unidísimo Consistorio divino de la Trinidad que el hijo
de Dios bajase a la tierra a realizar este acuerdo. Y como quiera que
en su venida al mundo era menester la óptima disposición, no
solamente del cielo, mas de la tierra, y la mejor disposición de la
tierra es siendo monarquía, es decir, que toda ella tiene un
príncipe, como se ha dicho más arriba, fue ordenada por la divina
Providencia al pueblo, y la ciudad que tal debía cumplir, es, a
saber, la gloriosa Roma. Y como quiera que el albergue donde había
de entrar el Rey celestial era menester que estuviese lo más limpio
y puro, fue ordenada una santísima progenie, de la cual, tras de
muchos méritos, naciese una mujer superior a todas las demás, la
cual fuese aposento del Hijo de Dios; y esta progenie es la de David,
de la cual nació el orgullo y honor del género humano, es, a saber,
María. Y por eso está escrito en Isaías: «Nacerá una virgen de
la raíz de Jessé y la flor de su raíz subirá». Y Jessé fue
padre del susodicho David. Y sucedió que, al mismo tiempo que nació
David, nació Roma, es decir, Eneas fue de Troya a Italia, lo cual
fue origen de la nobilísima ciudad romana, como atestiguan los
escritos. Por lo que es asaz manifiesta la divina elección del
romano imperio para el nacimiento de la ciudad santa, que fue
contemporáneo de la raíz de la progenie de María. E
incidentalmente se ha de apuntar que cuando el cielo comenzó a girar
no estuvo en mejor disposición que entonces cuando
de allá arriba descendió el que lo ha hecho y lo gobierna, como aun
hoy, por virtud de artes, pueden demostrar los matemáticos. Y el
mundo no estuvo nunca ni estará tan perfectamente dispuesto como
cuando fue mandado por la voz de un solo príncipe, comandante del
pueblo romano, como lo atestigua Lucas Evangelista. Y así, había
por doquier la paz universal, como nunca la hubo ni habrá, y la nave
de la sociedad humana derechamente, por camino suave, a seguro puerto
navegaba. ¡Oh, inefable e incomprensible sabiduría de Dios, que a
un mismo tiempo para tu venida tan de antemano te preparaste en Siria
y en Italia! Y ¡oh, estultísimas y viles bestezuelas, que a guisa de hombres coméis, que presumís hablar contra nuestra fe y queréis
saber, escudriñando y desentramando, lo que Dios con tanta prudencia
ha ordenado! Malditos seáis vosotros y vuestra presunción y quien
en vosotros cree.
Como
se ha dicho más arriba, al fin del capítulo precedente, no sólo
tuvo nacimiento especial, sino especialmente creada fue por Dios; por
lo cual brevemente, empezando por Rómulo, que fue primer padre de
aquélla, a su más perfecta edad, es decir, en el tiempo del
Emperador susodicho, no sólo con humanas obras, sino con obras
divinas prosiguió su vida. Porque si consideramos los siete reyes
que primeramente lo gobernaron, Rómulo, Numa, Tulio, Anco, y los
tres Tarquinos, que fueron como ayos y tutores de su infancia,
podremos encontrar en los escritos de las historias romanas,
principalmente en Tito Livio, que fueron de diversa condición, según
las circunstancias de su tiempo. Si consideramos luego su
adolescencia, luego que fue emancipada de la tutela real, desde
Bruto, primer cónsul, hasta César, príncipe supremo, la veremos
exaltada, no por humanos ciudadanos, sino por divinos, en los cuales
había sido infundido para amarla a ella, no amor humano, sino
divino. Y tal no podía ni debía ser, sino por fin especial de Dios,
comprendido en tanta celestial infusión. Pues ¿quién dirá que no
fue inspiración celestial al rechazar Fabricio tan infinita cantidad
de oro, por no querer abandonar su patria? ¿Y el que Curcio, tentado
de corrupción por los Sannitas, rechazase grandísima cantidad de
oro por amor de la patria, diciendo que los ciudadanos romanos no
querían poseer el oro, sino a los poseedores de oro tal? ¿Y el que
Mucio abrasase su propia mano por haberle faltado el golpe que había
pensado para defender a Roma? ¿Quién dirá que Torcuato,
sentenciador a muerte de su propio hijo, por amor del bien público,
hubiese sufrido tal sin la ayuda divina, e igualmente el susodicho
Bruto? ¿Quién lo dirá de los Decios y los Drusos, que entregaron
su vida por la patria? ¿Quién dirá que el cautivo Régulo, enviado
de Cartago a Roma para cambiar por él y otros prisioneros romanos
los prisioneros cartagineses, hubiera aconsejado contra sí mismo,
por amor de Roma, una vez retirada la legación, a moverle tan sólo
la humana naturaleza? ¿Quién dirá que Quinto Cincinato, convertido
en dictador y apartado del arado, después del tiempo de su mando
volvió a arar, rechazando aquél espontáneamente, y quién dirá
que Camilo, bandido y desterrado, hubiese venido a libertar a Roma de
sus enemigos, y después de su liberación, se volviera
espontáneamente al destierro para no ofender la autoridad
senatorial, sin instigación divina? ¡Oh sacratísimo pecho de
Catón! ¿Quién se atrever a hablar de ti? Ciertamente que no se
puede hablar mejor de ti que callando, siguiendo así a Jerónimo,
cuando en el proemio de la Biblia dice, al nombrar a Pablo, que mejor
es callar que decir poco de él. Ciertamente que es manifiesto,
recordando la vida de éstos y de los demás ciudadanos, que no han
podido ser tan admirables obras sin alguna luz de la bondad divina,
añadida a su buena condición. Y es ciertamente manifiesta que estos
excelentísimos fueron instrumentos con los cuales procedió la
divina Providencia en el imperio romano, donde muchas veces pareció
estar presente el brazo de Dios. ¿Y no puso Dios sus manos en la
lucha en que albanos con romanos combatieron desde el principio al
fin del reino, cuando un solo romano tuvo en sus manos la libertad de
Roma? ¿No puso Dios sus manos, cuando los franceses, tomada toda
Roma, atacaban a hurtadillas el Capitolio de noche y sólo la voz de
una oca dio el alerta? ¿No puso Dios sus manos cuando durante la
guerra de Aníbal, habiendo perdido tantos ciudadanos, que habían
sido llevados a África tres fanegas de anillos, hubiéranse visto
obligados los romanos a abandonar la tierra, si aquel bendito
Escipión el Joven no hubiese emprendido la excursión a África por
su libertad? ¿Y no puso Dios sus manos cuando un joven ciudadano de
baja condición, es, a saber, Tulio, defendió la libertad romana
contra ciudadano tan grande cuanto lo era Catilina? Sí, ciertamente.
Por lo cual no es necesario más para ver que Dios pensó y ordenó
especialmente el nacimiento y la formación de la santa ciudad. Y hay
quienes son de opinión que las piedras de sus muros son dignas de
reverencia y más digno el suelo sobre que se asienta de cuanto los
hombres han dicho y probado.
VI.
Más
arriba, en el tercer capítulo de este Tratado, se prometió hablar
de la elevación de la autoridad imperial y de la filosófica. Y por
eso, una vez que hemos hablado de la imperial, es menester seguir
adelante con esta digresión para ver la del filósofo, conforme a la
promesa hecha. Y aquí se ha de ver primeramente lo que este vocablo
quiere decir; porque aquí es más necesario saberlo que en el
razonamiento de la autoridad imperial, la cual, por su majestad, no
parece que pueda ponerse en duda.
Es
preciso, pues, saber que autoridad no es otra cosa que acto de autor.
Este vocablo, es decir, auctor, sin la tercera letra, puede proceder
de dos orígenes: el uno, de un verbo, muy abandonado, por el uso en
gramática, que significa ligar palabras, es decir, auieo. Y quien
bien lo considera en su primera voz, claramente verá que él mismo
demuestra que sólo de unión de letras está compuesto, es decir, de
sólo cinco vocales, que son alma y enlace de toda palabra, y
compuesto de ellas por voluble modo para figurar imagen de enlace.
Porque, comenzando por la A, va luego a la U, y por la I va
derechamente a la E, para volver luego a la O; de modo que, a la
verdad, imagínase esta figura A, E, I, O, U, la cual es figura de
enlace. Y en cuanto autor, desciende de este verbo, que se toma sólo
para los poetas, que con el arte musaica han enlazado sus palabras; y
de esta significación no se trata ahora.
El
otro origen de que desciende autor, como atestigua Ugoccione al
principio de sus derivaciones, es un vocablo griego que dice
Autentin, que en latín vale tanto como digno de fe y obediencia. Y
así autor, de aquí derivado, se toma por toda cosa digna de ser
creída y obedecida. Y de esto viene el vocablo de que al presente se
trata, es decir, autoridad; por lo cual se puede ver que autoridad
vale tanto como acto digno de fe y obediencia.
Es
manifiesto que Aristóteles es lo más digno de fe y obediencia, y
que sus palabras son la más alta y suma autoridad, puede también
probarse. De los operarios y artífices de las diversas obras,
ordenadas a una obra y arte final, el artífice, o, más bien,
ejecutante de ella, debe ser principalmente obedecido y creído por
todos, como que sólo considera el último fin de todos los demás
fines. Por lo cual, al caballero deben creer el espadero, el
palafrenero, el ensillador, el escudero y todos aquellos artífices
ordenados al arte de caballería. Y como quiera que todas las obras
requieren un fin, a saber: el de la vida humana, al cual es ordenado
el hombre, en cuanto es hombre, el maestro y artífice que tal fin
demuestra y considera debe ser principalmente creído y obedecido; y
éste es Aristóteles; así que es lo más digno de fe y obediencia.
Y para ver cómo Aristóteles es maestro y guía de la razón humana,
en cuanto procura su obra final, es menester saber que nuestro fin,
que cada cual por naturaleza desea, de muy antiguo fue buscado por
los sabios. Y como quiera que los que tal desean son en tan gran
número, y los apetitos son casi todos singularmente diversos, aunque
hay uno universal, fue muy difícil discernir aquél en donde
directamente descansase todo humano apetito.
Hubo,
pues, filósofos muy antiguos, de los cuales Zenón fue el primero y
principal, que vieron y creyeron que el fin de la vida humana era
puramente la rígida honestidad; es decir, que rígidamente, sin
respeto alguno, había de seguirse la verdad y la justicia, sin
mostrar dolor por nada, ni por nada mostrar alegría, ni percatarse
de pasión alguna. Y definieron así lo honesto: Aquello que sin
utilidad y sin fruto por sí mismo es de razón alabar. Y éstos y su
secta fueron llamados estoicos; y contó entre ellos el glorioso
Catón, de quien más arriba no osé hablar.
Otros
filósofos hubo que vieron y creyeron otra cosa que éstos, y de
ellos fue el primero y principal un filósofo llamado Epicuro, que,
viendo que todo animal, apenas nacido, es por la Naturaleza
enderezado a su debido fin, que huye el dolor y requiere alegría,
dijo que nuestro fin era la voluptuosidad, es decir, el deleite sin
dolor. Y por eso entre el deleite y el dolor no ponía intermediario
alguno, diciendo que la voluptuosidad no era otra cosa que el no
dolor, como también dijo Tulio en el primero Del fin de los bienes.
Y de éstos, que de Epicuro son llamados epicúreos, fue Torcuato,
noble romano, descendiente de la sangre del glorioso Torcuato, de
quien antes hice mención.
Otros
hubo, y tuvieron principio en Sócrates y luego en su sucesor Platón,
que, considerando más sutilmente y viendo que en nuestras obras se
pecaba por mucho o por poco, dijeron que nuestra obra sin exceso y
sin defecto, mesurada con el medio escogido por nuestra elección,
que es la virtud, era el fin de que ahora se habla; y lo llamaron
obra con virtud. Y éstos fueron llamados académicos, como lo fueron
Platón y Espeusipo, su sobrino; así llamados por el lugar donde
Platón estudiaba, es a saber: la Academia; y de Sócrates no tomaron
nombre, porque en su filosofía nada afirmó.
En
verdad, Aristóteles, que tuvo por sobrenombre Estagirita, y
Senócrates Calcedonio, su compañero, por el ingenio casi divino que
la Naturaleza había puesto en Aristóteles, conociendo este fin casi
por el modo socrático y académico, lo limaron y trajeron a
perfección la filosofía moral, Aristóteles principalmente. Y como
quiera que Aristóteles comenzó a disputar andando de una a otra,
fueron llamados -él y sus amigos, digo- peripatéticos, que vale
tanto cuanto deambulatorios. Y como quiera que la perfección de esta
moralidad fue cumplida por Aristóteles, el nombre de los académicos
se apagó, y todos cuantos se unieron a esta secta son llamados
peripatéticos, y tiene esta gente hoy el gobierno del mundo
doctrinalmente, por doquier, y puédesela llamar casi opinión
católica. Por lo cual se ve que Aristóteles es el guía y conductor
de la gente con este signo. Y esto es lo que se quería demostrar.
Por
lo cual, recogiendo todo lo expuesto, es manifiesta la primera
opinión, a saber: que la autoridad del sumo filósofo, de quien se
habla, está llena de vigor. Y no repugna a la autoridad imperial;
mas aquélla sin ésta es peligrosa, y ésta sin aquélla es débil,
no en sí misma, sino por el desorden de la gente; de modo que,
unidas una con otra, son utilísimas y vigorosas. Y por eso está
escrito en el de Sabiduría: «Amad la luz de la sabiduría vosotros
todos cuantos presidís a los pueblos»; lo que quiere decir: Únase
la autoridad filosófica con la imperial, para gobernar
perfectamente. ¡Oh, míseros que en el presente gobernáis! Y ¡oh,
misérrimos los que sois gobernados! Porque ninguna filosófica
autoridad se une a vuestros mandamientos, ni por propio estudio ni
por consejo; de modo que a todos se les pueden decir aquellas
palabras del Eclesiastés: «¡Ay de la tierra cuyo rey es niño y
cuyos príncipes comen a la mañana!; y a ninguna tierra puédesele
decir lo que sigue: «Bienaventurada la tierra cuyo rey es noble y
cuyos príncipes comen a su tiempo, por necesidad y no por lujuria!»
Poned atención, enemigos de Dios, en los flancos, vosotros los que
habéis tomado el mando de los regimientos de Italia; y a vosotros os
digo, reyes Carlos y Federico, y a vosotros los demás príncipes y
tiranos; y mirad quién se os sienta al lado a aconsejaros; y
enumerad cuántas veces al día os es señalado el fin de la vida
humana por vuestros consejeros. Mejor os estaría volar bajo como
golondrinas, que como buitres dar altísimas vueltas sobre cosas
viles.
VII.
Pues
que se ha visto cuán son dignas de reverencia la autoridad imperial
y la filosófica, que parecen apoyar las opiniones propuestas, hay
que volver a la recta calle del proceso emprendido. Digo, pues, que
esta opinión del vulgo tanto ha durado, que sin respeto alguno, sin
inquirir razones, se llama noble a todo aquel que es hijo o nieto de
tal hombre valiente, aunque eso nada valga. Y esto es aquello que
dice: Y así tanto ha durado esa falsa opinión entre nosotros, que
llámasele noble a quien puede decir: «Yo he sido hijo o nieto de
tal hombre valiente». Aunque eso nada valga. Porque se ha de notar
que es peligrosísima negligencia el dejar que la mala opinión tome
pie; que así como la hierba se multiplica en el campo inculto y
excede y cubre a la espiga de trigo, de modo que mirando por doquier
no nace el trigo, y se pierde el fruto al cabo, así la mala opinión
de la mente sin castigo ni corrección aumenta y se multiplica, de
modo que la espiga de la razón, es decir, la opinión verdadera, se
esconde, y, casi sepultada, se pierde. ¡Oh, cuán grande es mi
empresa en esta canción, al querer escardar campo ora tan
hojarascoso, como es el del sentido común, tan de tiempo atrás sin
cultivo! Ciertamente que no es mi intención limpiarlo del todo, sino
sólo en aquellas partes donde las espigas de la razón no están
completamente ahogadas; es decir, quiero enderezar a aquellos en
quienes vive todavía alguna lucecilla de razón, por su buen
natural; porque se ha de cuidar tanto de ellos como de los animales
brutos, pues que no me parece maravilla menor el recobrar la razón,
ya del todo apagada, que el volver a la vida a quien ha estado cuatro
días en el sepulcro.
Luego
que se ha explicado la mala condición de esta opinión popular,
súbitamente como cosa horrible, repercute fuera de todo el orden de
la reprobación al decir: Mas vilísimo parece a quien mira la
verdad, para dar a entender su intolerable maldad, diciendo que éstos
mienten en gran manera; porque no sólo es villano, es decir, no
noble, el que, descendiendo de buenos, es malo, sino que es vilísimo;
y pongo ejemplo del camino mostrado. Donde para mostrar tal es
menester que haga una pregunta y responder a ella de esta manera: Hay
una llanura con campos y senderos, con vallados, barrancos, piedras,
lefia, con toda suerte de impedimentos, fuera de sus estrechos
senderos. Ha nevado tanto, que la nieve todo lo cubre y todo muestra
un mismo aspecto, de modo que no se ve vestigio de sendero alguno.
Alguien que viene de una parte del campo y quiere ir a una casa que
hay a la otra parte, por su industria, es decir, por su agudeza y
bondad de ingenio, guiado de sí mismo, va camino derecho, dejando
tras de sí las huellas de sus pasos. Otro viene tras él, que quiere
ir a la misma casa, y no tiene que hacer más que seguir las huellas
señaladas, y, por culpa suya, el camino que otro sin señal ha
sabido seguir, yerra y tuerce por los setos y por las ruinas, y va
adonde no debe. ¿A cuál de éstos debe llamársele valiente?
Respondo: al que fue delante. A este otro, ¿cómo se le llamará?
Respondo: vilísimo. ¿Y por qué no se le llama no valiente, es
decir, torpe? Respondo: Porque no valiente, es decir, torpe,
deberíasele llamar a quien, no teniendo señal alguna, no hubiese
caminado a derechas; mas como quiera que la tuvo, su error y su culpa
no pueden absolvérsele; y por eso hásele de llamar vilísimo. Y
así, el que por su padre o por alguno de sus mayores es ennoblecido
en su estirpe y no persevera en tal nobleza, no solamente es vil,
sino vilísimo, y más merecedor de desprecio y vituperio que
cualquier otro villano. Y para que el hombre se guarde de esta ínfima
vileza, ordena Salomón a quien ha tenido antecesor valiente, en el
vigésimo-segundo capítulo de los Proverbios: «No traspasarás los
antiguos límites que tus padres fijaron»; y antes dice en el cuarto
capítulo de dicho libro: «La vía de los justos, es decir, de los
valientes, como luz resplandeciente procede, y la de los malvados es
oscura y no saben dónde se arruinaron». Por último, cuando se
dice: De suerte que está muerto y anda por la tierra, para mayor
detrimento digo que semejante vilísimo está, muerto, pareciendo
vivo. Donde se ha de saber que al hombre malo puédesele llamar
muerto en verdad, y principalmente el que de la vida de su buen
antecesor se aparta. Y esto se puede demostrar así: como dice
Aristóteles en el segundo del Alma, vivir es ser de los vivos, y
como quiera que hay muchos modos de vivir -como vegetar en las
plantas, en los animales vegetar y sentir, en los hombres vegetar,
sentir, crear, inventar y razonar-, y las cosas se deben denominar
por su parte más noble, manifiesto es que vivir en los animales es
sentir -animales brutos, digo- y vivir en el hombre es usar de razón.
Conque si vivir es ser el hombre, apartarse de tal uso es dejar de
ser, y por tanto, estar muerto. ¿Y no se aparta del uso de razón
quien no razona el fin de su vida? ¿No se aparta del uso de razón
quien no razona el camino que ha de seguir? Cierto que se aparta. Y
esto se manifiesta principalmente en quien tiene las huellas delante
y no las mira; y por eso dice Salomón en el quinto capítulo de los
Proverbios: «Morirá aquel que no tenga disciplina, y será engañado
en su mucha estulticia»; es decir: muere aquel que no se hace
discípulo y que no sigue al maestro; y esto es vilísimo. Y alguien
podría decir de él: ¿Cómo es que está muerto y anda? Respondo:
porque ha muerto el hombre y queda la bestia. Porque, como dice el
filósofo en el segundo del Alma, las potencias del alma están unas
sobre otras, como la figura del cuadrángulo está sobre el
triángulo, y el pentágono sobre el cuadrángulo; así la sensitiva
está sobre la vegetativa, y la intelectiva está sobre la sensitiva.
Conque, del mismo modo que quitando el último ángulo del pentágono
queda cuadrado y no pentágono ya, así quitando la última potencia
del alma, es, a saber: la razón, no queda ya hombre, sino cosa con
ánima sensitiva tan sólo, es decir, animal bruto. Y éste es el
sentido del segundo verso de la canción propuesta, en el cual se
exponen las opiniones ajenas.
VIII.
La
más hermosa rama de cuantas surgen de la raíz racional es la
discreción. Porque, como dice Tomás, acerca del prólogo de la
Ética, conocer el orden de una cosa con otra es precisamente acto de
razón; y eso es la discreción. Uno de los más hermosos y dulces
frutos de esta rama es la reverencia que el mayor debe al menor. Y
así Tulio, en el primero de los Offici, hablando de la belleza que
sobre la honestidad resplandece, dice que la reverencia es de
aquélla; y así como ésta es hermosura de honestidad, así su
contraria es torpeza y olvido de lo honesto; el cual contrario puede
llamarse en nuestro vulgar irreverencia o, más bien, insolencia. Y
por eso, el propio Tulio en el mismo lugar dice: «Poner negligencia
en saber lo que los demás opinan de uno, no sólo es propio de
persona arrogante, sino disoluta»; lo cual no quiere decir sino que
arrogancia y disolución es no conocerse a sí mismo, lo cual es
principio de la medida de toda reverencia. Por lo cual yo, queriendo
-con toda reverencia hablando al príncipe y al filósofo- quitarles
a algunos la malicia de la mente, para infundirles luego la luz de la
verdad, antes de proceder a reprobar las opiniones propuestas,
mostraré cómo al reprobar éstas no se habla irreverentemente
contra la majestad imperial ni contra el filósofo. Porque si en
cualquiera parte de este libro me mostrase irreverente, nunca sería
tan feo como en este Tratado: en el cual, hablando de nobleza, debo
mostrarme noble y no villano. Y primeramente demostraré que no me
atrevo contra la autoridad del filósofo; luego demostraré que no me
atrevo contra la majestad imperial.
Digo,
pues, que cuando el filósofo dice: «Lo que les parece a los más es
imposible que sea completamente falso», no quiere decir, al parecer
exterior, es decir, sensual, sino el de dentro, es decir, racional;
pues que el parecer sensual, según la mayor parte de la gente, es
muchas veces falso, principalmente en los sensibles comunes, donde el
sentido se engaña frecuentes veces. Así sabemos que a la mayor
parte de la gente el sol le parece que tiene un pie de diámetro; y
esto es tan falso, que, según las investigaciones e invenciones
hechas por la humana razón con sus demás artes, el diámetro del
cuerpo del sol es cinco veces y media el de la tierra. Como quiera
que el diámetro de la tierra tiene seis mil quinientas millas, el
diámetro del sol, que según la apariencia sensual parece de un pie
de largo, tiene treinta y cinco mil setecientas cincuenta millas. Por
lo cual es manifiesto que Aristóteles no se refería a la apariencia
sensual. Y por eso, si es mi intención reprobar tan sólo la
apariencia sensual, no repruebo la intención del filósofo, y, por
lo tanto, no ofendo la reverencia que se le debe. Y que yo me
propongo reprobar la apariencia sensual es manifiesto, porque los que
así juzgan, no juzgan sino por lo que perciben de estas cosas que la
fortuna puede dar o quitar; que porque ven hacerse los parentescos,
los elevados matrimonios, las amplias posesiones, los grandes
señoríos, creen que son causas de nobleza, y lo que es más: que
tales cosas son la nobleza misma. Porque si juzgasen de la apariencia
racional, dirían lo contrario; es decir, que la nobleza es causa de
éstas, como más abajo en este Tratado se verá.
Y
como yo, según puede verse, no hablo contra la reverencia del
filósofo al reprobar tal, así tampoco hablo contra la reverencia
del imperio, y quiero explicar la razón. Mas cuando se habla, ante
el adversario, el retórico debe usar mucha cautela en su discurso, a
fin de que el adversario no tome de aquí ocasión para empeñar la
verdad. Yo, que hablo ante tantos adversarios en este Tratado, no
puedo hablar brevemente. Por lo cual, si mis digresiones son largas,
nadie se maraville. Digo, pues, que para demostrar que no soy
irreverente en la majestad del imperio, primero se ha de ver qué es
reverencia. Digo que reverencia no es otra cosa que acatamiento de
sujeción debida por signo manifiesto. Y visto esto, hay que
distinguir entre lo irreverente y lo no reverente. Irreverente quiere
decir privación, y no reverente, negación. Y por eso la
irreverencia es desacatar la sujeción debida con signo manifiesto;
la no reverencia es negar la sujeción indebida. Puede el hombre
rechazar una cosa de dos maneras: de una, puede el hombre desmentir
no ofendiendo a la verdad, cuando se priva del debido acatamiento, y
esto es propiamente desacatar; de otra manera puede el hombre
desmentir no ofendiendo a la verdad, cuando aquello que no es no se
confiesa; y esto es propiamente negar; como decir el hombre que es
del todo mortal, es negar propiamente hablando. Por lo cual si yo
niego la reverencia al imperio, no soy irreverente, sino que soy no
reverente; porque no es contra la reverencia, como quiera que no la
ofende, del mismo modo que el no vivir no ofende a la vida, mas sí
la ofende la muerte, que es privación de aquélla; de aquí que una
cosa sea la muerte y otra no vivir; que no vivir es el de las
piedras. Y por eso muerte quiere decir privación, que no puede
existir sino en el sujeto del hábito, y las piedras no son sujeto de
vida; por lo cual no puede decírseles muertas, mas que no viven.
Igualmente yo, que en este caso no debo guardar reverencia al
imperio, se la niego; no soy irreverente, mas soy no reverente, lo
cual no es arrogancia ni cosa merecedora de vituperio. Mas sería
arrogancia el ser reverente, si reverencia se pudiera llamar, porque
en mayor y más verdadera irreverencia, se caería; es, a saber: de
la naturaleza y de la verdad, como más adelante se verá. De caer en
esta falta se guardó Aristóteles, maestro de filósofos, cuando
dice al principio de la Ética: «Si son dos los amigos y uno es la
verdad, a la verdad ha de consentir». En verdad, una vez dicho que
no soy reverente, que es negar la reverencia, esto es, negar la
sujeción indebida por signo manifiesto, queda por ver cómo en este
caso no estoy debidamente sujeto a la majestad imperial. Y como es
menester que la razón sea larga, en capítulo propio quiero
exponerla inmediatamente.
IX.
Para
ver cómo en este caso, es decir, aprobando o reprobando la opinión
del emperador, no estoy obligado a sujetarme a él, es menester
recordar lo que del mando imperial se ha dicho más arriba, en el
cuarto capítulo de este Tratado; es decir, que la imperial autoridad
fue inventada para perfección de la vida humana, y que ella es justa
reguladora y gobernadora de todas nuestras obras, porque hasta donde
nuestras obras se extienden tiene jurisdicción la majestad imperial,
y fuera de estos límites no se extiende. Mas como toda arte y humano
ejercicio están por el imperial limitados a ciertos términos, así
también el imperio está limitado a ciertos términos por Dios; y no
es maravilla, porque el oficio y el arte de la Naturaleza vemos
limitado en todas sus obras. Porque si queremos tomar la Naturaleza
universal por entero, tiene tanta jurisdicción cuanta es la
extensión del mundo, es decir, del cielo y la tierra; y esto con
cierto límite, como se demuestra en el tercero de la Física y en el
primero de Cielo y Mundo. Conque la jurisdicción de la Naturaleza
universal está confinada en ciertos límites, y, por consiguiente,
la particular y es también limitador de ésta. Aquel que por nada
está limitado, es decir, la primera Bondad, que es Dios, el cual es
sólo en su infinita capacidad a comprender el infinito.
Y
para ver los límites de nuestras obras, se ha de saber que nuestras
obras son únicamente aquellas que obedecen a la razón y a la
voluntad; porque si en nosotros existe la operación digestiva, ésta
no es humana, sino natural. Y se ha de saber que nuestra razón está
ordenada para obras en cuatro maneras, de diversa consideración; que
no son operaciones que únicamente considera y no hace, ni puede
hacer ninguna de ellas, como son las cosas naturales, las
sobrenaturales y las matemáticas; operaciones que considera y hace
en su propio acto, las cuales se llaman racionales, como son las
artes de hablar, y hay operaciones que considera y hace materialmente
fuera de sí misma, como son las artes mecánicas. Y todas estas
operaciones, aunque al considerarlas obedecen a nuestra voluntad, por
sí mismas no la obedecen. Porque, aun queriendo nosotros que las
cosas pesadas se elevasen por su propia naturaleza, ne podrían
subir, y aunque quisiéramos que el silogismo con falsos principios
concluyese mostrando la verdad, no concluiría tal; y aunque
quisiéramos que la casa se sostuviera lo mismo inclinada que
derecha, no sería; porque de todas estas obras no somos los factores
propiamente, sino los inventores, que las ordenó e hizo el mayor
factor. Hay también operaciones que nuestra razón considera en el
acto de la voluntad, como ofender y beneficiar, como permanecer firme
y obedecer por entero a nuestra voluntad; y por eso, por ellas somos
llamados buenos o malos, porque son completamente nuestras;
por lo cual nuestras obras se extienden a donde nuestra voluntad
puede alcanzar. Y como quiera que en todas estas obras voluntarias
hay alguna equidad que conservar y alguna iniquidad que evitar, la
cual equidad puede perderse por dos causas: por no saber cuál es la
tal o por no querer seguirla, fue inventada la razón escrita para
mostrarla y para ordenarla. Así, pues, dice Agustín: «Si los
hombres la conocieran -es a saber: la equidad-, y, conocida, la
conservasen, no sería menester la razón escrita». Y por eso está
escrito al principio del antiguo Digesto: «La razón escrita es el
arte del bien y de la equidad». Para escribir la cual, publicarla y
ordenarla, está puesto este oficial de quien se habla, es, a saber:
el emperador, al cual estamos sujetos en tanto cuanto se entienden
nuestras propias obras que se han dicho, y más allá no. Por esta
razón, en toda arte y en todo oficio, los artífices y aprendices
están y deben estar sujetos al principal y al maestro de tales
oficios y artes; fuera de ellos, la sujeción perece, puesto que
perece el principado. Del mismo modo casi se puede decir del
emperador, si se quiere representar su oficio con una imagen, que es
caballero, sobre la humana voluntad. Caballo éste que manifiesto es
cuán frecuentemente va por el campo sin caballero, especialmente en
la mísera Italia, que sin medio alguno se ve abandonada a su
gobierno.
Y
se ha de considerar que cuanto la cosa es más propia del arte y del
magisterio, tanto mayor es en ella la sujeción; porque, multiplicada
la causa, se multiplica el efecto. Así, pues, se ha de saber que hay
cosas que también son puras artes, que la Naturaleza es instrumento
del arte: como bogar con el remo, donde el arte hace instrumento del
impulso, que es movimiento natural; como en el trillar el trigo, en
que el arte hace instrumento suyo el calor, que es cualidad natural.
Y en esto principalmente se debe estar sujeto al jefe y maestro del
arte. Y hay cosas en que el arte es instrumento de la Naturaleza; y
éstas son menos artes, y en ellas están menos sujetos los artífices
a su jefe, como el sembrar la tierra, en que se ha de esperar la
voluntad de la Naturaleza; como salir del puerto, en que se ha de
esperar la natural disposición del tiempo. Y por eso vemos en estas
cosas muchas veces que disputan los artífices y pedir consejo el
superior al inferior. Hay otras cosas que no pertenecen al arte y
parecen tener con él algún parentesco; y de aquí que los hombres
se engañen muchas veces; y en éstas no están sujetos los
aprendices al artífice, o más bien maestro, ni están obligados a
creerle en cuanto hace al arte; como la pesca, que parece tener
parentesco con la navegación, y conocer la virtud de las hierbas,
que parecen tener parentesco con la agricultura, y no tienen ninguna
regla común, puesto que la pesca pertenece al arte venatoria y está
a sus órdenes, y el conocer las hierbas pertenece a la Medicina, o
sea a más noble doctrina.
Estas
cosas, lo mismo que se han explicado con respecto a las demás artes,
pueden verse en el arte imperial; porque en ella hay reglas que son
puras artes, como son las leyes de matrimonios, de los siervos, de
las milicias, de los sucesores en dignidades; y en todas ellas
estamos sujetos al emperador sin duda alguna ni sospecha. Hay otras
leyes, que son como continuadoras de Naturaleza, como constituir al
hombre de edad suficiente para administrar, y en esto no estamos por
entero sujetos. Hay otras muchas que parecen tener algún parentesco
con el arte imperial, y aquí yerra quien crea que el mandato
imperial es auténtico en este punto; como la juventud, sobre la cual
no se ha de consentir ningún juicio imperial, en cuanto es
emperador; por eso aquello que es de Dios, a Dios sea dado. Así,
pues, no se le ha de creer ni consentir al emperador Nerón, que dijo
que la juventud era hermosura y fortaleza de cuerpo, sino a quien
dijera que la juventud es el colmo de la vida natural, que sería
filósofo. Y por eso, manifiesto es que el definir la nobleza no
compete al arte imperial; y si no le compete, al tratar de ella no
hemos de estarle sujetos; y si no estamos a ella sujetos, no estamos
obligados a reverenciarle en ese punto; y esto es lo que se iba
buscando. Por lo cual, ora ya, con toda licencia, con toda libertad
de ánimo, hay que herir en el pecho a las opiniones viciadas,
derribándolas en tierra, a fin de que la verdadera por esta victoria
mía tenga el campo de la mente de aquellos por quienes esta luz
cobra vigor.
X.
Pues
que se han expuesto las ajenas opiniones acerca de la nobleza y se ha
demostrado que me es lícito el reprobarlas, argumentaré la parte de
la canción que tal reprueba, que comienza, como antes se ha dicho:
Quien define: El hombre es un leño con alma. Y así se ha de saber
que la opinión del emperador -aunque errónea- en una partícula, a
saber, donde dice: buenos hábitos, apuntó a los hábitos de la
nobleza; y por eso en esa parte no se ha de reprobar. Nos proponemos
reprobar la otra partícula, que por la naturaleza de nobleza es
completamente diversa; la cual parece decir dos cosas cuando dice:
antigua riqueza, es decir, tiempo y riquezas, las cuales son
completamente diversas de nobleza, como se ha dicho, y como más
abajo se demostrará. Y por eso al reprobar se hacen dos partes:
primeramente se reprueba lo de que las riquezas sean causa de
nobleza; luego se reprueba que lo sea el tiempo. La segunda parte
comienza: No quieren que el villano noble se haga.
Se
ha de saber que, reprobadas las riquezas, se reprueba no sólo la
opinión del Emperador en cuanto hace a las riquezas, sino también
del vulgo todo, que sólo en las riquezas la fundaba. La primera
parte se divide en dos, en la primera de las cuales se dice, en
general, que el Emperador erró en la definición de Nobleza; en
segundo término, se muestra el porqué, y comienza esta segunda
parte: Que las riquezas, como se cree.
Digo,
pues, Quien define: El hombre es un leño animado, primeramente no
dice verdad, es decir, dice falsedad en cuanto dice leño; y luego no
habla por entero, es decir, habla con defecto en cuanto dice animado
y no dice racional, que es la diferencia por la cual el hombre se
distingue de la bestia. Luego digo que de este modo erró al definir
aquel que tuvo Imperio, no diciendo Emperador, sino aquel que tuvo
Imperio, para demostrar, como se ha dicho más arriba, que determinar
cosa tal es ajeno al imperial oficio. Luego digo que erró igualmente
porque atribuyó falso sujeto a la Nobleza, a saber: la antigua
riqueza, y luego procedió en forma defectuosa, o sea diferencia, a
saber: buenos hábitos, los cuales no comprenden todas las
formalidades de la Nobleza, sino muy pequeña parte, como más abajo
se demostrará. Y no se ha de dejar, aunque calle el texto, que meser
el emperador no erró en este punto solamente en las partes de la
definición, mas también en el modo de definir – aunque, según
pregona de él la fama, fuese lógico y muy docto-, porque más
dignamente se define la Nobleza por los efectos que por los
principios, puesto que parece tener razón de principio que no se
puede percibir por las cosas primeras, sino por las posteriores.
Luego, cuando digo: Que las riquezas, como se cree, demuestro que no
pueden ser causa de Nobleza, porque son viles, y demuestro que no
pueden darla ni quitarla, porque están muy desunidas de la nobleza.
Y pruebo que son viles, por un principalísimo y manifiesto defecto,
y hago tal cuando digo: Por viles se las tiene, etc. Por último,
deduzco, en virtud de lo que antes ha dicho, que no están unidas a
la Nobleza,, por no seguir el efecto de la unión. Así pues, se ha
de saber que, conforme quiere el filósofo, todas las cosas que hacen
alguna cosa es menester que primeramente estén perfectamente en
aquel ser. Por lo que dice en el séptimo de la Metafísica: «Cuando
una cosa se engendra de otra, se engendra de aquélla estando en
aquel ser». Además, se ha de saber que toda cosa que se destruye,
se destruye tanto precediendo alguna alteración, y toda cosa
alterada es menester que esté unida con la alteración, como quiere
el filósofo en el séptimo de la Física y en el primero de
Generación. Una vez estas cosas propuestas, continúo y digo que las
riquezas, como otro creía, no pueden dar Nobleza, y para demostrar
que hay gran diversidad entre ellas, digo que no la pueden quitar a
quien la tiene. No la pueden dar, puesto que por naturaleza son
viles, y por su vileza, contrarias a Nobleza. Y aquí se entiende por
vileza, degeneración, lo cual es opuesta a Nobleza, como quiera que
un contrario no es factor del otro, ni lo puede ser, por la razón
susodicha. La cual se añade al texto al decir: Pues quien pinta una
figura, si no puede estar en ella, no la puede exponer. Así, pues,
ningún pintor podría exponer figura alguna, si en su intención no
se hiciese él primeramente cuál debe ser la figura. Tampoco la
pueden quitar, porque están muy lejos de Nobleza; y por la razón
antes dicha, de que para corromper o alterar alguna cosa es menester
estar unida a ella; y por eso añade: ni la enhiesta torre, desvía
al río que de lejos corre; lo cual no quiere decir sino que,
respondiendo a lo que antes se ha dicho, que las riquezas no pueden
quitar Nobleza, diciendo que la Nobleza es como una enhiesta torre y
las riquezas cual río que de lejos corre.
XI.
Queda
por probar únicamente ahora cuán viles son las riquezas y cuán
apartadas y lejanas están de Nobleza; y esto se prueba en dos
partículas del texto, en las cuales es menester parar atención
ahora. Y luego, expuestas aquéllas, será manifiesto lo que he
dicho, es decir, que las riquezas son viles y están lejos de la
Nobleza, y con esto estarán perfectamente probadas las razones de
más arriba contra las riquezas.
Digo,
pues: Por viles se las tiene e imperfectas. Y para manifestar lo que
se quiere decir, debe saberse que la vileza de una cosa por su
imperfección se colige,
y así la nobleza de la perfección, pues que en tanto cuanto la cosa
es perfecta, es por su naturaleza noble y vil, en cuanto es
imperfecta. Y por eso, si las riquezas son imperfectas, manifiesto es
que son viles. Y que son imperfectas lo prueba brevemente el texto,
cuando dice: que aunque estén guardadas, no dan tranquilidad, antes
cuidados. En lo cual, no sólo se manifiesta su imperfección, sino
que su condición es imperfectísima y, por lo tanto, que son lo más
viles. Y esto atestigua Lucano, cuando dice, hablándoles a ellas:
«Sin contención peligran las leyes, y vosotras, riquezas, vilísima
parte de las cosas, movisteis batalla». Puédese ver brevemente su
imperfección en tres cosas por modo manifiesto: primero, en su
indiscreto advenimiento; segundo, en su peligroso acrecimiento;
tercero, en su dañosa posesión. Y antes de demostrarlo, he de
declarar una duda que parece surgir aquí; pues como quiera que el
oro y las margaritas tienen perfectamente en su ser forma y acto, no
parece cierto decir que sean imperfectas. Mas, sin embargo, se ha de
saber que, cuando se las considera en sí mismas, son cosas perfectas
y no son riquezas, pero oro y margaritas; mas en cuanto están
ordenadas a la posesión del hombre, son riquezas, y por este modo
están llenas de imperfecciones; porque no hay inconveniente en que
una cosa sea, en diversos aspectos, perfecta e imperfecta.
Digo
que su imperfección puédese advertir primeramente en la
indiscreción de su advenimiento, en el cual no resplandece ninguna
justicia distributiva y sí la más completa iniquidad; la cual
iniquidad es precisamente efecto de imperfección, porque si se
consideran los modos por los cuales vienen aquéllas, puédense todos
recopilar en tres maneras; porque, o proceden de la pura suerte, como
cuando, sin intención o esperanza, vienen por cualquier impensado
hallazgo, o proceden de la mente ayudada de la razón, como por
testamento o mutua sucesión, o proceden de la razón, ayudada de la
suerte, como cuando vienen por provecho lícito o inclinado; lícito,
digo, cuando son merecidas por arte, mercancía o servicio; ilícito,
cuando proceden del hurto o la rapiña. Y en cada uno de estos tres
modos se ve la iniquidad que digo, porque se le ofrecen más veces a
los malos que a los buenos las escondidas riquezas que se encuentran
o se consiguen, y esto es tan manifiesto, que no ha menester ser
probado. A la verdad, yo vi el lugar en la ladera de un monte en
Toscana, llamado Falterona, donde el villano más villano de la
comarca, según se hallaba cavando, encontró finísima plata,
esperada tal vez mil años. Y al ver estas iniquidades, dijo
Aristóteles que «cuanto más subyuga el hombre al intelecto, tanto
menos subyuga a la fortuna». Y digo que muchas más veces les tocan
las herencias legadas o correspondidas a los malvados que a los
buenos, y de esto no quiero presentar testimonio alguno; mas vuelva
cada cual los ojos en derredor suyo y verá lo que yo callo para no
abominar de nadie. Así pluguiera a Dios que se hubiese cumplido lo
que el Provenzal pidió que «quien no es heredero de la bondad
perdiese la herencia del haber». Y digo que más veces a los malos
que a los buenos tócales precisamente el provecho, porque los
ilícitos nunca tocan a los buenos porque lo rehúsan; y ¿qué bien
hombre utiliza nada por fraude o por fuerza? Imposible sería, porque
sólo con aceptar la ilícita empresa, ya no sería bueno. Y los
lícitos rara vez tocan a los buenos, porque como quiera que se
necesita mucha solicitud, y la solicitud del bueno se propone cosas
más grandes, raras veces el bueno es en éstas suficientemente
solícito. Por lo cual es manifiesto que de todos modos vienen
inicuamente las riquezas, Y por eso Nuestro Señor inicuas las llamó
cuando dijo: «Haceos amigos con el dinero de la iniquidad»,
invitando y confortando a los hombres a la liberalidad en los
beneficios, que son engendradores de amigos. ¡Y cuán buen cambio
hace quien de estas cosas imperfectísimas da para tener y adquirir
cosas perfectas, como son los corazones de los hombres de pro! Este
cambio puede hacerse todos los días. Ciertamente que esta mercancía
es más nueva que las otras, pues que creyendo comprar un hombre con
el beneficio, compra miles y miles. ¿Y quién no está aún
agradecido de corazón a Alejandro por su reales beneficios? ¿Quién
no tiene aún al buen Rey de Castilla, o a Saladino, o al buen
marqués de Monferrato, o al buen conde de Tolosa, o a Beltrán del Bornio, o a Galeazo de Montefeltro, cuando se hace mención de sus
misiones? Ciertamente que sólo los que tal harían de grado; más
aún, aquellos que antes morirán que hacer tal, tiénenle amor a su
memoria.
XII.
Como
se ha dicho, la imperfección de las riquezas no sólo se ve en su
indiscreto advenimiento, mas también en su peligroso acrecimiento, y
por eso, en lo que se puede ver de su defecto, sólo de ello hace
mención el texto, al decir aunque guardadas, no solamente no dan
tranquilidad, sino que dan más sed, y le hacen más insuficiente y
falto. Y en este punto se ha de saber que las cosas defectuosas
pueden tener sus defectos de modo que a primera vista no aparezcan;
mas, so pretexto de perfección, se esconde la imperfección, y
pueden tener aquéllos de tal manera al descubierto, que claramente
se vea la imperfección a primera vista. Y aquellas cosas que de
primeras no muestran sus defectos son más peligrosas, por lo que
muchas veces no puede uno guardarse de ellas, como vemos en el
traidor, que a la vista se muestra amigo, de modo que hace que se
tenga fe en él, y so pretexto de amistad encierra el defecto de la
enemistad. Y de este modo las riquezas son peligrosamente imperfectas
en su acrecimiento, porque posponiendo lo que prometen, traen lo
contrario. Prometen siempre estas falsas traidoras, reunidas en
cierto número, hacer al que las reúne pago de todo deseo, y con
esta promesa conducen la humana voluntad al vicio de la avaricia. Y
por esto las llama Boecio peligrosas en el de Consolación, al decir:
«¡Ay, quién fue el primero que, descubriendo los pesos de oro y
las piedras que querían esconderse, excavó preciosos peligros!»
Prometen las falsas traidoras, si bien se mira, satisfacer toda sed y
toda falta y aportar saciedad y bastanza. Y hacen esto al principio a
todos los hombres, afirmando su promesa con cierto acrecimiento de su
cantidad, y luego que están reunidas, en lugar de saciedad y
refrigerio, dan sed al pecho, febril e intolerable, y en lugar de
saciedad, aportan nuevo límite, es decir, deseo de mayor cantidad, y
con él, grande temor y cuidado de lo adquirido. De modo que,
verdaderamente, no tranquilizan, sino que dan más cuidados, los
cuales sin ellas no se tenían. Y por eso dice Tulio en el Tratado de
la Paradoja, abominando las riquezas: «Yo en ningún tiempo dije que
entre las cosas buenas y deseables estuvieran sus dineros ni sus
magníficas mansiones, sus señoríos ni sus alegrías, de las cuales
están muy agobiados, puesto que veía a los hombres que cuanto más
abundaban en riquezas más deseaban. Porque nunca se sacia la sed del
deseo ni se atormentan sólo por el deseo de aumentar las cosas que
tienen, sino que también les da tormento el temor de perderlas». Y
todas estas palabras son de Tulio, y en el libro que he dicho
escritas están. Y para mayor testimonio de esta imperfección, he
aquí a Boecio, que dice en el de Consolación: «No cesará de
llorar el género humano, por más que la diosa de las riquezas le dé
tantas cuantas arenas devuelve el mar turbado por el viento, o
cuántas son las estrellas que en el cielo relucen!» Y como más
testimonios se han menester para probar tal, dejamos a un lado cuanto
claman contra ellas Salomón y su padre, y asimismo Séneca,
principalmente escribiendo a Lucilo, Horacio, Juvenal, y en fin,
cuanto todos los poetas y cuanto la Divina Escritura clama contra
estas falsas meretrices, llenas de defectos; y póngase atención
para tener fe de ojos, solamente a la vida de quienes van tras ellas,
cuán seguros viven cuando las han reunido, cómo se satisfacen y
descansan. ¿Y qué otra cosa pone en peligro y mata la ciudad, los
campos y los individuos cuanto amontonar más después del algo? El
cual amontonamiento menos deseos descubre, al logro de los cuales
nadie puede llegar sin injuria. ¿Y qué otra cosa se proponen
medicinar una y otra razón, quiero decir, la canónica y la civil,
sino el deseo que, aumentando riquezas, aumenta a su vez? Cierto que
asaz lo manifiestan una y otra razón si se leen sus comienzos, es
decir, los de sus escritos. ¡Oh, cuán manifiesto es, más que cosa
alguna, que, al aumentar aquéllas, son imperfectas, ya porque de
ellas no puede originarse sino imperfección, una vez guardadas. Y
esto es lo que el texto dice.
A
la verdad, en este punto surge una duda, merecedora de que no sigamos
adelante, sin plantearla y responder a ella. Podría decir algún
calumniador de la verdad que, si por aumentar el deseo con la
adquisición, las riquezas son imperfectas y viles por lo tanto, por
la misma razón será imperfecta y vil la ciencia, pues que en su
adquisición aumenta el deseo de ella, que así dice Séneca: «Aun
con un pie en el sepulcro, quisiera aprender». Mas no es verdad que
la ciencia sea vil por imperfección; así, pues, por la destrucción
del consiguiente, el que el deseo aumente no es causa de vileza para
la ciencia. Su perfección es manifiesta para el filósofo en el
sexto de la Ética, cuando dice que «la ciencia es la perfecta razón
de algunas cosas». A esta cuestión hemos de responder brevemente;
mas primero hemos de ver si en la adquisición de la ciencia se
aumenta el deseo como en la cuestión se supone; y si es por la razón
por lo que digo que no solamente en la adquisición de la ciencia y
de las riquezas, sino en toda adquisición, se dilata el deseo
humano, aunque de diferente modo; y la razón es que el sumo deseo de
toda cosa y el que primero da la Naturaleza es el volver a su
principio. Y como Dios es principio de nuestras almas y factor de las
que se le asemejan, según está escrito: «Hagamos al hombre a
imagen y semejanza nuestra», esa alma desea principalmente volver a
él. E igual que el peregrino que va por un camino por el que nunca
fue, cree que toda casa que ve a lo lejos es la hospedería, y
hallando que no es tal, endereza su pensamiento a otra, y así de
casa en casa, hasta que la hospedería llega, así nuestra alma
apenas entra en el nuevo camino de esta vida nunca recorrido, dirige
los ojos al término de su sumo bien, y cualquier cosa que ve le
parece tener en sí misma algún bien, cree que es aquél. Y como su
primer conocimiento es imperfecto, porque no está experimentado ni
adoctrinado, los pequeños bienes le parecen grandes, y por aquéllos
empieza a desear. Así, pues, vemos a los párvulos desear más que nada
una manzana y luego desear un pajarillo; y más adelante desear
lindos vestidos; y luego un caballo, y luego mujer; y luego algunas
riquezas, luego riquezas grandes y luego grandísimas. Y acaece esto
porque en ninguna de estas cosas encuentra lo que va buscando, y cree
que lo ha de encontrar más adelante. Por lo cual se ve que los
deseos preséntanse unos tras otros a los ojos de nuestra alma de
manera en cierto modo piramidal, porque el más pequeño está sobre
todos, y es como punta de lo último que se desea, que es Dios, como
base de todos. De modo que, cuanto más se procede de la punta a la
base, los deseables aparecen mayores; y ésta es la razón de que al
adquirir los deseos humanos se ensanchen uno tras otro. A la verdad,
este camino se pierde por error, como los senderos de la tierra;
porque de igual manera que de una ciudad a otra hay por necesidad un
camino inmejorable y derecho, y otro que se tuerce y aparta, es
decir, el que va a ese lugar, y otros muchos que se acercan o se
alejan más o menos, así en la vida humana hay diversos caminos, uno
de los cuales es el verdadero, y otro el más falaz, y otros ya menos
falaces, ya menos verdaderos. Y del mismo modo que vemos que el que
va derecho a la ciudad cumple el deseo y da descanso tras de la
fatiga, y el que va al contrario nunca lo cumple ni puede dar nunca
descanso, así sucede en nuestra vida, que el buen andador llega a su
término y descansa; el erróneo, nunca lo alcanza, antes bien, con
gran fatiga del ánimo y con ojos golosos, mira siempre adelante. De
aquí que, aunque esta razón no responda del todo a la cuestión
suscitada más arriba, al menos abre el camino a la respuesta; porque
hace ver que nuestro deseo no se dilata sólo de una manera. Mas como
este capítulo es un tanto lato, en otro capítulo hemos de responder
a la pregunta, y terminar la disputa que ora nos proponemos contra
las riquezas.
XIII.
Respondiendo
a la cuestión, digo que no se puede decir que aumente propiamente el
deseo de ciencia, aunque, como se ha dicho ya, en cierto modo se
dilate. Porque lo que propiamente crece es porque es uno; y el deseo
de la ciencia no es siempre uno, sino muchos, y acabado el uno, viene
el otro; de modo que, hablando con propiedad su dilatación no es
crecimiento, sino tensión de cosa pequeña o cosa grande. Porque si
yo deseo saber los principios de las cosas naturales, apenas los sé,
termina tal deseo; y si luego deseo saber qué son y cómo son cada
uno de estos principios, ya es un deseo nuevo. Y por el advenimiento
de éste no se me quita la perfección a que me llevó el otro; y
esta dilatación no es causa de imperfección, sino de perfección
mayor. Lo de la riqueza a la verdad es propiamente crecimiento, que
es siempre uno; de modo que ninguna sucesión se ve para término ni
perfección algunos. Si el adversario pretende que así como el saber
los principios de las cosas naturales es un deseo y otro el saber lo
que son, así es un deseo el de tener cien marcos y otro el de tener
mil, respondo que no es verdad, porque ciento es parte de mil y
tienen la misma relación que una parte de la línea y la línea
entera, la cual se sigue con un solo movimiento; y aquí no hay
sucesión ni perfección de movimiento en parte alguna. Mas conocer
lo que son los principios de las cosas naturales y lo que cada uno
es, no es parte uno de otro, y tienen la misma relación entre sí
que tienen diversas líneas; por las cuales no se procede un solo
movimiento, sino que una vez perfecto el movimiento de la una, se
sucede el movimiento de la otra. Y así se ve que no se ha de decir
que es imperfecta la ciencia por el deseo de ciencia, cual se dice
que lo son las riquezas, como la pregunta exponía. Porque al desear
la ciencia, acaban sucesivamente los deseos y llegan a perfección, y
en el desear la riqueza, no; de modo que la cuestión está resuelta,
y no ha lugar.
Muy
bien puede aún calumniar el adversario, diciendo que, aunque muchos
deseos se cumplan con la adquisición de la ciencia, nunca se llega
al último, lo cual es casi igual que la imperfección de aquello que
no se termina y que es uno. Respóndese aquí que no es cierto lo que
se afirma, a saber: que nunca se llega el último; porque nuestros
deseos naturales, como se ha demostrado más arriba en el tercer
Tratado, tienden a cierto término, y el de la ciencia es natural,
así que cumple cierto término, aunque pocos, por caminar mal,
cumplan la jornada. Y quien entiende al comentarista en el tercero
del Alma, esto extiende; y por eso dice Aristóteles en el décimo de
la Ética, hablando contra el poeta Simónides: «Que el hombre
débese dedicar cuanto pueda a las cosas divinas»; en lo cual
demuestra que nuestra potencia se propone un fin cierto. Y en el
primero de la Ética dice que «el disciplinado pide que haya certeza
en las cosas, según lo que en su naturaleza tengan de ciertas». En
lo cual se demuestra que, no sólo por parte del hombre que desea,
sino también por parte de lo cognoscible deseado, débese alcanzar
el fin; y por eso dice Pablo: «No más saber del que se haya
menester, sino saber con mesura». De modo que, sea cualquiera el
modo por que se considere el deseo de la ciencia, alcanza perfección,
ya particular, ya generalmente; y por eso la ciencia perfecta tiene
noble perfección como las malditas riquezas.
Brevemente
se ha de demostrar cuán dañosas son en su posesión, que es la
tercera nota de su imperfección. Puédese ver que su posesión es
dañosa, por dos razones: la una, porque es causa de mal; la otra,
porque es privación de bien. Es causa de mal, porque hace, aun
velando, temeroso y odioso al poseedor. ¡Cuánto temor el de aquel
que tras de sí siente riqueza, al caminar, al descansar, no sólo
velando, sino cuando también duerme, y no por temor a perder su
haber, mas con su haber la vida! Bien lo saben los míseros
mercaderes que van por el mundo, pues que las hojas que el viento
mueve les hacen temblar, cuando llevan riquezas consigo, y cuando van
sin ellas, del todo seguros, hacérseles más breve el camino con el
cantar y hablar. Y por eso dice el sabio: «Si un caminante se echase
a andar de vacío, cantaría aun a la vista de los ladrones». Y esto
quiere decir Lucano en el quinto libro, cuando elogia la seguridad de
la pobreza, diciendo: «¡Oh, segura facultad de la vida pobre! ¡Oh,
estrechas viviendas y muebles! ¡Oh, aun no comprendidas riquezas de
los dioses! ¿A qué templos ni qué muros sucedería tal, es decir,
el no tener tumulto alguno, golpeando la mano de César?» Y tal dice
Lucano cuando recuerda cómo César fue de noche a la cabaña del
pescador Amiclas para pasar el mar Adriano. ¿Y cuánto odio mio le
tienen todos al poseedor de riquezas, ya por envidia, ya por deseo de
quitarle tal posesión? Tan cierto es esto, que muchas veces, contra
la piedad debida, el hijo quiere la muerte de su padre; y de esto
tienen muchos ejemplos manifiestos los latinos, tanto de la parte del
Po como de la del Tíber. Y por eso Boecio, en el segundo de su
Consolación, dice:
«Ciertamente
que la avaricia hace a los hombres odiosos. También es privación de
bien su posesión, porque poseyéndolas no hay generosidad, que es
virtud, la cual es perfecto bien y hace a los hombres rumbosos y
queridos; lo cual no puede ser poseyéndolas, sino dejándolas de
poseer». Por lo que Boecio, en el mismo libro, dice: «Es bueno el
dinero cuando, transferido a los demás por hábito de generosidad,
no se posee ya nada». Por lo cual es manifiesta su vileza en todas
sus señales, y de ahí que el hombre de recto deseo y verdadero
conocimiento no las ama, y no amándolas, no se une a ellas, antes
bien, siempre lejos de sí las quiere, a no ser en cuanto están
ordenadas a un servicio necesario. Y es cosa de razón, porque lo
perfecto no se puede unir con lo imperfecto. Por lo que vemos que la
línea torcida no se junta nunca con la derecha, y si hay alguna
unión no es de línea a línea, sino de punto a punto. Y de aquí se
sigue que el ánimo recto, es decir, en el deseo, y verdadero, esto
es, en el conocimiento, no se destruye por su pérdida, como dice el
texto al fin de esta parte. Y con este efecto quiere probar el texto
que son río que corre lejos de la enhiesta torre es la razón, o sea
de la nobleza; y por eso las riquezas no pueden quitar la nobleza a
quien la tiene. Y de este modo se discuten y reprueban las riquezas
en la presente canción.
XIV.
Reprobado
el ajeno error, en lo que hace a aquella parte que en las riquezas se
apoyaba, hemos de reprobarlo en aquella otra parte que decía ser el
tiempo causa de la nobleza, al decir antigua riqueza; y esta
reprobación se hace en la parte que comienza: No quieren que el
villano noble se haga. Y primeramente se reprueba por una razón de
los mismos que así yerran; luego, para su mayor confusión,
destrúyese esta razón también; y se hace esto al decir: Síguese,
pues, de cuanto llevo dicho. Por último se deduce que es manifiesto
su error, y por tanto tiempo ya de proponerse la verdad; y hace esto
cuando dice: Que al intelecto sano.
Digo,
pues: No quieren que el villano noble se haga. Donde se ha de saber
que la opinión de los que yerran es que a un hombre primeramente
villano nunca se le puede decir noble, y del mismo modo a quien hijo
sea de villano. Y esto rompe su misma opinión cuando dicen que se
requiere tiempo para la nobleza al poner el vocablo antiguo; porque
es imposible, siguiendo el proceso del tiempo, llegar a la generación
de nobleza, por esta su misma razón, que se ha dicho, la cual
descarta el que un hombre villano pueda llegar nunca a ser noble por
sus obras, o por cualquier circunstancia; y descarta el cambio de
padre villano en hijo noble; porque si el hijo del villano es también
villano, y su hijo, por ser hijo de villano, lo es él asimismo,
nunca se podrá hallar el punto en que nobleza comience por proceso
de tiempo. Y si el adversario, queriéndose defender, dijese que
empezara nobleza en el tiempo en que se haya olvidado la baja
condición de los antecesores, respondo que tal es contrario a lo que
ellos dicen, pues que necesariamente habrá transformación de
villanía en nobleza de un hombre a otro o de padre a hijo, lo cual
es contrario a cuanto ellos dicen.
Si
el adversario se defendiese pertinazmente, diciendo que estas
transformaciones pueden hacerse cuando la baja condición de los
antecesores yace en olvido, aunque el texto no se cuide de esto,
merece que la glosa responda. Y por eso respondo que de lo que dicen
se siguen cuatro grandísimos inconvenientes, de modo que no puede
haber buena razón.
Es
el uno, que cuanto mejor fuese la Naturaleza humana tanto más
difícil y tardía sería la generación de nobleza; lo cual es
grande inconveniente, puesto que se conmemora la cosa cuanto mejor
es, y tanto más causa de bien; y la nobleza se conmemora entre los
bienes. Y que esto es así se demuestra: si la gentileza o nobleza
-que por ambas entiendo lo mismo se engendrase en el olvido, cuanto
más desmemoriados fuesen los hombres, tanto más pronto se
engendraría la nobleza, porque tanto más pronto vendría todo
olvido. Conque cuanto más desmemoriados fuesen los hombres, tanto
más pronto serían nobles; y, por el contrario, cuanta mejor memoria
tuviesen, tanto más tardarían en ennoblecerse.
El
segundo es que en cosa ninguna, excepto en los hombres, podría
hacerse esta distinción, a saber: noble y vil, lo cual es grave
inconveniente, puesto que en toda especie, de cosas vemos las
imágenes de nobleza o de vileza, por lo que frecuentes veces decimos
a un caballo noble y a otro vil; y noble a un ladrón y a otro vil; y
noble a una margarita noble y vil a otra. Y que tal distinción no se
podría hacer, demuéstrase así: si el olvido de los antecesores de
baja condición es causa de nobleza, donde no hubo bajeza en los
antecesores no pudo haber olvido; como quiera que el olvido es
corrupción de la memoria, y en los animales, plantas y minerales no
se advierten la bajeza y la alteza -porque han nacido en único e
igual estado-, y en ellos no puede haber generación de nobleza ni de
villanía, puesto que una y otra se consideran como hábito y
privación, que son posibles en un mismo sujeto; y por eso no podría
haber distinción entre una y otra. Y si el adversario dijese que en
las demás cosas se entiende por nobleza la bondad de la cosa, y en
los hombres el que no haya memoria de su baja condición, deberíase
responder, no con palabras, sino con cuchillo, a bestialidad tan
grande como es el dar la bondad por causa a la nobleza de las demás
cosas, y a la de los hombres, por principio el olvido.
Es
el tercero, que muchas veces aparecería antes el engendrado que el
genitor, lo cual es del todo imposible; y esto se puede demostrar
así: pongamos que Gerardo da Camino hubiese sido nieto del villano
más vil que hubiera bebido nunca en el Sil o en el Cagnano, y que
aún no se hubiera olvidado la memoria de su abuelo. ¿Quién osará
decir que Gerardo da Camino fuese hombre vil? ¿Y quién no estará
conmigo al decir que ha sido noble? Cierto que nadie, por más que
parezca presuntuoso, porque tal fue y lo será siempre su memoria. Y
si no se hubiese olvidado la de su abuelo, como se dice, y fuese éste
muy noble, y su nobleza se viese claramente, antes hubiérale temido
él que su genitor; lo cual es de todo punto imposible.
El
cuarto es que habría hombre tenido por noble luego de muerto, no
habiéndolo sido vivo; lo cual sería lo más inconveniente; y esto
se demuestra así: pongamos que en el tiempo de Dardano se conservase
memoria de sus antecesores
de baja condición, y pongamos que en el tiempo de Laomedonte
hubiérase borrado tal memoria y llegado el olvido. Según la opinión
adversa, Laomedonte fue noble y Dardano villano, en vida. Nosotros, a
quienes no ha llegado la memoria de sus antepasados -los de Dardano,
digo-, ¿diremos que Dardano, mientras vivió, fue villano, y que
muerto es noble?; y no es, contra lo que dice, que Dardano fuese hijo
de Júpiter, porque eso es fábula, la cual, discutiendo
filosóficamente, no es de tener en cuenta, y aun si con la fábula
se quisiese detener al adversario, ciertamente lo que la fábula
encubre deshace todas sus razones.
XV.
Luego
que, por su mismo sentido, la canción ha demostrado que no se
requiere tiempo para la nobleza, de seguida se propone confundir la
susodicha opinión, para que de tan falsas razones nada quede en la
mente que esté preparada, para la verdad; y hace esto cuando dice:
Síguese, pues, de cuanto llevo dicho.
Donde
se ha de saber que si el hombre no puede convertirse de villano en
noble, o de padre villano no puede nacer hijo noble, como antes se ha
supuesto, en opinión de aquéllas, de los dos inconvenientes es
menester seguir uno; es el uno que no hay ninguna nobleza; el otro,
que en el mundo siempre ha habido muchos hombres, de modo que el
género humano no ha descendido de uno sólo. Y esto se puede
demostrar. Si la nobleza no se engendra de nuevo, como muchas veces
se ha dicho que tal opinión pretende, no engendrándola el hombre
villano en sí mismo, ni el padre villano en su hijo, el hombre es
siempre tal cual nace; y nace tal cual es el padre; y así el proceso
de su condición se origina en el primer padre; por lo cual, tal como
fue el primer genitor, es decir, Adán, ha de ser todo el género
humano, con lo que desde él hasta los modernos no puede haber
transformación alguna, por esa razón. Con que si Adán fue noble,
todos somos nobles; y si fue villano, todos somos villanos; lo cual
no es otra cosa que borrar la diferencia de estas condiciones, y así
borrar las conclusiones mismas. Y esto dice lo que sigue a lo que
antes se expuso: Que todos somos nobles o villanos. Y si no es así,
a alguna gente se ha de decir noble, y otra villana necesariamente.
Pues que la transformación de villanía en nobleza se ha borrado, es
menester que el género humano descienda de diversos principios, es
decir, de uno noble y otro villano; y tal dice la canción cuando
dice: O que no tuvo el hombre principio; y esto es de todo punto
falso, según el filósofo, conforme a nuestra fe, que no puede
mentir, y según la ley y creencia antigua de los gentiles; que
aunque el filósofo no suponga el proceso desde un primer hombre, con
todo quiere que haya en todos los hombres, una misma esencia, la cual
no puede tener diversos principios. Y Platón quiere que todos los
hombres dependan de una idea tan sólo no más; lo cual es darles; un
único principio. Y, sin duda, mucho se había de reír Aristóteles
oyendo hacer dos especies del género humano, como de caballos y
asnos; que -Aristóteles me perdone- asnos se pueden llamar los que
así piensan. Porque, según nuestra fe -la cual ha de guardarse por
entero-, es lo más falso, y por Salomón lo manifiesta, que allí
donde hace distinción entre hombres y animales brutos, llama a todos
aquéllos hijos de Adán; y hace tal cuando dice: «¿Quién sabe si
los espíritus de los hijos de Adán van arriba y los de bestias
abajo?» Y de que entre los gentiles era falso, he aquí el
testimonio de Ovidio en el primero de su Metamorfoseos, donde trata
de la constitución mundial según la creencia pagana, o de los
gentiles, diciendo: «Nacido es el hombre -no digo los hombres-,
nacido es el hombre, ya que le hiciera el artífice de las cosas con
divina simiente, ya porque la reciente tierra, poco antes separada
del noble éter, conservase las simientes del acuñado cielo,
mezclando la cual con el agua del río el hijo de Japeto, es, a
saber: Prometeo compuso a imagen de los dioses que todo lo gobiernan.
Donde manifiestamente supone que el primer hombre fue un solo ser; y
por eso dice la canción: Mas yo a tal no consiento; es decir, que el
hombre no tuviese principio; y añade la canción: Ni ellos tampoco,
no, si son cristianos; y no dice filósofos o sea gentiles, cuyas
opiniones están también en contra; por lo que la cristiana opinión
tiene mayor vigor y deshace toda calumnia, merced a la suma luz del
cielo que la ilumina.
Luego,
cuando digo que al intelecto sano manifiesto es cuán son sus dichos
vanos, deduzco que su error ha sido confundido; y digo que es tiempo
de abrir los ojos a la verdad. Y digo tal cuando digo: Y decir ora
quiero, cual lo siento. Digo, pues, que por lo que se ha dicho es
manifiesto a los intelectos sanos, que los dichos de éstos son
vanos, es decir, sin meollo de verdad. Y digo sanos no sin motivo.
Pues se ha de saber que nuestro intelecto puede decirse sano y
enfermo; y por intelecto digo esa parte noble de nuestra alma, que
con vocablo común suele llamarse mente. Se puede decir sano, cuando
por maldad de alma o de cuerpo no está en su ejercicio, que es
conocer lo que las cosas son, cormo quiere Aristóteles en el tercero
del Alma.
Que,
conforme a la maldad del alma, he visto tres horribles enfermedades
en la mente de los hombres. Es la una causada por natural jactancia,
porque son muchos los presuntuosos que creen saberlo todo; y de aquí
las cosas inciertas como ciertas las afirman; lo cual abomina Tulio,
más que nada, en el primero de los Offici, y Tomás en su Contra
gentiles, diciendo: Hay muchos tan presuntuosos de su ingenio, que
creen poder medir todas las cosas con su opinión, estimando verdad
cuanto a ellos les parece tal, y falso lo que no creen». Y de aquí
acaece que nunca logran doctrina, creyéndose suficientemente
adoctrinados por sí mismos, nunca preguntan, no escuchan, desean ser
preguntados, y, una vez que se les ha hecho la pregunta, contestan
mal. Y de éstos dice Salomón en los Proverbios: ¿Visteis al hombre
rápido en responder? De él se ha de esperar más bien estulticia
que discreción. La otra tiene por causa la natural pusilanimidad,
que hay muchos tan vilmente obstinados, que no pueden creer que ni
ellos ni otros puedan saber las cosas; y estos tales nunca investigan
por sí, ni razonan, ni se curan de lo que otro dice. Y contra éstos
habla Aristóteles en el primero de la Ética, diciendo que «hay
pocos atentos a la filosofía moral». Éstos viven siempre
groseramente, como bestias, desesperados de toda doctrina. La tercera
tiene por causa la liviandad de naturaleza; porque hay muchos de tan
liviana fantasía, que en todas sus argumentaciones se dejan llevar,
y antes de silogizar ya han deducido, y de una conclusión van
trasvolando a otra, y les parece que argumentan muy sutilmente, y no
se mueven de ningún principio, y así ninguna cosa ven verdadera en
su fantasear. Y de éstos dice el filósofo que no hemos de cuidarnos
ni tener trato con ellos, diciendo en el primero de la Filosofía que
contra el que niega los principios «no se debe discutir». Y de
estos tales hay muchos idiotas que no saben el abecé, y querrían
discutir de Geometría, de Astrología y de Física.
Y
conforme a la maldad, o defecto de cuerpo, puede no estar sana la
mente, ya por defecto de algún principio de nacimiento, como los
mentecatos; ya por alteración del cerebro, como los frenéticos. Y
de esta enfermedad de la mente trata la ley cuando el Inforziato
dice: «En el que hace testamento se requiere en el tiempo en que el
testamento hace sanidad de cuerpo, no de mente». Por lo que es
manifiesto a aquellos intelectos sanos que no están enfermos por
maldad de ánimo o de cuerpo, sino libres y expeditos para la luz de
la verdad, que la opinión de la gente que se ha dicho es vana, es
decir, sin valor.
Después
añade que yo también los juzgo falsos y vanos, y así pues, los
repruebo; y esto hago cuando digo: Y yo también por falsos los
repruebo. Y después digo que se ha de mostrar la verdad; y digo que
hay que demostrar qué es nobleza y cómo se puede conocer al hombre
en que reside; y digo esto en: Y decir ora quiero, cual lo siento.
XVI.
«El
rey se alegrará en Dios, y serán alabados todos aquellos que juran
en él, porque cerrada está la boca de los que hablan cosas
inicuas». Estas palabras puedo anteponer aquí, porque todo
verdadero rey debe amar más que nada la verdad. Y así está escrito
en el libro de la Sabiduría: «Amad la luz de sabiduría, vosotros
los que presidís a los pueblos»; y la luz de la sabiduría es la
propia verdad. Digo, pues, que por eso se alegrarán todos los reyes,
porque se ha reprobado la falsa y dañosísima opinión de los
hombres malvados y engañados, que de nobleza han hablado inicuamente
hasta ahora.
Es
menester proceder a tratar la verdad, conforme a la división hecha
más arriba en el tercer capítulo del presente Tratado. Esta segunda
parte, pues, que comienza: Digo que toda virtud principalmente se
propone determinar la nobleza según la verdad; y esta parte se
divide en dos: en la primera de las cuales quiérese mostrar lo que
la nobleza es, y en la segunda, como se puede conocer a aquél donde
reside; y comienza esta segunda parte: Hay nobleza donde quiera que
hay virtud.
Para
entrar con perfección en el Tratado, se han de ver primeramente dos
cosas. Una es lo que por la palabra nobleza se entiende, considerada
simplemente; la otra es el camino por que se ha de ir para buscar la
definición susodicha. Digo, pues, que si queremos considerar la
manera común de hablar, por la palabra nobleza se entiende
perfección de la propia naturaleza en toda cosa. Así pues, no sólo
al hombre se atribuye, sino también a las cosas todas; porque el
hombre dice noble piedra, noble planta, noble caballo, noble halcón,
a todo aquello que sea perfecto por naturaleza. Y por eso dice
Salomón en
el Eclesiastés: «Bienaventurada la tierra cuyo rey es noble», que
no quiere decir sino «cuyo rey es perfecto, según su perfección de
alma y de cuerpo»; y también lo manifiesta en lo que antes dice, al
decir: ¡Ay de ti, tierra, cuyo rey es párvulo por su edad, mas por
sus costumbres desordenadas y por defecto de vida!», como enseña el
filósofo en el primero de la Ética. Hay algunos necios que creen
que con la palabra noble se entiende el ser de muchos conocido y
nombrado; y dicen que procede de un verbo que significa conocer, es
decir, nosco; mas esto es sobremanera falso. Porque, si así fuese,
aquellas cosas que más nombradas y conocidas fuesen en su género,
más nobles en su género serían;. y así la aguja de San Pedro
sería la piedra más noble del mundo, y Asdente, el zapatero de
Parma, sería más noble que ninguno de sus ciudadanos, y Albuino
della Scala sería más noble que Guido da Castello di Reggio; cosas
éstas falsísimas todas. Y, por, lo tanto, es falso proceda de
conocer, sino que procede de no vil; y así noble es como no vil.
Esta perfección pretende el filósofo en el séptimo de la Física,
cuando dice: «Toda cosa es sobremanera perfecta, cuando logra y
añade en virtud propia»; y entonces es sobremanera perfecta
conforme a su naturaleza. Así pues, puede decirse, perfecto el
círculo cuando es verdaderamente círculo, es decir, cuando añade
su propia virtud; entonces está en toda su naturaleza y entonces se
puede decir círculo noble. Y acaece esto cuando en el lugar hay un
punto que diste igualmente de la circunferencia. Pierde su virtud el
círculo que tiene figura de huevo, y no es noble, como tampoco que
tiene casi figura de huevo, y no es noble, como tampoco que tiene
casi figura de luna llena, porque no está en él perfecta su
naturaleza. Y así se ve manifiestamente que generalmente esta
palabra Nobleza significa en todas las cosas perfección de su
naturaleza, y esto es lo primero que se busca, para mejor entrar en
el Tratado de la parte que nos proponemos exponer. En segundo lugar,
hemos de ver cuál es el camino para encontrar la definición de
humana nobleza, que el presente proceso se propone. Digo pues, que
como quiera que en todas aquellas cosas de la misma especie, como son
los hombres, no se puede definir su inmejorable perfección por los
principios esenciales, es menester definir y conocer aquélla por sus
efectos, y por eso se lee en el Evangelio de San Mateo, cuando dice
Cristo: «Guardaos de los falsos profetas; por sus frutos los
conoceréis». Y por el camino derecho se ve esta definición, que se
va buscando por los frutos, que son virtudes morales e intelectuales,
las cuales siembra nuestra nobleza, como en su definición se
manifestará plenamente. Y éstas son las dos cosas que era menester
ver, antes de proceder a otras, como se dice en el capítulo de más
arriba.
XVII.
Luego
que se han visto las dos cosas que parecía conveniente ver antes de
proceder con el texto, hemos de seguir con éste; y dice y comienza
así: Digo que toda virtud principalmente procede de una raíz,
virtud entiendo, que hace al hombre feliz en su ejercicio; y añade:
Es éste (según la Ética dice) un hábito de elección; exponiendo
la definición de la virtud moral, según la define el filósofo en
el segundo de la Ética. En lo cual se entienden dos cosas: una, es
que toda virtud proceda de un principio; la otra, es que estas
virtudes todas sean las virtudes morales de que se habla, y esto se
manifiesta al decir: Es ésta, según la Ética dice. Donde se ha de
saber que nuestros frutos más propios son las virtudes morales,
porque están por doquier en nuestro poder, y son diversamente
distinguidas y enumeradas por los filósofos. Mas como quiera que
allí donde abrió la boca la divina opinión de Aristóteles me
pareció que debía dejarse a un lado toda otra, siendo mi intención
decir brevemente cuáles son éstas, según su opinión, seguiré
hablando de ellas. Once son las virtudes enumeradas por el filósofo.
La
primera se llama Fortaleza, la cual es arma y freno para moderar
nuestra audacia y temeridad en las cosas que son corrupción de
nuestra vida.
La
segunda es Templanza, la cual es regla y freno de nuestra gala y de
nuestra excesiva abstinencia en las cosas que nuestra vida conservan.
La
tercera es Liberalidad, la cual es moderadora de nuestro dar y
recibir las cosas temporales.
La
cuarta es Magnificencia, la cual es moderadora de los grandes
dispendios, haciéndolos y conteniéndolos en ciertos límites.
La
quinta es Magnanimidad, la cual es moderadora y conquistadora de los
grandes honores y fama.
La
sexta es Amante de las honras, la cual nos modera y regula en cuanto
a los honores de este mundo.
La
séptima es Mansedumbre, la cual modera nuestra ira y nuestra
excesiva paciencia contra nuestros males exteriores.
La
octava es Afabilidad, la cual nos hace convivir buenamente con los
demás.
La
novena se llama Verdad, la cual nos modera en el envanecernos más de
lo que somos y en el rebajarnos en nuestro discurso.
La
décima llaman Eutrapelia, la cual nos modera en el solaz,
haciéndonos usar de él debidamente.
La
undécima es Justicia, la cual nos dispone a amar y a obrar a
derechas en todas las cosas.
Cada
una de estas virtudes tiene dos enemigos colaterales, es decir,
vicios: uno por exceso y otro por defecto. Y están aquéllas en el
medio de éstos, y nacen todas de un solo principio, a saber: del
hábito de nuestra buena elección. Por lo que, generalmente, se
puede decir de todas que son Hábito electivo consistente en el
medio. Y éstas son las que hacen al hombre bienaventurado, o sea
feliz, en su ejercicio, como dice el filósofo en el primero de la
Ética, cuando define la Felicidad diciendo que la Felicidad es obrar
conforme a la virtud en vida perfecta. Muchos ponen la Prudencia, es
decir el Sentido, entre las virtudes morales; mas Aristóteles la
enumera entre las intelectuales, no obstante sea conductora de las
virtudes morales y muestre el camino por el cual se logran y sin el
cual no puede existir.
Verdaderamente,
se ha de saber que podemos tener en esta vida dos felicidades, según
los dos diversos caminos, bueno y óptimo, que a tal nos llevan: una
es la vida activa; la otra, la contemplativa, la cual -no obstante
por la activa se llegue, cormo se ha dicho, a buena felicidad- lleva
a óptima felicidad y bienaventuranza, según prueba el filósofo en
el décimo de la Ética. Y Cristo lo afirma por su boca en el
Evangelio de Lucas, al hablar a Marta, respondiéndole: «Marta,
Marta, eres muy solícita y te afanas por muchas cosas; en verdad,
una sola cosa es necesaria», es decir, lo que haces; y añade:
«María ha elegido óptima parte y no le será arrebatada». Y
María, según está escrito anteriormente a estas palabras del
Evangelio, sentada a los pies de Cristo, ningún cuidado mostraba por
el ministerio de la casa; mas sólo oía las palabras del Salvador.
Así, pues, si tal queremos explicar moralmente, quiso Nuestro Señor
mostrar con esto que la vida contemplativa era óptima, por más que
fuese buena la activa; lo cual es manifiesto a quien quiere poner
atención en las palabras evangélicas. Podría, sin embargo, decir
alguien, argumentando en contra mía: pues que la felicidad de la
vida contemplativa es más excelente que la de la activa, y una y
otra puedan ser y sean fruto y fin de la nobleza, ¿por qué no se
procedió más bien por el camino de las virtudes intelectuales que
por el de las morales? A lo cual se puede responder brevemente que en
toda doctrina se ha de respetar la facultad del discípulo y llevarlo
por el camino que le sea más leve. Por lo que, dado que las virtudes
morales parecen ser y son más comunes, más conocidas y requeridas
que las demás y están unidas en su aspecto exterior, útil y
conveniente fue proceder más bien por ese camino que por el otro;
que igualmente se viene a conocimiento de las abejas, razonando por
el fruto de la cera, cormo por el fruto de la miel, puesto que uno y
otro de ellas proceden.
XVIII.
En
el capítulo precedente se ha determinado cómo toda virtud moral
procede de un solo principio, es decir, buena y habitual elección, y
tal dice el texto presente hasta aquella parte que comienza: Digo que
la nobleza en su razón. En esta parte, pues, se procede por vía
probable para saber que toda virtud susodicha, singular o
generalmente considerada, procede de nobleza, como efecto de su
causa, y fúndase sobre una proposición filosófica que dice que
cuando acaece que dos cosas se juntan en una, ambas se deben reducir
a una tercera, o la una a la otra, como el efecto a la causa; porque
una cosa tenida primero y por sí no puede serlo sino por uno, y si
ambas no fueran efecto de una tercera, o la una de la otra, ambas
tendrían aquella cosa primeramente, y por sí, lo cual es imposible.
Digo,
pues, que nobleza y tal virtud, es decir, moral, tienen de común que
una y otra llevan consigo la alabanza de aquel a quien se les
atribuye, y esto, cuando
dice: porque en el mismo dicho convienen ambas y en el mismo efecto;
es decir, alabar y creer ensalzado a quien dice pertenecer.
Y
luego concluye tomando la virtud de la proposición antedicha, y dice
que por eso es menester que la una proceda de la otra o ambas de una
tercera, y añade que más bien se ha de presumir que la una proceda
de la otra, que las dos de una tercera, si se ve que la una tanto
como la otra vale y aún más, y dice así: Mas si la una lo que la
otra vale. Donde se ha de saber que aquí no se procede por
demostración necesaria, como sería el decir que el frío engendra
el agua y nosotros vemos las nubes; significa bella y conveniente
inducción; porque si en nosotros hay muchas cosas de alabar y en
nosotros reside el principio de nuestras alabanzas, es de razón
deducir éstas a tal principio, y aquel que comprende más cosas, es
de razón que sea tenido por principio de ellas y no ellas por
principio de aquél. Y así el tronco del árbol que a todas las
demás ramas comprendes debe llamársele principio y causa de éstas
y no de aquél; y así la nobleza, que comprende toda virtud -como la
causa comprende el efecto- y otras muchas obras nuestras de alabar,
debe tenerse por tal que la virtud se reduzca a ello, antes que a
otra tercera que en nosotros resida.
Por
último, dice que lo que se ha dicho -es decir, que toda virtud moral
procede de una raíz y que tal Virtud y Nobleza convengan en una
cosa. como se ha dicho más arriba, y que por eso es menester reducir
la una a la otra o ambas a una tercera, y que si la una vale lo que
la otra y más procede de ella y no de otra tercera- todo está
presupuesto, es decir, ordenado y preparado, para lo que antes se
pretende. Y así termina este verso y esta parte.
XIX.
Pues
que en la parte precedente se han tratado tres cosas determinadas,
que eran necesarias para ver cómo se puede definir esta cosa de que
se habla, hay que proceder a la segunda parte, que comienza: Hay
nobleza donde quiera que hay virtud. Y ésta hay que dividirla en dos
partes. En la primera se demuestra alguna cosa que antes se ha
señalado y no probado; en la segunda, concluyendo, se halla la
definición que se va buscando, y comienza esta segunda parte: Conque
vendrá como del negro el pérsico.
Para
evidencia de la primera parte se ha de recordar lo que más arriba se
dice, que si la nobleza vale y se extiende más que la virtud, la
virtud procederá más bien de ella. Cosa que ora en esta parte
prueba, es decir, que la nobleza se extiende más y pone por ejemplo
al cielo, diciendo que allí donde hay virtud hay nobleza. Y aquí se
ha de saber que -como está escrito en la razón y por regla de razón
se tiene- para aquellas cosas que son de por sí manifiestas, no es
menester demostración, y nada hay tan manifiesto como que está la
nobleza allí donde está la virtud, y vemos llamar noble a toda cosa
de su naturaleza. Dice, pues: Como es cielo, por doquier hay
estrellas; y esto no es verdad, sino viceversa; así, hay nobleza
donde hay virtud y no virtud donde hay nobleza. Y con hermoso y
adecuado ejemplo. Porque verdaderamente es cielo donde relucen muchas
y diversas estrellas; relucen en ella las virtudes intelectuales y
morales; relucen en ella las buenas disposiciones conferidas por la
naturaleza, a saber: la Piedad y la Religión, y las pasiones
laudables, es decir, Vergüenza, Misericordia y otras muchas; relucen
en ella las bondades corporales, es decir, la Belleza, la Fortaleza,
y casi perpetúa la Validez. Y tantas son las estrellas que en su
cielo se extienden, que ciertamente no es de maravillar que den
muchos y diversos frutos en la humana nobleza: tantas son las
naturalezas y potencias de aquéllas, reunidas y comprendidas bajo
una simple substancia, en las cuales, como en diversas ramas,
fructifica por modo diverso. Ciertamente, casi me atrevo a decir que
la humana Naturaleza, en cuanto hace a sus muchos frutos, sobrepuja a
la del ángel, aunque la angélica en su unidad sea más divina. De
esta nuestra nobleza, que en tantos y tales frutos fructificaba, se
dio cuenta el salmista, cuando hizo aquel salmo que comienza: «Señor
Dios nuestro: cuán admirable es tu nombre en toda la tierra»; allí
donde alaba al hombre, como maravillándose del divino afecto a la
humana criatura, diciendo: «¿Qué es el hombre, que tú Dios lo
visitas? Le has hecho poco menor que los ángeles, de gloria y honor
lo has coronado y puesto en él la obra de tus manos». En verdad,
pues, hermosa y adecuada fue tal comparación del cielo a la humana
nobleza.
Luego,
cuando dice: En las damas y en la edad juvenil, prueba lo que digo,
demostrando que la nobleza se extiende hasta allí donde no alcanza
la virtud, y dice: vemos esta salud -señalando a la nobleza, que es
el bien y la salud verdadera- allí donde hay vergüenza, es decir,
ocasión de deshonor, como en las damas y en las jóvenes, donde la
vergüenza es buena y laudable; la cual vergüenza no es virtud, sino
cierta pasión buena. Y dice: En las damas y en la edad juvenil, es
decir en los jóvenes; porque, según la opinión del filósofo en el
cuarto de la Ética, «la vergüenza no es de alabar ni está bien en
los viejos y en los hombres estudiosos», porque ellos han de
guardarse de aquellas cosas que a la vergüenza les inducen. A los
jóvenes y a las damas no se les pide tanto de obra tal, y por eso en
ellas es de alabar el recibir por la culpa el miedo del deshonor; lo
cual de naturaleza procede. Y se puede creer que su temor es de
nobleza, como la desfachatez, vileza e ignominia. Por lo que es
óptima señal en los párvulos e imperfectos de edad, el que después
de la falta se pinte la vergüenza en su rostro; lo que es fruto de
verdadera nobleza.
XX.
Cuando
después sigue: Con que vendrá como de negro el pérsico, procede el
texto a la definición que de Nobleza se busca; y por lo cual se verá
qué es esta nobleza de que tanta gente habla erróneamente. Dice,
pues, deduciendo de lo que antes se ha dicho, conque toda virtud, o
sea su generación, es decir, el hábito electivo consistente en el
medio, vendrá de ésta, es decir, la nobleza. Y pone por ejemplo los
colores, diciendo: del mismo modo que el pérsico procede del negro,
así ésta, es decir, la virtud, procede de la nobleza. El pérsico
es un color mixto de purpúreo y negro; mas vence el negro, y por él
se denomina; y así la virtud es una cosa mixta de nobleza y de
pasión: mas como la nobleza la vence, la virtud por ella se denomina
y se llama Bondad.
Luego
después argumenta, por lo que se ha dicho, que nadie, porque pueda
decir: Yo soy de tal estirpe, debe creer que pertenece a ella si no
se muestran, en él sus frutos. Y al punto da la razón de ello
diciendo que los que tal gracia, es decir, esta divina cosa, poseen,
son casi como Dioses, sin mácula de vicio. Y eso no lo puede dar
sino Dios tan sólo, después del cual no hay elección de persona,
como las Divinas Escrituras manifiestan. Y no le parezca a nadie que
es hablar demasiado alto el decir: Que son casi Dioses; porque, como
más arriba, en el séptimo capítulo del tercer Tratado, se
argumenta, así como hay hombres vilísimos y bestiales, así también
hay hombres nobilísimos y divinos. Y tal demuestra Aristóteles en
el séptimo de la Ética por el texto del poeta Homero. Así, pues,
no diga aquel de los Uberti de Florencia, ni aquel de los Visconti de
Milán: «Pues que soy de tal estirpe, soy noble»; porque la divina
semilla no cae en la estirpe, sino en los individuos, y como más
adelante se demostrará, la estirpe no ennoblece a los individuos,
sino que los individuos ennoblecen la estirpe.
Luego,
cuando dice: Que sólo Dios el alma le otorga, se hace referencia al
susceptivo, es decir, al sujeto en que el divino don desciende, que
don es divino, según el dicho del Apóstol: «Todo óptimo obsequio
y todo don perfecto, de arriba procede, pues que desciende del padre
de las luces». Dice, pues, que Dios sólo concede esta gracia al
alma de aquel a quien se ve perfectamente dispuesto en su persona
para recibir este divino acto. Porque, según dice el filósofo en el
segundo del Alma, «las cosas han de estar dispuestas por sus agentes
para recibir sus actos». Por lo que si el alma está imperfectamente
colocada, no está dispuesta para recibir esta bendita y divina
infusión; como si una piedra margarita está mal dispuesta o es
imperfecta, no puede recibir la virtud celestial, como dijo el noble
Guido Guinizelli en una canción suya que comienza: En cor gentil
repara siempre Amor. Puede, pues, no estar bien colocada el alma de
la persona por defecto de complexión, y tal vez por falta de tiempo;
y entonces no resplandece en ella el divino rayo. Y pueden decir
estos tales cuya alma está privada de luz, que son como valles que
miran al aquilón, o como subterráneos adonde nunca desciende la luz
del sol, sino reflejada de otra parte iluminada por aquélla.
Por
último, concluye y dice que por lo que antes se ha dicho, esto es,
que la virtudes son fruto de nobleza y que Dios las pone en el alma
bien asentada, en algunos -es decir, a los que tienen intelecto, que
son pocos-, prende la semilla de felicidad. Y manifiesto es que
nobleza humana no es otra cosa que simiente de felicidad puesta por
Dios en el alma bien dotada; es decir, aquella cuyo cuerpo está
perfectamente dispuesto en todas sus partes. Porque si las virtudes
son fruto de nobleza y la felicidad es dulzura comparada, manifiesto
es ser la nobleza simiente de felicidad, como se ha dicho. Y si bien
se considera, esta definición comprende las cuatro causas: la
material, en cuanto dice: en el alma bien dotada, que es materia y
sujeto de nobleza; la formal, en cuanto dice: que es simiente; la
eficiente, en cuanto dice: Puesta por Dios en el alma; la final, en
cuanto dice: de felicidad. Y así se define nuestra bondad, la cual a
nosotros desciende de suma y espiritual virtud, como la virtud a la
piedra de nobilísimo cuerpo celestial.
XXI.
Para
que se tenga más perfecto conocimiento de la humana bondad, según
la cual existe en nosotros el principio de todo bien, que se llama
nobleza, hemos de explicar en este capítulo especial cómo desciende
en nosotros tal bondad; primeramente, por modo natural, y luego, por
modo teológico, es decir, divino y espiritual. Primeramente, se ha
de saber que el hombre está compuesto de alma y cuerpo; mas el alma
es aquella, como se ha dicho, que está a guisa de simiente de la
virtud divina. En verdad, diferentes filósofos hablaron diversamente
de la diferencia de nuestras almas; que Avicena y Algacel opinaban
que en sí mismas y por su principio eran nobles y viles. Platón y
otros opinaron que procedían de las estrellas y que eran tanto más
o menos nobles, según la nobleza de su estrella. Pitágoras quería
que todas fuesen de igual nobleza, y no sólo las humanas, mas con
las humanas, las de los animales brutos y de las plantas, y las
formas de los minerales; y digo que toda la diferencia estaba en las
formas corporales. Si cada cual defendiese ahora su opinión, pudiera
ser que la verdad estuviese en todas. Mas como a primera vista
parecen un tanto apartados de la verdad, no hemos de proceder según
ellas, mas según la opinión de Aristóteles y de los peripatéticos.
Y por eso digo que cuando la semilla humana cae en su receptáculo,
es decir, en la matriz, lleva consigo la virtud del alma genitora,
las virtudes del cielo y la virtud de los elementos ligados, es decir
la complexión; y madura y dispone la materia a la virtud formadora,
dada por el alma del genitor. Y la virtud formadora prepara los
órganos para la virtud celestial, que produce por la potencia de la
semilla el alma en la vida. La cual, apenas producida, recibe, por la
virtud del motor del cielo, el intelecto posible, el cual trae
consigo en potencia todas las formas universales, según existen en
su productor, y tanto menos cuanto más apartado está de la primera
inteligencia.
No
se maraville nadie si hablo de una manera que parece difícil de
entender; porque a mí mismo me maravilla el que tal producción
pueda llevarse a cabo y verse con el intelecto; y no es cosa que se
expresa con la lengua, lengua, digo, verdaderamente vulgar. Porque yo
quiero decir como el apóstol: ¡Oh, altura de los tesoros de
sabiduría de Dios, cuán incomprensibles son tus juicios y cuán
indiscernibles tus caminos!» Y como la complexión de la semilla
puede ser mejor y menos buena, y la disposición del sembrador puede
ser mejor y menos buena, y la disposición del cielo para este efecto
puede ser buena, mejor y óptima -la cual varía con las
constelaciones, que continuamente se transforman-, acaece que esta
humana semilla y estas virtudes producen un alma más o menos pura. Y
conforme a su fuerza, desciende a ella la virtud intelectual posible,
que se ha dicho y como se ha dicho. Y si acaece que por la pureza del
alma recipiente la virtud intelectual está bien abstraída y
absuelta de toda sombra corpórea, multiplícase en ella la divina
bondad, como en cosa que es suficiente para recibirla; y por lo
tanto, se multiplica en el alma de esta inteligencia, según puede
recibir. Ésta es la semilla de felicidad de que se habla.
Y
está de acuerdo con la opinión de Tulio en el de Senectud, en que
hablando en nombre de Catón, dice: «Por lo cual descendió en
nosotros el alma celestial, venida del altísimo habitáculo a un
lugar contrario a la naturaleza divina y a la eternidad. Y en este
alma está su virtud propia, y la intelectual y la divina, es decir,
la influencia que se ha dicho; por lo cual, está escrito en el libro
de las Causas: «Toda alma noble tiene tres operaciones, a saber:
animal, intelectual y divina. Y algunos hay que opinan que si todas
las virtudes precedentes se concertasen para producir un alma, en su
mejor disposición, tanta sería la parte que de la deidad
descendería en ella, que casi sería un Dios encarnado; y esto es
casi todo lo que por vía natural se puede decir.
Por
vía teológica se puede decir que, pues la suma deidad, esto es,
Dios, ve preparada su criatura para recibir su beneficio, tanta es su
generosidad cuarto está preparada para recibirla. Y como quiera que
estos dones proceden de inefable caridad, y la divina caridad es
propia del Espíritu Santo, de aquí que se les llame dones del
Espíritu Santo. Los cuales, según los distingue el profeta Isaías,
son siete, a saber: sabiduría, intelecto, consejo, fortaleza,
ciencia, piedad y temor de Dios. ¡Oh, buenas cosechas y buena y
admirable simiente! ¡Oh, admirable y buen sembrador, que no esperas
sino a que la Naturaleza humana te prepare la tierra para sembrar!
¡Oh, bienaventurados aquellos que tal simiente cultivan como es
menester! Donde se ha de saber que el primero y noble tallo que de
esta simiente germina para dar su fruto, será el apetito del ánimo,
que en griego se llama hormen. Y si no es cultivado y sostenido
derecho por buena costumbre, poco vale la siembra, y más valiera no
haberlo sembrado. Y por eso quiere San Agustín y aun Aristóteles,
en el segundo de la Ética, que el hombre se afane en hacer bien y
refrenar sus pasiones, para que este tallo que se ha dicho se
endurezca por buena costumbre y se afirme en su rectitud, de modo que
pueda fructificar y salir de su fruto la dulzura de la humana
felicidad.
XXII.
Uno
de los mandamientos de los filósofos morales que han hablado de
beneficios, es que el hombre debe su ingenio y solicitud en que sus
beneficios sean todo lo útiles posible para quienes los recibe. Por
lo cual yo, queriendo obedecer tal mandato, me propongo que este
Convivio mío sea lo más útil que yo pueda. Y como en este punto se
me presenta ocasión de poder hablar algo de la dulzura de la humana
felicidad, creo que no se puede hacer razonamiento más útil a
quienes no la conocen; porque, como dice el filósofo en el primero
de la Ética, y Tulio en el del Fin de los Bienes, mal puede seguir a
la bandera quien antes no la ve; y así mal podía ir a esta dulzura
quien antes no la divisa. Por lo cual, como quiera que ella es
nuestro final descanso por el cual vivimos y hacemos nuestras obras,
es utilísimo y necesario ver este signo para dirigir a él el arco
de nuestra obra. Y hase de alabar, sobre todo, a aquel que la muestra
a quienes no lo ven.
Dejando,
pues, a un lado la opinión que a este respecto tuvo el filósofo
Epicuro y la de Zenón, quiero venir sumariamente a la veraz opinión
de Aristóteles, y los demás peripatéticos. Como se ha dicho más
arriba, de la divina bondad, en nosotros sembrada e infusa al
principio de nuestra generación, nace un tallo, que los griegos
llaman hormen, es decir, apetito del ánimo natural. Y del mismo modo
que los sembrados cuando nacen se asemejan estando en los campos, y
luego se van poco a poco desemejando, así este natural apetito que
por la divina gracia surge, al principio muéstrase casi igual al que
sólo por la Naturaleza demudamente viene, mas con el que tiene gran
semejanza, como la hierbecilla de los diversos cereales. Y no sólo
con los cereales, mas con los hombres y en las bestias tiene
semejanza. Y esto demuestra que todo animal, apenas nacido, lo mismo
el racional que el bruto, a sí mismo ama, y teme y huye de aquellas
cosas que le son contrarias y las odia, procediendo luego como se ha
dicho. Y comienza una desigualdad entre ellos en el proceder de este
apetito, porque el uno lleva un camino, y el otro, otro. Como dice el
apóstol: «Muchos corren al palio, mas uno sólo es el que lo coge»;
así estos humanos apetitos por diversas calles parten del principio,
y una sola calle, es la que a nuestra paz nos conduce. Y por eso,
dejando a un lado a todos los demás con el Tratado, se adelante a lo
que bien empieza.
Digo,
pues, que desde el principio ama a sí mismo, aunque indistintamente.
Luego va distinguiendo las cosas que prefiere y las que le son más o
menos odiosas, y sigue y huye, más o menos, según distingue la
conciencia, no solamente en las demás cosas que ama en segundo
lugar, sino que también distingue en sí lo que ama principalmente.
Y al conocer en sí diversas partes, más ama las más nobles que
tiene. Y como quiera que es parte más noble del hombre el ánimo que
el cuerpo, aquél prefiere; y así, amándose a sí mismo
principalmente, y por sí las demás cosas, y prefiriendo la mejor
parte de sí mismo, manifiesto es que ama más al ánimo que al
cuerpo u otra cosa; el cual ánimo, más que otra cosa, debe
naturalmente amar. Conque si la mente deleitase siempre en el uso de
la cosa amada, que es fruto de amor en la cosa que sobremanera se
ama, el uso es sobremanera deleitoso. El uso de nuestro ánimo nos es
sobremanera deleitoso, y lo que nos es sobremanera deleitoso es
nuestra felicidad y nuestra bienaventuranza, más allá de la cual no
hay ningún deleite mayor ni se muestra ningún otro; como puede ver
quien bien considere la precedente argumentación.
Y
que no diga nadie que todo apetito es ánimo, porque aquí se
entiende por ánimo solamente lo que respecta a la parte racional,
esto es, la voluntad y el intelecto. De modo que si se quisiese
llamar ánimo al apetito sensitivo, aquí no ha lugar la instancia ni
puede tenerlo; porque nadie duda que el apetito racional es más
noble que el sensual, y, por lo tanto, más armable; y así lo es
éste de que ahora se habla.
A
la verdad, el uso de nuestro ánimo es doble, es decir, práctico y
especulativo -práctico es tanto cuanto operativo-, y uno y otro
sobremanera deleitosos; aunque mal lo sea el de la contemplación,
como más arriba se ha dicho. El del práctico consiste en que
obremos virtuosamente, es decir, honestamente, con prudencia, con
templanza, con fortaleza y con justicia; el del especulativo
consiste, no en obrar nosotros, sino en considerar las obras de Dios
y de la Naturaleza. Y uno y otro uso son nuestra bienaventuranza y
suma felicidad, como puede verse. La cual es la dulzura de la semilla
susodicha, como ahora se ve manifiestamente, a la que muchas veces no
llega esta semilla, por haber sido mal cultivada o por haberse
desviado su producción. Igualmente puede hacerse, con muchas
correcciones y cultivo, que allí donde la semilla no cae al
principio, puédese llevar en su proceso, de modo que llega a dar
fruto. Y es casi injertar una naturaleza ajena sobre distinta raíz.
Así pues, no hay nadie a quien pueda excusársele; porque si en su
raíz natural no tiene el hombre esta semilla, puede muy bien tenerla
por vía de injerto. Así, ha habido tantos que de hecho se
injertaron cuantos son los que se desvían de la buena raíz.
A
la verdad, de estos usos, el uno está mucho más lleno de
bienaventuranzas que el otro; el cual es el especulativo, que, sin
mixtificación alguna, úsalo nuestra parte más noble, la cual, por
el amor radical que se ha dicho, es sobremanera amable, como lo es el
intelecto. Y esta parte no puede tener en esta vida su perfecto uso,
el cual es ver a Dios -que es lo sumo inteligible-, sino en cuanto el
intelecto lo considera y lo mira por sus efectos. Y que nosotros
pedimos esta bienaventuranza suma y no la otra -es decir, la de la
vida activa- nos lo enseña el Evangelio de Marcos, si bien lo
consideramos. Dice Marcos que María Magdalena y María Jacobita y
María Salomé fueron a buscar al Salvador al sepulcro y no le
hallaron a él; mas hallaron a un joven vestido de blanco, que les
dijo: «Preguntáis por el Salvador, y yo os digo que no está aquí;
mas por eso no hayáis temor; mas id y decid a sus discípulos y a
Pedro que los precederá en Galilea, y allí lo veréis, como os
dijo». Por estas tres mujeres pueden entenderse las tres sectas de
la vida activa, es decir, los epicúreos, los estoicos y los
peripatéticos que van al sepulcro, es decir, al mundo presente, que
es receptáculo de las cosas corruptibles, y preguntan por el
Salvador, es decir, por la Bienaventuranza, y no lo hallan; mas
encuentran a un joven con blancas vestiduras, el cual, según el
testimonio de Mateo, dijo: «El Ángel de Dios descendió del cielo,
y una vez que vino volvió la piedra y se sentó sobre ella, y su
vista era como relámpago, y sus vestiduras eran como de nieve».
Este
Ángel es nuestra nobleza, que de Dios procede, como se ha dicho, que
habla en nuestra razón, y les dice a cada una de estas sectas, es
decir, a quien quiera que va buscando la bienaventuranza en la vida
activa, que no está aquí; mas que vaya y les diga «a los
discípulos y a Pedro» es decir, a los que le van buscando y a los
que se han apartado, como Pedro que le había negado, «que en
Galilea los precederá»; es decir, que la Bienaventuranza los
precederá en Galilea, es decir, en la especulación. Galilea vale
tanto como decir blancura; y la blancura es un color lleno de luz
corporal más que ningún otro; y así la contemplación está más
llena de luz espiritual que cualquier otra cosa que aquí abajo haya.
Y dice: «Él os precederá»; y no dice «Él estará con vosotros»,
para dar a entender que Dios siempre precede a nuestra contemplación;
y no podremos nunca alcanzarle aquí a Él, que es nuestra
Bienaventuranza suma. Y dice: «Allí lo veréis como dijo», es
decir, es decir, allí gozaréis de su dulzura, es decir, de la
felicidad, como se os ha prometido aquí; esto es, como está
establecido que podéis tenerla. Y así se demuestra que nuestra
bienaventuranza, que es la felicidad de que se habla, podremos
primero hablarla
imperfectamente en la vida activa, esto es, en el ejercicio de las
virtudes morales, y luego casi perfecta en el ejercicio de las
intelectuales. Obras ambas que son vía expedita y derecha que
conduce a la suma bienaventuranza, la cual aquí no se puede lograr,
como se demuestra por lo que se ha dicho.
XXIII.
Pues
que se ha demostrado suficientemente y muestra la definición de
nobleza, y en todas sus partes, como ha sido posible se ha declarado,
de tal modo, que ora puede verse ya qué es el hombre noble,
procedamos a la parte del texto que comienza: El alma de estas
bondades adornada; en la cual se muestran las señales por que se
puede conocer al hombre a quien se llama noble.
Y
divídese esta parte en dos: en la primera se afirma que esta nobleza
luce y resplandece manifiestamente durante la vida del noble; en la
segunda se muestra específicamente en sus esplendores; y comienza
esta segunda parte: Obediente, suave y pudorosa.
Acerca
de la primera parte, se ha de saber que esta divina semilla de que
antes se ha hablado, de seguida germina en nuestra alma, creciendo y
diversificándose por cada potencia del alma, según las exigencias
de éstas. Germina, pues, en la vegetativa, en la sensitiva y en la
racional, y se originan por la virtud de éstas otras muchas,
enderezándolas a su perfección y sosteniéndose en ellas hasta que,
con la parte de nuestra alma que nunca muere, vuelve al cielo, al
altísimo y glorioso Sembrador. Y dice esto en cuanto a la primera
que se ha dicho.
Luego
cuando dice: Obediente, suave y pudorosa, etc., muestra aquello por
que podemos conocer al hombre noble mediante señales aparentes, que
son obra divina de esta bondad. Y se divide esta parte en cuatro,
conforme a las cuatro edades en que obra diversamente, como son:
Adolescencia, juventud, senectud y senilidad; y comienza la segunda
parte: Es en la juventud templada y fuerte; la tercera comienza: Es
en su senectud; la cuarta comienza: Luego, en la cuarta parte de la
vida.
Y
éste es el sentido general de esta parte. Acerca de la cual se ha de
saber que todo efecto, cuando es efecto, recibe semejanza de su
causa, en cuanto le es posible conservarla. Por lo cual, como quiera
que nuestra vida, como se ha dicho, y aun la de todo ser viviente
aquí abajo, ha sido causada por el cielo, y el cielo por todos estos
efectos, no por completo círculo, mas sólo por parte de él, se les
descubre, y así es menester que su movimiento sea arriba, y como un
arco casi todas las vidas retiene -y digo que las retiene tanto a las
de los hombres como de los demás seres vivientes-, ascendiendo y
girando, han de ser casi semejantes a imagen de arco. Volviendo,
pues, a la nuestra de que ahora se habla, digo que procede subiendo y
descendiendo a semejanza de este arco.
Y
se ha de saber que este arco de arriba sería igual si la materia de
nuestra complexión seminal no impidiese la regla de la naturaleza
humana. Mas como el húmedo radical lo es menos o más, y de mejor
cualidad, y tiene más duración en un efecto que en otro -el cual es
sujeto y alimento del calor, que es nuestra vida-, acaece que el arco
de la vida de un hombre es de mayor o menor tensión que el del otro.
Alguna muerte hay violenta, o apresurada por enfermedad accidental;
mas sólo la que el vulgo llama natural es el término del cual dice
el salmista: «Pusiste un límite que no se puede pasar. Y como
Aristóteles, maestro de nuestra vida, percibió este arco de que
ahora se habla, opinó que nuestra vida no era otra cosa que un subir
y bajar; por lo cual dice, donde trata de la juventud y la vejez, que
la juventud no es sino aumento de aquélla. Difícil es saber cuál
es el punto más elevado de tal arco, por la desigualdad que antes se
ha dicho; mas creo que en los más, entre los treinta y los cuarenta
años. Y me parece que en los perfectamente conformados está en los
treinta y cinco años. Y muéveme a creerlo el pensar que,
óptimamente conformado, fue Nuestro Salvador Cristo, el cual quiso
morir a los treinta y tres años de su vida; porque no era digno de
la divinidad el ir decreciendo. Y no es de creer que no quisiera
vivir en nuestra vida hasta la cima, pues que había vivido en el
bajo estado de la infancia. Y así lo manifiesta la hora del día de
su muerte, que quiso asemejar a su vida, por lo que dice Lucas que
murió como a la hora sexta, que vale tanto como decir el colmo del
día. Por donde se comprende que el colmo de la vida de Cristo era su
año treinta y cinco.
A
la verdad, este arco, no sólo le dividen por la mitad las
escrituras; mas, según los cuatro combinadores de las cualidades
contrarias que entran en nuestra composición -a las cuales parece
ser propia, a cada una, digo, una parte de nuestra vida-, en cuatro
partes se divide y llámanse cuatro edades. La primera es
adolescencia, que se asemeja al calor y a la humedad; la segunda,
juventud, que se asemeja al calor y a la sequedad; la tercera,
senectud, que se asemeja al frío y a la sequedad; la cuarta,
senilidad, que se asemeja al frío y a la humedad, según escribe
Alberto en el cuarto de la Meteora.
Y
hácense estas partes igualmente con el año, en primavera, estío,
otoño e invierno. Y en el día, hasta la tercia. Y luego, hasta la
nona, dejando en medio a la sexta, por la razón que se comprende, y
luego hasta el véspero, y del véspero en adelante. Y por eso los
gentiles decían que el carro del sol tenía cuatro caballos: al
primero llamaban Eoo; al segundo, Piroi; al tercero, Eton; al cuarto,
Flegon, según escribe Ovidio en el segundo de Metamorfoseos, acerca
de las partes del día. Y se ha de saber brevemente que, como se ha
dicho más arriba en el sexto capítulo del tercer Tratado, la
Iglesia, en la distinción de las horas del día temporales, que son
cada día grandes o pequeñas, según la cantidad del sol, y como la
hora sexta, es decir, el mediodía, es la más noble de todo el día
y la más virtuosa, dispone sus oficios en cada parte, es decir, de
antes y de después, como puede. Y por eso el oficio de la primera
parte del día, es decir, la tercia, se dice al fin de ésta, y el de
la tercera parte y el de la cuarta se dicen al principio. Y por eso
se dice media tercia, antes de tocar a aquélla; y media nona, luego
de haber tocado para ésta; así también media víspera. Y así,
sepan todos que la nona exacta siempre debe sonar al comienzo de la
séptima hora del día; y basta esto a la presente digresión.
XXIV.
Volviendo
a nuestro discurso, digo que la vida humana se divide en cuatro
edades: La primera, se llama adolescencia, es decir, acrecimiento de
vida; la segunda se llama juventud, es decir, edad que puede
aprovechar; esto es, dar perfección; y así se entiende perfecta,
porque nadie puede dar sino lo que tiene; la tercera se llama
senectud; la cuarta se llama senilidad, como más arriba se ha dicho.
De
la primera nadie duda; mas todos los sabios están de acuerdo en que
dura hasta los veinticinco años; y como hasta ese tiempo nuestra
alma se propone el crecimiento y embellecimiento del cuerpo, de donde
se siguen muchas y grandes transformaciones en la persona, no puede
discernir perfectamente la parte racional. Por lo cual quiere la
razón que antes de esa edad no pueda el hombre hacer ciertas cosas
sin curador de perfecta edad.
El
tiempo de la segunda, la cual es verdaderamente colmo de nuestra
vida, es considerado diversamente por muchos. Mas dejando lo que de
ello escriben los filósofos y los médicos, y volviendo a la propia
razón, digo que en los más – que es en quienes se puede y debe
formar juicio- esa edad es de veinte años. Y la razón que tal me da
es la de que si el colmo de nuestro arco está en los treinta y
cinco, tanto cuanto de subida tiene esta vida ha de tener de
descenso; y esa subida y bajada es como el sostén del arco, en el
cual se advierte poca flexión. Tenemos, pues, que la juventud se
cumple a los cuarenta y cinco años.
Y
como la adolescencia tiene veinticinco años de subida a la juventud;
y así se termina la senectud a los setenta años.
Mas
como la adolescencia no comienza al principio de la vida, tomándola
del modo que se ha dicho, sino casi ocho años después, y como
nuestra naturaleza se afana por subir, y al descender refrena -porque
el calor natural ha venido a menos y puede poco, y el húmedo ha
engrosado, no en cantidad, sino en calidad, de modo que es menos
vaporoso y consumible-, acaece que, después de la senectud, queda de
nuestra vida una cantidad de diez años, sobre poco más o menos.
Y
este tiempo se llama senilidad. Como tenemos en Platón, del cual se
puede decir que era perfectamente constituido, por su perfección y
por la fisonomía, que tomó Sócrates de él cuando por vez primera
lo vio, que vivió ochenta y un años, según atestigua Tulio en el
de Senectud. Y yo creo que si Cristo no hubiese sido crucificado, y
hubiese vivido el tiempo que su vida podía conforme a la naturaleza
recorrer, a los ochenta y un años de cuerpo mortal hubiérase
transformado en eterno.
A
la verdad, como arriba se ha dicho, estas edades pueden ser más
largas o más cortas, según nuestra complexión y constitución; mas
sean como quieran, parécenle que esta proporción, como se ha dicho,
debe conservarse en todas, es decir, haciendo las edades más o menos
largas, según la integridad de todo el tiempo de la vida natural. En
todas estas edades, esta nobleza, de la cual tan diversamente se
habla, muestra sus efectos en el alma ennoblecida; y esto es lo que
pretende demostrar esta parte sobre la cual escribimos ahora.
Donde
se ha de saber que nuestra buena y recta naturaleza precede conforme
a razón en nosotros -como vemos proceder a la naturaleza de las
plantas, y por eso diferentes hábitos y maneras son más razonables
en unas que en otras-, en quienes el alma ennoblecida procede
ordenadamente por un camino simple, ejercitando sus actos a su edad y
su tiempo, pues que a su último fruto están ordenados.
Y
Tulio está de acuerdo con esto en el de Senectud. Y dejando a un
lado la ficción que del diverso proceso de las edades emplea
Virgilio en la Eneida; y dejando a lo que el eremita Egidio dice en
la primera parte del Regimiento de Príncipes; y dejando lo que
apunta Tulio en el de Offici; siguiendo únicamente aquello que la
razón puede ver por sí, digo que esta primera edad es puerta y
camino por la cual se entra en nuestra buena vida.
Y
esta entrada es menester que tenga necesariamente algunas cosas, las
cuales la buena Naturaleza, que desfallece en las cosas necesarias,
da; como vemos que da hojas a la vid para defensa del fruto y los
vástagos con que defiende y sustenta su debilidad; y así sostiene
el peso de su fruto.
Da,
pues, la Naturaleza a esta vida cuatro cosas necesarias para entrar
en la ciudad del buen vivir. La primera es obediencia, la segunda
suavidad, la tercera vergüenza, la cuarta adorno corporal, como dice
el texto en la primera partícula. Ha de saberse, pues, que del mismo
mundo que quien no ha estado nunca en una ciudad no sabe seguir el
camino, sin que se lo enseñe quien lo haya hecho, así el
adolescente, que entra en la selva engañosa de esta vida, no sabría
seguir el buen camino si sus mayores no se lo mostrasen. Y aun el
enseñárselo no bastaría, si no obedeciera sus mandatos; y por eso
en esta edad es necesaria la obediencia.
Muy
bien podría decir alguien: ¿Conque podría llamársele obediente lo
mismo al que siga los malos consejos que al que siga los buenos?
Respondo que tal cosa no sería obediencia, sino transgresión; que
si el rey ordena un camino el siervo ordena otro, no se ha de
obedecer al siervo, lo cual sería desobedecer al rey; y así habría
transgresión.
Y
por eso dice Salomón cuando quiere corregir a su hijo -y éste su
primer consejo-: «Oye, hijo mío, el consejo de tu padre». Y luego
le aparta al punto de los malos consejos y enseñanzas, diciendo:
«Que no te puedan cazar con lisonjas ni deleites los pecadores,
porque vayas con ellos». De aquí que, apenas nacido, el hijo se
cuelga del pecho de su madre, y apenas muéstrase en él alguna luz
de razón, debe atender a las correcciones de su padre, y el padre
enseñarle. Y guárdese de no darle ejemplo con sus obras contrario a
las palabras con que le corrige; porque vemos naturalmente cómo los
hijos miran más a las huellas de los pies paternos que a las otras.
Y por eso dice y ordena la ley, que a tal provee, que la persona del
padre debe mostrarse a sus hijos
santa
y honesta siempre; y de aquí el que la obediencia sea necesaria en
esta edad. Y por eso escribe Salomón en los Proverbios «que aquel
que humilde y obediente aguanta las justas reprensiones del que le
corrige, será glorificado», y dice será, para dar a entender que
habla el adolescente que aún no tiene edad. Y si alguno tergiversase
esto, diciendo que se ha dicho tal del padre tan sólo y no de los
demás, digo que al padre se debe reducir cualquier otra obediencia.
Por
lo cual dice el apóstol a los Colosenses: «Hijos, obedecer a
vuestros padres en todo; porque eso es lo que quiere Dios». Y si el
padre no vive, debe prestársele a quien por padre dejó éste en su
última voluntad; y si el padre muere intestado, debe prestársele
aquel a quien la razón encomienda su gobierno. Y luego deben ser
obedecidos los maestros y mayores, a quienes en cierto modo parece
estar encomendado por el padre o por quien de padre hace las veces.
Mas
como el capítulo presente ha sido largo por las útiles digresiones
que contiene, en otro capítulo se argumentarán las demás cosas.
XXV.
No
solamente este alma de buen natural es en la adolescencia obediente,
sino también suave. Cosa ésta que es la otra que se necesita al
entrar por la puerta de la Juventud. Es necesaria, porque no podemos
tener vida perfecta sin amigos, como en el octavo de la Ética quiere
Aristóteles; y la mayor parte de las amistades se siembran en esta
edad primera, porque en ella comienza el hombre ya a ser generoso, ya
a lo contrario. La cual generosidad se adquiere por suaves
costumbres, como son el hablar dulce y cortésmente y el dulce y
cortésmente servir y obrar. Y por eso dice Salomón al hijo
adolescente: «A los escarnecedores, Dios los escarnece, y a los
mansos Dios les dará gracia». Y en otra parte dice: «Aparta de ti
la mala boca y los actos villanos». Por lo que se demuestra que tal
suavidad es necesaria, como se ha dicho.
También
es necesaria en esta edad la pasión de la Vergüenza, y por eso la
buena y noble naturaleza la muestra en esta edad, como dice el texto.
Y como la Vergüenza es clarísima señal de nobleza en la
adolescencia, por ser entonces más necesaria al buen fundamento de
nuestra vida, a la cual tiende la naturaleza noble, hemos de hablar
de ella con alguna diligencia. Digo que por Vergüenza entiendo tres
pasiones necesarias al buen fundamento de nuestra vida: la una es el
Estupor; la otra, el Pudor; la tercera, Verecundia, aunque la gente
vulgar no discierna esta distinción.
Y
las tres son necesarias a esta edad por esta razón: a esta edad es
necesario ser reverente y estar deseoso de saber; a esta edad es
necesario estar refrenado, de modo que no haya lugar a perderse; a
esta edad es necesario estar arrepentido de la falta, de modo que no
se haga a faltar. Y estas tres cosas las hacen las pasiones
susodichas, que vulgarmente se llaman vergüenza.
Porque
el estupor es un aturdimiento del ánimo al ver oír o sentir de
algún modo grandes y maravillosas cosas; que en cuanto parecen
grandes, hacen que todo aquel que las siente las reverencia, y en
cuanto parecen admirables, les entran en deseos de saberlas. Y por
eso los reyes antiguos hacían en su mansión magníficos trabajos de
oro y piedras y de arte, para que quienes los viesen quedaran
estupefactos, y, por tanto, reverentes y con deseos del honroso
estado del rey. Y por eso dice el dulce poeta Estazio en el primero
de la Historia Tebana que, cuando Adrasto, rey de los Argivios, vio a
Polinicio vestido de una piel de puerco y recordó la respuesta que
Apolo había dado por sus hijas, se quedó estupefacto; y así, más
reverente y con más deseos de saber.
El
pudor es un retraimiento del ánimo de toda cosa fea por miedo a caer
en ella; como vemos en las vírgenes, en las honestas damas y en los
adolescentes, que son tan púdicos, que no solamente cuando son
requeridos o tentados de caer en falta, mas sólo con verse allí
donde puédese tener la menor idea de amorosa complacencia, luego
píntaseles el rostro de carmín o palidez.
Por
lo que dice el susodicho poeta, en el citado libro primero de Tebas,
que cuando Aceste, nodriza de Argia y de Deifilia, hijas del rey
Adrasto, las llevó ante la vista de su santo padre en presencia de
los dos peregrinos, es decir, Polinicio y Tideo, las vírgenes
palidecieron y se ruborizaron, y, huyendo sus ojos de toda ajena
mirada, sólo al rostro paterno seguros se volvieron. ¡Oh, cuántas
faltas refrena este pudor! ¡Cuántas cosas y demandas deshonestas
acalla! ¡Cuántos deshonestos deseos refrena! ¡Cuántas malas
tentaciones vence, no sólo en la persona púdica, sino también en
quien la guarda! ¡Cuántas feas palabras detiene!; porque, como dice
Tulio en el primero de Offici: «¡No hay ninguna acción fea que no
sea feo el nombrarla!» Y luego el hombre honesto y púdico no habla
nunca de modo que sus palabras no fuesen honestas en una mujer. ¡Ay
y cuán mal está que un hombre que vaya buscando honra mencione
cosas que en boca de toda mujer estarían mal!
La
verecundia es miedo de deshonra por la falta cometida. Y de este
miedo se origina un arrepentimiento por la falta, que tiene en sí
una amargura, que es castigo para no faltar más, lo cual dice este
mismo poeta en aquel mismo lugar que, cuando el rey Adrasto preguntó
a Polinicio quién era, dudó mucho antes de responder, por
vergüenza, de esta falta que contra su «padre había cometido, y
aun por las culpas de Edipo, su padre, que parecían subsistir en
vergüenza del hijo. Y no nombró a su padre, sino a sus antepasados,
su tierra y su madre. Por donde ve que la vergüenza es necesaria en
tal edad.
Y
no sólo la naturaleza noble denota en esta edad obediencia, suavidad
y vergüenza, sino que muestra también belleza y esbeltez de cuerpo,
como dice el texto cuando dice: Y su persona adorna. Donde se ha de
saber que también es esta obra necesaria a nuestra buena vida;
porque nuestra alma ha menester ejecutar gran parte de sus obras con
órgano corporal, y obra bien cuando el cuerpo está bien ordenado y
dispuesto en todas sus partes. Y cuando está bien ordenado y
dispuesto, es hermoso en el todo y en las partes; porque el debido
orden de nuestros miembros proporciona el placer de no sé qué
admirable armonía; y la buena disposición, es decir, la salud,
arroja sobre aquélla un color dulcísimo a la vista. Así, pues,
decir que la naturaleza noble embellece y hace su cuerpo
proporcionado y grácil, no quiere decir sino que la acomoda a un
orden perfecto.
Y
con esto y con las demás cosas que se han expuesto, muéstrase que
es necesario a la adolescencia. A lo cual el alma noble, es decir, la
naturaleza noble, tiende principalmente, y como cosa que, según se
ha dicho, ha sido sembrada por la divina Providencia.
XXVI.
Luego
que hemos argumentado acerca de la primera partícula de esta parte,
que muestra aquello por que podemos conocer al hombre noble por
señales aparentes, hemos de proceder a la segunda parte, que
comienza: Es en la juventud templada y fuerte.
Digo,
pues, que del mismo modo que la naturaleza muéstrase en la
adolescencia obediente, suave y vergonzosa, así en la juventud se
hace templada y fuerte, amorosa y leal. Cosas las cinco que parecen y
son necesarias a nuestra perfección, en cuanto hace a nosotros
mismos. Y acerca de esto hemos de saber que todo cuanto la naturaleza
noble prepara en la primera edad está preparado y ordenado por
providencia de la Naturaleza universal, que ordena la particular a su
perfección.
Esta
nuestra perfección se puede considerar de dos maneras. Puédese
considerar respecto a nosotros mismos, y ésta debemos tener en
nuestra juventud, que es el colmo de nuestra vida. Puédese
considerar con respecto a los demás. Y como primero es menester ser
perfecto y luego comunicar la propia perfección a los demás, es
menester tener esta perfección después de esta edad, es decir, en
la senectud, como más abajo se dirá.
Aquí,
pues, hemos de recordar lo que más arriba se argumenta en el
capítulo XXII de este Tratado acerca del apetito, que nace en
nosotros desde nuestro principio. Este apetito no hace sino ahuyentar
y huir; y siempre que ahuyenta todo aquello que es menester y huye de
lo que es menester, el hombre está en los términos de su
perfección. A la verdad, ese apetito ha de ser guiado de la razón.
Porque del mismo modo que un caballo suelto, por más que sea de
naturaleza noble por sí solo, sin el buen caballero no sabe
conducirse, así este apetito, que irascible y concupiscente se
llama, por más que sea noble, es menester que obedezca a la razón.
La cual le guía con freno y espuelas como buen caballero; usa el
freno cuando ahuyenta -y llámase a este freno templanza, que muestra
el término hasta donde ha de sujetarlo-; usa la espuela cuando huye,
para volverlo al lugar de donde quiere huir y esta espuela se llama
fortaleza o magnanimidad, la cual virtud muestra el lugar donde se ha
de detener y luchar.
Y
así, refrenado, muestra Virgilio, nuestro mayor poeta, que estaba
Eneas en la parte de la Eneida en que esta edad se representa, parte
que comprende el cuarto, quinto y sexto libro de la Eneida. ¡Y
cuanto refrenar fue aquél cuando, habiendo recibido tanta
complacencia de Dido, como se dirá en el séptimo Tratado, y gozado
con ella tantos deleites, partió para seguir honesto, laudable y
fructuoso camino, como está escrito en el cuarto de la Eneida!
¡Cuánto espolear fue aquél, cuando el propio Eneas luchó solo con
la Sibila para entrar en el infierno en busca del alma de Anquises,
su padre, contra tantos peligros, como se muestra en el libro sexto
de dicha historia! Por donde se ve cómo en nuestra juventud hemos de
ser, para nuestra perfección, templados y fuertes. Y esto es lo que
hace y demuestra la buena naturaleza, como dice el texto
expresamente.
Además
necesita esta edad para su perfección ser amorosa, porque le es
menester mirar hacia atrás y adelante, como cosa que está en el
círculo meridional. Es menester que ame a sus mayores, de los cuales
ha recibido ser, alimento y doctrina, de modo que no parezca ingrata.
Es menester que ame a sus menores, a fin de que, amándolos, les dé
de sus beneficios, por los cuales luego, en la menor prosperidad, sea
por ellos sostenido y honrado. Y este amor es el que el poeta
nombrado en el quinto libro susodicho, muestra que tuvo Eneas, cuando
dejó a los viejos troyanos en Sicilia, recomendados a Aceste, y los
apartó de los trabajos; y cuando enseñó en aquel lugar a Ascanio,
su ahijado, esgrimiento con los otros adolescentes. Por donde se ve
que a esta edad es necesario amor, como el texto dice.
Es,
además, necesario a esta edad ser cortés, porque, aunque en todas
las edades esté bien el ser de corteses maneras, en ésta es
mayormente necesario, porque, al contrario, no las puede tener la
senectud, por la serenidad y gravedad que en ella se requieren; y
menos aún la senilidad. Y el altísimo poeta, en el sexto libro
susodicho, muestra que Eneas tal cortesía usaba, cuando dice que
para honrar al cadáver de Miseno, que había sido trompetero de
Héctor y luego habíase encomendado a él, se desciñó y tomó el
hacha para ayudar a cortar la leña para el fuego en que debía arder
el cadáver, como era su costumbre. Por lo cual se ve que ésta es
necesaria a la juventud; y por eso el alma noble la muestra en ella,
se ha dicho.
Además
es necesario a esta edad el ser leal. Lealtad es acatar y poner en
obra lo que las leyes dicen; y esto le es menester principalmente al
joven. Porque el adolescente, como se ha dicho, por minoría de edad,
merece algún perdón; el viejo, por su mayor experiencia, debe ser
justo y no acatar ninguna ley sino en cuanto su recto juicio esté de
acuerdo con la ley, pues que casi sin ley alguna debe seguir su
razón; lo cual no puede hacer el joven. Y baste con que éste cumpla
la ley, y en cumplirla se complazca, como dice el susodicho poeta en
el susodicho quinto libro que hizo Eneas, cuando hizo los juegos en
Sicilia, en el aniversario de su padre, que lo que prometió por las
victorias lealmente se lo dio a cada uno de los victoriosos, como era
entre ellos antigua costumbre, que era su ley.
Por
lo cual manifiesto es que a esta edad son necesarias lealtad,
cortesía, amor, fortaleza y templanza, como dice el texto que ahora
se ha expuesto; y así, el alma noble todas ellas muestra.
XXVII.
Asaz
visto y argumentado suficientemente acerca de la partícula del texto
en que se encuentran las probidades que el alma noble presta a la
juventud, hemos de proceder a la tercera parte, que comienza: Es en
su senectud. En la cual se propone mostrar el texto aquellas cosas
que la naturaleza noble muestra y debe tener en la tercera edad, es
decir, en la senectud. Y dice que el alma noble es en la senectud
prudente, justa y generosa, y que se alegra con oír hablar bien en
provecho de otro, lo cual es ser afable. Y a la verdad, estas cuatro
virtudes son a esta edad convenientísimas.
Y
para verlo, se ha de saber que, como dice Tulio en el de Senectud,
«curso cierto tiene nuestra vida y un camino simple, el de nuestro
buen natural»; y a cada parte de nuestra vida le ha sido dada
estación para ciertas cosas. De aquí que, como a la adolescencia se
ha atribuido, como se ha dicho más arriba, aquello que pueda madurar
y perfeccionarse, así a la juventud le han sido atribuidas la
perfección y la madurez, para que la dulzura de su fruto le sea
aprovechable a ella y a los demás; porque, como dice Aristóteles,
el hombre es animal civil, porque le es menester, no sólo ser útil
para sí, pero a los demás. Por lo cual se lee que Catón, no sólo
para sí creía haber nacido, mas para la patria y el mundo todo.
Así
pues, después de la propia perfección, la cual se adquiere en la
juventud, es menester alcanzar aquella que, no sólo alumbra a uno
mismo, sino a los demás; y es menester que el hombre se abra, como
una rosa que ya no puede estar más tiempo cerrada y difunde el olor
que dentro ha engendrado; y esto es menester en la edad de que
hablamos. Conviene, pues, ser prudente,,es decir, sabio; y para ser
tal requiérese buena memoria de las cosas vistas, y buen
conocimiento de las presentes, y buena previsión de las futuras. Y
como dice el filósofo en el sexto de la Ética, «imposible es que
sea sabio el que no es bueno». Y así no se le ha de decir sabio a
quien con argucias y engaños procede, sino que se le ha de llamar
astuto; porque así como nadie llamaría sabio a quien supiese jugar
con la punta de un cuchillo en el borde del ojo, así no se ha de
decir sabio a quien sabe hacer una cosa mala, al hacer la cual
siempre antes que a los demás a sí propio ofende.
Si
bien se mira, de la prudencia proceden los buenos consejos, que
conducen a cada cual a buen fin en las cosas y obras humanas. Y éste
es el don que Salomón, viéndose elevado al gobierno del pueblo,
pidió a Dios, como está escrito en el libro de los Reyes. Ni espera
el prudente a que se le pida: aconséjame; sino que proveyendo por
sí, sin ser requerido, le aconseja; del mismo modo que la rosa, que,
no sólo al que va en busca de su olor se lo ofrece, sino también a
todo el que lo sigue. Podría decir aquí algún médico y legista:
¿Con que he de llevar mi consejo y darle sin que nadie me lo pida y
no
obtendré
fruto? Respondo, como dice Nuestro Señor: «De grado recibo si de
grado me lo dan». Digo, pues, sin ser legista, que aquellos consejos
que no tienen que ver con tu arte y que proceden sólo del buen
sentido que te dé Dios que es la Providencia de que se habla no
debes vendérselo a los hijos de aquel que te los ha dado; aquellos
que respectan al arte que has comprado, puedes venderlos; pero no
tanto que no sea menester diezmarlos alguna vez y dar de ellos a
Dios, es decir, a los míseros, que sólo poseen el grado divino.
Es
menester, además, a esta edad ser justo, para que sus juicios y
autoridad sean luz y ley para los demás. Y como esta singular
virtud, es decir, la justicia, viéronla mostrarse perfecta en esta
edad, encomendaron el regimiento de las ciudades a los que estaban en
esta edad; y por eso el Colegio de los regidores, Senado se llamó.
¡Oh, mísera, mísera patria mía! ¡Cuánta compasión me aflige
por ti, siempre que leo o escucho cosa que haga referencia a
regimientos ciudadanos! Mas como de la justicia se tratará en el
penúltimo Tratado de este volumen, basta el presente con lo poco que
aquí se ha apuntado.
Conviene
también a esta edad el ser generoso, porque es menester la cosa
cuanto más satisface al deber de su naturaleza, y nunca como en esta
edad se puede cumplir ese deber. Que si consideramos bien el discurso
de Aristóteles en el cuarto de la Ética y el de Tulio en el de
Offici, la generosidad ha de ser a su tiempo y en su lugar, para que
el generoso no se perjudique ni perjudique a los demás. Cosa ésta
que no se puede lograr sin prudencia y sin justicia; virtudes ambas
cuya perfecta posesión en esta edad es imposible por vía natural.
¡Ay, malvados y mal nacidos! ¡Que engañáis a viudas y pupilas,
que robáis a los menos poderosos! ¡Que arrebatáis y os apoderáis
de las razones ajenas, y con esto invitáis a convites, dais caballos
y armas, objetos y dineros; que lleváis admirables vestidos,
edificáis maravillosos edificios y creéis ser generosos! ¿Pues qué
es hacer tal sino levantar el paño del altar y cubrir con él al
ladrón y su mesa? No debemos reírnos menos, tiranos, de vuestras
dádivas, que del ladrón que llevase a su casa a los invitados, y el
paño arrebatado del altar, con las señales eclesiásticas aún,
pusiera sobre la mesa y creyese que nadie se percataba. Oíd,
obstinados, lo que contra nosotros dice Tulio en el libro de Offici:
hay muchos ciertamente deseosos de ser aparentes y magníficos, que
quitan a los unos para dar a los otros, y, creyéndose bien
considerados, arriesgan los amigos por cualquier razón. Mas esto tan
contrario es a lo que se debe hacer, que nada hay que lo sea tanto».
Es
menester, además, a esta edad ser afable, hablar bien y oírlo de
grado; porque es bueno hablar bien cuando hay quien le escucha. Y
esta edad lleva asimismo consigo una sombra de autoridad, por la cual
parece que el hombre la escucha más que a ninguna otra edad más
temprana. Qué cosas más bellas y mejores parece que debe saber con
la larga experiencia de la vida. Por lo cual dice Tulio en el de
Senectud, por boca del viejo Catón: «Se me ha recrudecido la
voluntad y el gusto de estar en conversación más de lo que solía».
Y
que todas estas cuatro cosas sean necesarias a esta edad nos lo
enseña Ovidio en el séptimo de Metamorfoseos, en aquella fábula en
que describe cómo
Céfalo de Atenas fue al rey Eaco para socorrerle en la guerra que
Atenas tuvo con la Creta. Muestra que Eaco fue prudente, cuando,
habiendo perdido a casi toda su gente por la peste de la corrupción
del aire, recurrió a Dios solamente y le pidió la restauración de
la gente muerta; y, por su sentido, que por paciencia lo tuvo y a
Dios le hizo volver, le fue devuelto su pueblo en número mayor que
antes.
Muestra
que fue justo cuando dice que fue repartidor del nuevo pueblo y
distribuidor de su tierra desierta. Muestra que fue generoso cuando
le dijo a Céfalo, luego de la demanda de ayuda: «¡Oh, Atenas, no
me pidas ayuda, mas tornárosla; y no digáis que dudáis de las
fuerzas que tiene esta isla y todo el estado de mis cosas; fuerzas no
me faltan, antes bien, las tenemos de sobra y el adversario es
grande, y el tiempo de dar es ahora propicio y sin excusa! ¡Ay!
¡Cuántas cosas se advierten en esta respuesta! Mas al buen
entendedor le baste con que aquí se pongan como Ovidio las pone.
Muestra que fue afable, cuando le dice y recuerda a Céfalo
diligentemente, con largo discurso, la historia de la peste de su
pueblo y su restauración.
Por
lo que es asaz manifiesto que a esta edad son menester cuatro cosas;
porque la noble Naturaleza las muestra en ella, como dice el texto. Y
para que el ejemplo que se ha dicho sea más memorable, dice del rey
Eaco que fue padre de Telemon, de Peleo y de Foco, del cual Telemon
nació Ayax, y de Peleo, Aquiles.
XXVIII.
Después
de la estrofa argumentada, hemos de proceder con la última, es
decir, con aquella que comienza: Luego, en la cuarta parte de la
vida; por lo cual quiere mostrar el texto lo que hace el alma noble
en la última ciudad, es decir, en la Senilidad. Y dice que hace dos
cosas: la una, que vuelve a Dios, como al puesto de donde partió
cuando vino a entrar en el mar de la vida; la otra es que bendice el
camino que ha hecho, porque ha sido recto y bueno y sin amargura de
tempestad.
Y
aquí se ha de saber que, como dice Tulio en el de Senectud, «la
muerte natural es para nosotros como puerto de larga navegación y
descanso». Y así como el buen marinero, conforme se acerca al
puerto, arría sus velas, y suavemente, con blando movimiento, entra
en él, así nosotros debemos arriar las velas de nuestras obras
mundanas y volver a Dios con todo nuestro entendimiento y todo
nuestro corazón, de modo que se llegue a aquel puerto con toda
suavidad y toda paz.
Y
con ello tendremos en nuestra propia naturaleza gran enseñanza de
suavidad, porque con muerte tal no hay dolor ni amargura alguna; mas
del mismo modo que una manzana madura se desprende de las ramas
fácilmente y sin violencia, así nuestra alma se parte sin duelo del
cuerpo que ha estado. Por lo cual, Aristóteles dice en de Juventud y
Senectud que «no hay tristeza en la muerte que llega a la vejez». Y
del mismo modo que al que llega de largo camino, antes de que entre
por las puertas de su ciudad, le salen al encuentro los ciudadanos de
ella, así al alma noble le sale al encuentro, como deben hacerlo,
los ciudadanos de la eterna vida.
Y
así lo hacen por sus buenas obras y contemplaciones; porque,
habiéndose ya entregado a Dios y abstraídose en las cosas y
pensamientos humanos, le parece ver aquellos que cree que están
junto a Dios. Oye lo que dice Tulio en boca de Catón el viejo:
«Voime con grandísimo afán de ver a nuestros padres que yo amé, y
no sólo a ellos, mas también a aquellos de quienes oí hablar».
Ríndese, pues, a Dios el alma noble en esta edad, y espera el fin de
esta vida con mucho deseo, y le parece salir de la hospedería y
volver a su propia casa; le parece salir del camino y volver a la
ciudad; le parece salir del mar y volver al puerto.
¡Oh,
míseros y viles que a velas desplegadas corréis a este puerto, y
allí donde debierais reposar, os rompéis por el ímpetu del viento
y os perdéis allí donde tanto habéis caminado! El caballero
Lanzarote no quiso entrar ciertamente a velas desplegadas, ni nuestro
nobilísimo Latino Guido Montefeltrano. Antes bien, estos nobles
arriaron las velas de las obras mundanas, porque en su edad avanzada
se entregaron a la religión, deponiendo todo deleite y obras
mundanas. Y no se puede nadie excusar por estar unido en avanzada
edad con lazo de matrimonio; porque no se entrega a la religión
solamente el que se hace de hábito y vida igual a San Benito, San
Agustín, San Francisco y Santo Domingo, sino que también se puede
volver a verdadera y buena religión estando en matrimonio, que Dios
no quiere que seamos religiosos sino de corazón.
Y
por eso les dice San Pablo a los romanos: «No aquél que
manifiestamente es judío, ni la que se manifiesta en la carne es
circuncisión; mas aquel que a escondidas es judío; y la
circuncisión del corazón en el espíritu no en la letra, es
circuncisión; la alabanza de lo cual no la hacen los hombres, sino
Dios.
Bendice
también el alma noble en esta edad los tiempos pasados, y bien los
puede bendecir; porque, volviendo a ellos la memoria, se acuerda de
sus buenas obras, sin las cuales al puerto adonde se dirige no se
podría llegar con tanta riqueza ni tanta ganancia. Y hace como el
buen mercader que, cuando está ya cerca de su puerto, examina su
botín y dice: «Si yo hubiera pasado por tal camino, no tendría
tesoro y no tendría con qué gozar en mi ciudad, a la cual me
acerco; y por eso bendice el camino que ha hecho.
Y
que estas dos cosas convengan a esta edad represéntalo el gran poeta
Lucano en el segundo de su Farsalia, cuando dice que Marzia tomó a
Catón y le pidió y rogó que la tomase de nuevo. Por la cual Marzia
se entiende el alma noble; y así podemos representar la figura con
verdad. Marzia fue virgen, y en esa condición significa la
adolescencia; luego fue a Catón, y en esa condición significa la
juventud; hizo entonces hijos, por los cuales se representan las
virtudes que más arriba se dice convenir a los jóvenes, y se separó
de Catón y se casó con Hortensio; con lo cual se significa que se
fue la j uventud y vino la senectud. Tuvo hijos de éste también,
por los cuales se representan las virtudes que más arriba se dice
convenir a la senectud. Murió Hortensio, con lo que se representa el
término de la senectud; y Marzia, una vez viuda -por la cual viudez
se representa la senilidad-, volvió, desde el principio de su
viudez, a Catón; por lo cual se significa que el alma noble, al
comienzo de la senilidad, vuelve a Dios. ¿Y qué hombre terrenal ha
habido más digno de representar a Dios que Catón? Ninguno
ciertamente.
¿Y
qué es lo que dice Marzia a Catón? «Mientras hubo en mí sangre,
es decir, juventud; mientras hubo en mí la virtud maternal, es
decir, la senectud, que es madre de las demás virtudes, como más
arriba se ha mostrado». «Yo – dice Marzia- acaté y cumplí todos
tus mandatos»; es decir, que el alma mantúvose firme en las buenas
obras. Dice: «Y tuve dos maridos»; es decir, he sido fructífera
para dos edades. «Ahora -dice Marzia- que mi vientre está cansado,
y que estoy vacía en parte, a ti me vuelvo, pues que nada más tengo
que dar a otro esposo»; es decir, que el alma noble, conociendo que
ya no tiene vientre fructífero, es decir, sintiendo desfallecer sus
miembros, vuelve a Dios. El Cual no ha menester de los miembros
corporales. Y dice a Marzia: «Dame las arras de los antiguos lechos,
dame siquiera el nombre de matrimonio; lo cual es como decir que
nuestra noble alma dícele a Dios: «Dame descanso, Señor mío; dame
al menos que yo en esta vida que me resta pueda llamarme tuya». Y
dice Marzia: «Dos razones me mueven a decir esto: es la una, que
después de mí se diga que he muerto siendo mujer de Catón; la otra
es que después de mí se diga que tú no me despediste, sino que de
buen ánimo te casaste conmigo».
Por
estas dos razones se muere el alma noble, y quiere partir de esta
vida siendo esposa de Dios, y quiere mostrar que su creación fue
gracia de Dios. ¡Oh, desventurados y mal nacidos, que preferís
partiros de esta vida mejor bajo el título de Hortensios que de
Catones! En el nombre del cual es digno terminar lo que es menester
argumentar acerca de los signos de nobleza, porque en él la nobleza
los muestra todos, para todas las edades.
XXIX.
Pues
que se ha mostrado el texto y los signos que para cada edad aparecen
en el hombre noble, y por los cuales se le puede conocer, y sin los
cuales no puede existir, como tampoco el sol sin luz ni el fuego sin
calor, grítale a la gente a lo último de lo que de nobleza se ha
contado, y dice: «¡Oh, vosotros los que oído me habéis, ved
cuántos son los engañados!, es decir, los que, por ser de famosas o
antiguas generaciones, o por ser descendientes de padres excelentes,
creen ser nobles no habiendo en ellos nobleza. Y aquí surgen dos
cuestiones, las cuales es bien resolver al fin de este Tratado.
Podría decir meser Manfredi de Vico, que ahora se llama Pretor y
Prefecto: «Sea yo como quiera, recuerdo y represento a mis
antepasados, que por su nobleza merecieron el oficio de la
Prefectura, y merecieron poner mano en la coronación del Imperio,
siendo dignos de recibir la rosa del romano pastor; por lo cual debo
recibir de la gente honor y reverencia». Y ésta es una de las
cuestiones.
La
otra es, lo que podría decir cualquiera de los San Nazzaro de Pavía
o de los Piscicelli de Nápoles: si la nobleza es lo que se ha dicho,
es decir, semilla divina, graciosamente puesta en el alma humana, y
las progenies o estirpes no tienen alma, como es manifiesto, ninguna
progenie o estirpe se podría llamar noble; y esto es contra la
opinión de aquellos que dicen ser nuestras progenies nobilísimas en
sus ciudades.
A
la primera cuestión responde Juvenal en la octava sátira, cuando
comienza exclamando: «¿De qué sirven estos honores que de los
antiguos quedan, si aquel que de ellos quiere vestirse vive mal, y el
que de los antiguos habla, mostrando las grandes y admirables obras,
en míseras y viles obras se emplea? Si bien -dice el poeta satírico-
¿quién dirá que es noble por su generación al que de tal
generación no es digno? Esto no es otra cosa que al enano llamar
gigante». Luego después dícele al tal: «Entre tú y la estatua
hecha en memoria de tu antepasado no hay más diferencia sino que su
cabeza es de mármol y la tuya vive». Y en esto -con reverencia lo
digo- no estoy de acuerdo con el poeta, porque la estatua, de mármol,
de madera o de metal, erigida en memoria de algún hombre de mérito,
se diferencia mucho en efecto del descendiente malvado. Porque la
estatua afirma siempre la buena opinión en aquellos que han oído la
fama de aquel de quien es la estatua, y la engendra en los demás; el
hijo o nieto hace todo lo contrario; porque debilita la opinión de
los que han oído hablar bien de sus antepasados; porque dice alguno
de sus pensamientos: «No puede ser verdad cuanto se dice de los
antepasados de éste, pues que de su simiente se ve planta
semejante». Por lo cual nunca honor, sino deshonra, debe recibir el
que a los buenos presta mal testimonio. De aquí que, a mi juicio,
del mismo modo que quien infama a un hombre de valía merece que las
gentes le huyan y no le escuchen, así el hombre vil, descendiente de
buenos antepasados, merece ser por todos despreciado, y el hombre
bueno debe cerrar los ojos para no ver el vituperio, vituperante de
la bondad, que sólo en la memoria ha quedado. Y baste esto ahora en
cuanto a la primera cuestión promovida.
A
la segunda pregunta se puede responder que una progenie por sí sola
no tiene alma, y bien es verdad que noble se le dice y lo es en
cierto modo. Pues se ha de saber que el todo se compone de sus
partes, y hay todo que constituye una simple esencia con sus partes;
del mismo modo que en un hombre hay una esencia del todo y de cada
parte suya; y lo que se dice de la parte, puede del mismo modo
decirse del todo.
Hay
otro todo que no tiene esencia común con las partes, como un montón
de grano; pero la suya es una esencia secundaria que resulta de
muchos granos que tiene en sí verdadera y primera esencia. Y en este
todo se dicen las cualidades de las partes tan secundarias como su
ser; por lo cual se dice un montón blanco, porque los granos de que
el montón se compone son blancos.
A
la verdad, esta blancura está primero en los granos, y
secundariamente puede llamársele blanco. Y por tal modo se puede
decir noble una estirpe o progenie. Pues se ha de saber que, del
mismo modo que para la composición de un montón blanco es menester
que predominen los granos blancos, del mismo modo para hacer una
progenie noble es menester que en ella los
hombres
nobles predominen; de modo que tal bondad obscurezca y cele lo
contrario que está dentro. Y del mismo modo que de un montón blanco
de grano se podría quitar grano a grano el trigo, y grano a grano
restituir meliga roja, y todo el montón por último cambiaría de
color, así podríanse morir uno a uno los buenos de la progenie
noble y nacer en ella los malvados, tanto que cambiaría el nombre y
se habría de llamar no noble sino vil. Y baste esto para responder a
la segunda cuestión.
XXX.
Como
más arriba se demuestra en el tercer capítulo de este Tratado, esta
canción tiene tres partes principalmente. Por lo que, argumentadas
dos, la primera de las cuales comienza en el capítulo susodicho y la
segunda en el decimosexto -de modo que la primera en trece y la
segunda en catorce se ha expuesto, sin el proemio del Tratado de la
canción, que comprende dos capítulos-, en este trigésimo y último
capítulo hemos de argumentar brevemente la tercera parte principal,
la cual, a modo de tornada de esta canción, se hizo para su
ornamento, y comienza: Irás, oh mi canción, contra el que yerra.
Y
aquí se ha de saber principalmente que todo buen fabricante, al
terminar su trabajo, debe ennoblecerlo y hermosearlo en cuanto le sea
posible, a fin de que se separe de él más célebre y precioso. Y
tal me propongo hacer en esta parte, no como buen fabricante, sino
como imitador suyo. Digo, pues: Irás, oh mi canción, contra el que
yerra, etc. Este contra el que yerra es toda una parte y es el nombre
de esta canción, tomado del buen Fray Tomás de Aquino, que a un
libro suyo, que hizo para confusión de todos los que se apartan de
nuestra fe, púsole por nombre Contra gentiles.
Digo,
pues, que irás como si dijera: «Tú ya eres perfecta, y tiempo es
ya de que no te estés quieta, de que andes, porque grande es tu
empresa». Y cuando llegues al lugar donde esté Nuestra Señora,
dile tu menester. Pues se ha de notar que, como dice Nuestro Señor,
no se deben echar las margaritas a los puercos; porque a ellos no les
aprovecha y a las margaritas les daña; y como dice el poeta Esopo en
la primera fábula, más le aprovecha al gallo un granito de trigo
que una margarita; y por eso deja ésta y coge aquél. Y considerando
esto, con cautela digo y ordeno a la canción que descubra su
menester allí donde se encuentre esta dama, es decir, la Filosofía.
Encontrará a esta dama nobilísima cuando encuentre la cámara, es
decir, el alma en que se alberga. Y la filosofía no sólo se alberga
en los sabios, sino también, como se ha demostrado más arriba en
otro Tratado, está por doquier vive el amor de ella. Y a estos tales
les digo que manifiesten su menester, porque a ellos les será útil
su sentido, y ellos lo recogerán.
Y
le digo: dile a esa dama: Yo voy hablando así de vuestra amiga.
Ahora bien; su amiga es nobleza; que tanto se aman una a otra, que la
Nobleza siempre la llama, y la filosofía no vuelve su dulcísima
mirada a otra parte. ¡Oh, cuán bello ornamento es éste que al
final de esta canción se le ofrece con llamarla amiga de aquella
cuya mansión propia está en lo más secreto de la divina mente!
FIN.