El Convivio, castellano, Tratado primero.

Tratado
primero.

I.

Como
dice el filósofo al principio de la primera filosofía,
todos los hombres, por naturaleza, desean saber. La razón de lo cual
puede ser el que toda cosa impulsada por providencia de su propio
natural, inclínase a su perfección; de aquí que, pues la ciencia
es la última perfección de nuestra alma, y en ella reside nuestra
última felicidad, todos, por naturaleza, a desearla estamos sujetos.
En verdad, muchos están privados de esta nobilísima perfección,
por diversas causas, que dentro del hombre y fuera de él le apartan
del hábito de la ciencia.

Dentro
del hombre puede haber dos defectos o impedimentos: uno, por parte
del cuerpo; el otro, por parte del alma. Por parte del cuerpo lo hay
cuando las partes están indebidamente dispuestas, así que nada
puede percibir, como son los sordos, mudos y sus semejantes. Por arte
del alma lo hay cuando la malicia vence en ella, de modo que da en
seguir viciosos deleites, en los cuales tanto engaño recibe, que por
ellos tiene por vil toda otra cosa.

Fuera
del hombre, pueden ser asimismo comprendidas dos causas, una de las
cuales es inductora de necesidad, la otra de pereza. La primera son
las atenciones familiares y civiles, que necesariamente sujetan al
mayor número de los hombres, de modo que no pueden permanecer en
ocio de especulación. La otra es el defecto del lugar donde la
persona ha nacido y se ha criado, pues a veces estará, no solamente
privada de todo estudio, sino lejos de gente estudiosa.

Las
dos primeras de estas causas, esto es, la primera por la parte de
dentro y la primera por la parte de fuera, no son vituperables, sino
merecedoras de excusa y perdón; las otras dos, y aun la una más que
la otra, merecen ser reprobadas y abominadas. Manifiestamente, pues,
puede ver quien bien considere que pocos son aquellos a quienes les
es dado lograr el hábito por todos deseado, y casi innumerables los
que, privados de este alimento, viven hambrientos siempre. ¡Oh,
bienaventurados aquéllos pocos que se sientan a la mesa donde el pan
de los ángeles(3) se come, y míseros aquéllos que con las bestias
tienen pasto común! Mas como el hombre es, por naturaleza, amigo del
hombre, y todo amigo se duele de que le falte algo a quien él ama,
los que en tan alta mesa se alimentan no dejan de tener misericordia
de aquéllos a quienes ven andar comiendo hierba y bellotas en un
pasto animal. Y, pues la 
misericordia
es madre de beneficio, siempre aquéllos que saben, ofrecen
liberalmente de sus buenas riquezas a los verdaderamente pobres, y
son como fuente viva de cuya agua se refrigera la sed natural
susodicha. Así yo, que no me siento a la mesa bienaventurada, pero
huyendo del pasto del vulgo, a los pies de los que en ella se sientan
recojo lo que dejan caer, y conozco la mísera vida de los que tras
de mí he dejado por la dulzura que pruebo en lo que poco a poco
recojo, movido de misericordia, no olvidándolo, he reservado para
los míseros alguna cosa, que ya he mostrado varias veces a sus ojos,
haciéndoles con ello más deseosos. Por lo cual, queriendo
prepararlos, es mi intención hacer un general convivio de cuanto les
he mostrado y del pan que es menester a tales manjares, sin el cual
no podrían comerlos en este convivio: de ese pan adecuado al manjar
que es mi intención que les sea suministrado.

Y
por eso no quiero que nadie se siente en él que tenga sus órganos
mal dispuestos, tanto los dientes cuanto la lengua y el paladar, ni
ningún asentador de vicios, porque su estómago está lleno de
humores venenosos y contrarios, de suerte que no resistiría mi
manjar. Mas venga todo aquél que por descuido familiar o civil haya
quedado con hambre humana, y siéntese a una mesa con los demás
igualmente privados; y pónganse a sus pies cuantos lo hayan estado
por pereza, pues que no son dignos de asiento más elevado, y
aquéllos y éstos tomen mi manjar con el pan, que yo se lo haré
gustar y digerir. Los manjares de este convite serán ordenados de
catorce maneras, es decir, en catorce canciones, tanto de amor como
de virtudes materiales, los cuales sin este pan tenían sombra de
alguna oscuridad, de modo que a muchos les era más manifiesta su
belleza que su bondad; pero este pan, es decir, la presente
exposición, será la luz que haga visible todo color de su sentido.
Y si en la obra presente, que se llama Convivio, y quiero que tal
sea, se habla más virilmente que en la Vida Nueva, no es mi
intención, sin embargo, derogar aquélla en parte alguna, sino antes
bien beneficiaría con ésta, mostrando cuán de razón es que sea
aquélla férvida y apasionada y ésta templada y viril. Pues
conviene decir y hacer en una edad de diferente manera que en otra;
que ciertas costumbres son idóneas y laudables en una edad e
inconvenientes y reprobables en otra, tal como más abajo, en el
cuarto Tratado de este libro, se mostrará por vía de razón. Hablé
en aquélla(4) a la entrada de mi juventud, y en ésta ya la juventud
pasada. Y como quiera que mi verdadera intención era otra que la que
muestran por fuera las canciones susodichas, en mi intención mostrar
aquéllas por explicación alegórica, después de expuesta la
historia literal; de modo que una y otra razón darán sabor a los
que están invitados a esta cena; a todos los cuales ruego que si el
convite no fuese tan espléndido como conviene a su fama, imputen
todo defecto, no a mi voluntad, sino a mis facultades; porque mi
deseo es que mi liberalidad se cumpla.


II.

Al
principio de todo banquete bien dispuesto suelen los sirvientes tomar
el pan preparado y purgarlo de toda mácula; como yo, en el presente
escrito,

ocupo
el lugar de aquéllos, de dos máculas intento limpiar primeramente
esta exposición, que hace las veces del pan en mi convite. Es la
una, que no parece lícito que nadie hable de sí mismo; la otra es
que no parece razonable hablar argumentando demasiado a fondo. De
esta forma el cuchillo de mi juicio purga lo lícito e irracional.

No
permiten los retóricos que nadie hable de sí mismo sin necesidad. Y
de esto se aparta el hombre, porque no se puede hablar de nadie sin
que el que habla no alabe o vitupere a aquellos de quienes habla;
razones éstas ambas que hablan por sí en boca de cada cual. Así,
para disipar una duda que surge en este punto, digo que peor está
vituperar que alabar, pues que no se han de hacer ni una ni otra
cosa. La razón de lo cual es que toda cosa vituperable por sí misma
es más fea que la que lo es por accidente.

Despreciarse
a sí propio es vituperable per se, porque el hombre debe contar al
amigo su defecto secretamente, y nadie es más amigo del hombre que
él mismo; de aquí que en la cámara de sus pensamientos, y no
públicamente, debía reprenderse y llorar sus defectos. Con todo,
por no poder y no saber conducirse bien, no es vituperado el hombre
las más de las veces; mas por no querer lo es siempre, porque por
nuestro querer y no querer se juzgan la malicia y la bondad. Y por
eso quien a sí mismo se vitupera, demuestra que conoce su defecto y
demuestra que no es bueno. Por lo cual se ha de abandonar el hablar
de sí mismo con vituperio.

Se
ha de huir de alabarse a sí mismo, como mal por accidente, en cuanto
no se puede alabar sin que tal alabanza no sea más bien vituperio:
es alabanza en la apariencia de las palabras y vituperio en su
entraña. Porque las palabras están hechas para mostrar lo que no se
sabe. De aquí que quien a sí mismo se alaba, demuestra que no cree
ser tenido por bueno, pues que no le ocurre tal sin conciencia
maliciada, la cual descubre alabándose a sí mismo y descubriéndola
se vitupera.

Y
aún más: han de huirse la propia alabanza y el propio vituperio
igualmente, por la razón de que presta falso testimonio, porque no
hay hombre que sea verdadero y justo medidor de sí mismo: tanto
engaña la propia caridad. De donde se deduce que cada cual tiene en
su juicio las medidas del falso mercader, que vende con una y compra
con otra; y cada cual examina su mal obrar con amplia medida, y con
pequeña examina el bien; de modo que el número, la cantidad y el
peso del bien le parecen mayores que si fuese apreciado con justa
medida, y los del mal más pequeño. Porque hablando de sí mismo con
alabanza, o al contrario, o dice falsedad respecto a la cosa de que
habla, o dice falsedad respecto a su opinión; que lo uno y lo otro
son falsedad. Así pues, dado que el consentir es confesar, comete
villanía quien alaba o vitupera a alguien en su casa, porque el que
así es estimado no puede consentirlo ni negarlo sin caer en culpa de
alabarse o menospreciarse Salvo la manera de la debida corrección,
que no puede existir sin reproche de la falta que se propone
corregir, y salvo el modo de honrar y glorificar debidamente, el cual
no se puede pasar sin hacer mención de las obras virtuosas o de las
dignidades virtuosamente conquistadas.

En
verdad, volviendo al principal propósito, digo, como se ha indicado
más arriba, que en ocasiones necesarias está permitido hablar de sí
mismo. Y entre esas ocasiones necesarias, dos son más manifiestas:
es la una cuando, sin hablar de sí mismo, no se puede uno defender
de grande infamia y peligro, y entonces se permite, por la razón de
que tomar de dos senderos el menos malo es como tomar uno bueno. Y
esta necesidad movió a Boecio a hablar de sí mismo, a fin de que,
bajo pretexto de consolación, disculpase la perpetua infamia de su
destierro, demostrando cuán injusto era, ya que no se alzaba otro
exculpador. Es la otra cuando, por hablar de sí mismo, se sigue gran
utilidad a los demás por vía de doctrina; y esta razón movió a
Agustín a hablar de sí mismo en las Confesiones, pues por el
proceso de su vida, que fue de malo en bueno, de bueno en mejor y de
mejor en óptimo, dio en ella ejemplo y doctrina, la cual no se podía
aprender por testimonio más verdadero.

Por
lo cual, si una y otra razón me excusan, el pan de mi levadura está
purgado de su primera mácula. Muéveme temor de infamia, y muéveme
el deseo de enseñar una doctrina que otro en verdad no puede
ofrecer. Temo haber seguido la infamia de tanta pasión como creerá
haberme dominado quien lea las susodichas canciones; la cual infamia
cesa con este hablar yo de mí mismo por entero; el cual demuestra
que, no la pasión, sino la virtud, ha sido la causa por que me moví.
Es mi intención también mostrar el verdadero sentido de aquéllas,
que nadie puede ver si yo no lo cuento, porque está oculto bajo
figura de alegoría; y esto no solamente proporcionará deleite al
oído, sino sutil adiestramiento para hablar así y entender los
escritos ajenos.

III.

Es
merecedora de grande reprensión aquella cosa que, dispuesta para
quitar algún defecto, a él induce precisamente; como quien fuese
enviado a apaciguar una riña, y antes de apaciguarla comenzase otra.
Así pues, dado que mi pan está purgado por una parte, es preciso
que lo purgue por otra, para evitar tal reproche; que mi escrito, al
cual puede llamársele casi Comentario, está dispuesto para quitar
los defectos de las canciones susodichas, y tal vez sea un poco duro
en algún pasaje. Dureza que es aquí consciente, y no por
ignorancia, sino para evitar un defecto mayor. ¡Pluguiera, ay, al
Dispensador del universo que la causa de mi excusa no hubiese
existido nunca! Que así nadie me hubiera faltado ni yo sufrido pena
injustamente; pena, digo, de destierro y pobreza. Pues que plugo a
los ciudadanos de la muy hermosa y famosísima Florencia, hija de
Roma, arrojarme fuera de su dulcísimo seno -en el cual nací y me
crié hasta el logro de mi vida, y en el cual, y en buena paz con
aquéllos, deseo de todo corazón reposar el cansado ánimo y acabar
el tiempo que me haya sido concedido- por casi todos los lugares a
los cuales se extiende esta lengua, he andado mendigando, mostrando
contra mi voluntad la llaga de la suerte, que suele ser imputada al
llagado injustamente muchas veces. En verdad, yo he sido barco sin
vela ni gobierno, llevado a diferentes puertos, hoces y playas por el
viento seco que exhala la dolorosa pobreza y 
como
vil he aparecido a los ojos de muchos, que tal vez por la fama me
habían imaginado de otra forma; en opinión de los cuales, no
solamente envilecí mi persona, más disminuyó de precio toda obra
mía, bien de las ya hechas, ya de la que estuviese por hacer. La
razón por que tal acaece -no sólo en mí, sino en todos- pláceme
apuntar aquí brevemente; primero, porque la estimación sobrepuja a
la verdad, y luego porque la presencia empequeñece la verdad.

La
buena fama, engendrada principalmente por la buena obra en la mente
del amigo, es dada a luz por ésta primeramente; que la mente del
enemigo, aunque reciba la simiente, no concibe. La mente que primero
la da a luz, tanto para adornar más su regalo cuanto por caridad del
amigo que lo recibe, no se atiene a los términos de la verdad, sino
que los exagera. Y cuando los exagera para adornar lo que dice, habla
contra conciencia; cuando es engaño de caridad lo que los exagera,
no habla contra ella. La segunda mente que esto recibe, no solamente
se conforma con la exageración de la primera, sino que en su
referencia, efecto de aquélla, procura adornarla, y haciéndolo así
engañada por su propia caridad, la exagera aún más de lo que a
ella le llega, y con igual concordia y discordia de conciencia que la
primera. Esto hacen la tercera receptora y la cuarta, dilatándose
hasta el infinito. Y así, volviendo las causas susodichas en las
contrarias, puede verse como la causa de la infamia se agranda del
mismo modo. Por lo cual dice Virgilio en el cuarto libro de la
Eneida: «Que la Fama vive de su movimiento, y andando, aumenta.
Claramente, pues, puede ver quien quiera que la imagen engendrada tan
sólo por la fama, siempre es mayor que la cosa imaginada en su
verdadero ser.

IV.

Mostrada
ya la razón de por qué la fama dilata el bien y el mal más de su
verdadera cantidad, resta mostrar en este capítulo las razones que
hacen ver por qué la presencia los restringe por el contrario; y una
vez mostradas, vendremos luego al propósito principal, es decir, a
la excusa susodicha. Digo, pues, que por tres causas la presencia
hace a la persona de menos valor del que tiene. Una de las cuales es
la puericia, no digo de edad, sino de ánimo; la segunda es la
envidia: y éstas están en el que juzga; la tercera es la humana
impureza, y ésta está en el que es juzgado.

La
primera puede razonarse brevemente de este modo: la mayor parte de
los hombres viven guiados de los sentidos y no conforme a razón, a
guisa de párvulos; y estos tales no conocen las cosas sino
simplemente por fuera; y no ven su bondad, a cual está ordenada a
determinado fin, porque tienen cerrados los ojos de la razón, los
cuales sí la ven. De aquí que luego ven cuanto pueden y juzgan
según lo que han visto. Y como se forma una opinión de oídas,
acerca de la fama de los otros, y la presencia está en desacuerdo
con el juicio imperfecto que, no conforme a razón sino conforme al
sentido juzga solamente, casi reputan mentira lo que primero han
oído, y desprecian a la persona apreciada primero. De aquí que,
según éstos que son como casi todos, la 
presencia
restringe una y otra cualidad. Estos tales, tan pronto están
deseosos como hartos; tan pronto alegres como tristes, con breves
deleites y pesares; tan pronto amigos como enemigos: que todo lo
hacen como párvulos, sin uso de razón.

La
segunda se ve por estas razones: que toda comparación es para los
viciosos motivo de envidia, y la envidia motivo de mal juicio, ya que
no deja argumentar a la razón en favor de la cosa envidiada; así
que la potencia juzgadora es entonces como el juez que oye solamente
a una de las partes. De aquí que cuando estos tales ven a la persona
famosa, al punto están ya envidiosos, porque ven que les iguala en
prendas y dominio, y temen por la excelencia de aquélla ser
menospreciados. Y éstos no solamente juzgan mal en su
apasionamiento, pero difamando hacen juzgar mal a los demás. Por lo
cual, la presencia disminuye lo bueno y lo malo de cada uno de los
presentes; y digo lo malo, porque muchos, complaciéndose en las
malas obras, tienen envidia a los que obran mal.

Es
la tercera la humana impureza que se descubre por el propio a quien
se juzga, y nunca cuando no hay con él trato ni conversación. Para
evidenciar tal se ha de saber que el hombre está manchado por muchas
partes; y que, como dice Agustín, «nada hay sin mancha». El hombre
está manchado, ya por alguna pasión a la cual no puede a veces
resistir, ya por algún miembro deforme, ya por algún golpe de la
fortuna, ya por la infamia de sus padres o de algún pariente. Cosas
que la fama no lleva consigo, mas sí la presencia, y por su
conversación las descubre: estas máculas arrojan alguna sombra
sobre la claridad de la bondad, de suerte que la hacen parecer menos
clara y de menos valor. Y por eso es por lo que todo profeta es menos
honrado en su patria; por eso es por lo que el hombre bueno debe
conceder a pocos su presencia, y su familiaridad a menos aún, a fin
de que su nombre sea reverenciado y no despreciado. Y esta tercera
causa tanto puede estar en el mal cuanto en el bien, volviendo tales
razones en sus contrarias. De aquí se ve por modo manifiesto que por
la impureza, sin la cual no hay nadie, la presencia disminuye lo malo
y lo bueno de cada uno más de lo que la verdad requiere.

De
aquí pues que como se ha dicho más arriba, yo me he hecho presente
a casi todos los itálicos, por lo cual, no sólo a aquéllos hasta
quienes había corrido mi fama, mas también a los demás, tal vez
les parezco más vil de lo que soy en verdad, por lo que tal vez mis
cosas han parecido más livianas al presentarme yo, es preciso que en
la obra presente, con más elevado estilo, dé muestra de cierta
gravedad, que autoridad parezca; y baste esta excusa a la dificultad
de mi Comentario.

V.

Toda
vez que está ya purgado este pan de las máculas accidentales, queda
por excusar en él un elemento, esto es, el que sea vulgar y no
latino; que por

semejanza
se puede decir de avena y no de trigo. Y de ello lo excusan
brevemente tres motivos que me movieron a preferir éste al otro.
Procede el uno del temor de desorden inconveniente; el otro, de
prontitud de liberalidad; el tercero, del natural amor al habla
propia. Y estas causas y sus razones, para satisfacción de lo que se
pudiese reprochar por la razón ya notada, es mi intención
argumentar en esta forma.

La
cosa que más adorna y encomia las obras humanas, y que las lleva más
derechamente a buen fin, es el hábito de aquellas disposiciones que
están ordenadas a ese fin, del mismo modo que la serenidad de ánimo
y fortaleza de cuerpo están ordenadas a fin caballeresco. Y así,
quien está dispuesto al servicio ajeno, debe tener aquellas
disposiciones ordenadas a tal fin, cuales son sujeción, conocimiento
y obediencia, sin las cuales nadie está preparado para servir bien.
Porque si no tiene cuantas condiciones se requieren, procede siempre
en su servicio con trabajo y lentitud, y rara vez lo cumple. Y si no
es obediente no sirve sino a su antojo y según su voluntad; lo cual
es más servicio de amigo que de siervo. Por lo tanto, este
Comentario es conveniente para evitar tal desorden, pues que es hacer
las veces de siervo a las canciones infrascritas el estar sujeto a
ellas en todos sus órdenes; y debe conocer las necesidades de su
señor y serle obediente. Las cuales disposiciones hubiéranle
faltado todas si hubiese sido latino y vulgar, ya que las canciones
son vulgares.

Porque,
primeramente, si hubiese sido latino, no era súbdito, sino soberano,
tanto por nobleza como por virtud y belleza. Por nobleza, porque el
latín es perpetuo e incorruptible, y el vulgar es inestable y
corruptible. Por lo cual vemos que las escrituras antiguas de las
comedias y tragedias latinas no se pueden trasmutar, lo mismo que
tenemos hoy; lo cual no sucede en el vulgar, que se transforma por
placentero artificio. De aquí que veamos en las ciudades de Italia,
si lo consideramos bien, de cincuenta años a la fecha, cómo se han
apagado, nacido y variado muchos vocablos; con que, si el poco tiempo
así transforma, mucho más transforma mayor tiempo. Así que yo digo
que si los que se partieron de esta vida hace mil años tornasen a
sus ciudades, creeríanlas ocupadas por gente extranjera, dado lo que
su lengua se desemeja de la de ellos. De esto se hablará en otra
parte más cumplidamente, en un libro que es mi intención hacer, Deo
concedente del Habla vulgar.

Además,
el latín no sería súbdito, sino soberano, por virtud. Toda cosa es
por naturaleza virtuosa en cuanto hace aquello a que está ordenada;
y cuanto mejor lo hace, tanto más virtuosa es. Por lo cual decimos
hombre virtuoso a aquél que vive en vida contemplativa o activa, a
las cuales está naturalmente ordenado; decimos a un caballo
virtuoso, porque corre mucho y fuerte, cosa a la cual está ordenado;
decimos virtuosa a una espada que corta bien las cosas duras, a lo
cual está ordenada. Así, el lenguaje que está ordenado para
expresar el pensamiento humano es virtuoso cuando tal hace, y aquel
que lo hace mejor, más virtuoso es. De aquí que, pues el latín
expresa muchas cosas concebidas en la mente, que no puede hacer el
vulgar -como saben los que poseen uno y otro lenguaje- es más su
virtud que la del vulgar.

Además,
no sería súbdito, sino soberano, por belleza. El hombre dice que es
bella toda cosa cuyas partes se corresponden debidamente, porque de
su armonía resulta complacencia. De aquí que el hombre parezca
bello cuando sus miembros se corresponden debidamente; y decimos
bello al canto, cuando sus voces, según las reglas del arte, son
correspondientes entre sí. Con que es más bello aquel discurso en
el que se corresponden más adecuadamente; y se corresponden más
adecuadamente en latín que en vulgar, porque el vulgar obedece al
uso y el latín al arte, por lo cual repútasele por más bello, más
virtuoso y más noble. De aquí se concluye el propósito principal,
es decir, que el comentario latino no hubiera sido súbdito de las
canciones, sino soberano.

VI.

Demostrado
ya cómo el presente Comentario no hubiese sido súbdito de las
canciones vulgares de haber sido latino, queda por demostrar cómo no
hubiese sido conocedor ni obediente de aquéllas; y luego se verá en
conclusión cómo para que cesasen inconvenientes desórdenes, fue
menester hablar vulgarmente. Digo, pues, que el latín no hubiera
sido siervo conocedor de su señor por esta razón:

Requiérese
el conocimiento del siervo principalmente para conocer dos cosas por
modo perfecto. Es la una el natural del señor, ya que hay señores
de tan asnal naturaleza, que mandan lo contrario de lo que quieren; y
otros que sin decir nada quieren ser servidos y comprendidos; y otros
que no quieren que el siervo se mueva para hacer sus menesteres, si
no se lo mandan. No es mi intención mostrar ahora la razón de estas
variaciones -porque multiplicaría harto la digresión -sino en tanto
hablo en general, que estos tales son como bestias a los cuales hace
poco provecho la razón. De aquí que si el siervo no conoce el
natural de su señor, es manifiesto que no le puede servir
perfectamente. La otra cosa es que conviénele al siervo conocer a
los amigos de su señor; que de otro modo no los podría honrar ni
servir y así no serviría perfectamente a su señor, como quiera que
son los amigos como parte de un todo, porque su todo es un querer y
un no querer.

Y
aún más: el Comentario latino no habría tenido el mismo
conocimiento de estas cosas que el vulgar. Que el latín no conoce al
vulgar y sus amigos, se prueba de esta suerte: el que conoce una cosa
en general no la conoce perfectamente; así como quien ve de lejos un
animal no lo conoce perfectamente, porque no sabe si es perro, lobo o
carnero. El latín conoce al vulgar en general, pero no en
particular; que si lo conociese en particular, conocería todos los
vulgares, porque no hay razón de que conozca uno más que otro. Y
así todo hombre que tuviese el hábito del latín, tendría el
hábito de conocer todos los vulgares. Mas no es así: que un
habituado al latín no distingue, si es de Italia, el vulgar alemán,
el vulgar itálico o el provenzal. Por donde se manifiesta que el
latín no conoce el vulgar. Y aún más, no conoce a sus amigos;
porque es imposible conocer a los amigos no conociendo al principal;
de aquí que si el latín no conoce el vulgar, como se ha probado más
arriba, le es imposible conocer a sus amigos; y el latín no tiene
conversación en 
lengua
alguna con tantos como tiene el vulgar de aquella de quien todos son
amigos, y, por consiguiente, no puede conocer a los amigos del
vulgar. Y no hay contradicción al decir que el latín conversa
también con algunos amigos del vulgar; porque, sin embargo, no es
familiar de todos, y así no conoce a los amigos perfectamente;
porque se requiere conocimiento perfecto y no defectivo.

VII.

Probado
que el Comentario latino no hubiera sido siervo conocedor, diré cómo
no hubiera sido obediente. Obediente es aquel que tiene la buena
disposición que se llama obediencia. La verdadera obediencia ha
menester tres cosas, sin las cuales no puede existir: ser dulce, y no
amarga; bien mandada por entero, y no espontánea, y con medida, y no
desmesurada. Las cuales tres cosas érale imposible tener al
Comentario latino; y por eso era imposible que fuese obediente. Que
al latino le hubiese sido imposible ser obediente, se manifiesta por
esta razón:

Toda
cosa que de orden perverso procede, es laboriosa, y, por
consiguiente, amarga, y no dulce; así como dormir por el día y
velar por la noche, y andar hacia atrás y no hacia adelante. Mandar
el súbdito al soberano procede de orden perverso; que el orden
derecho es que el soberano mande al súbdito: así que es amargo y no
dulce. Mas como es imposible obedecer dulcemente al amargo mandato,
es imposible que cuando el súbdito manda sea dulce la obediencia del
soberano. Por lo tanto, si el latín es soberano del vulgar, como más
arriba se ha demostrado con varias razones, y las canciones, que
hacen las veces de comandantes, son vulgares, es imposible que su
razón sea dulce.

Además,
la obediencia es bien mandada por entero, y de ningún modo
espontánea, cuando aquello que por obediencia hace no lo hubiera
hecho sin mandato, por propia voluntad, ni en todo ni en parte. Y
así, si a mí me fuese mandado llevar puestos dos tabardos, y sin
que me lo mandaran me pusiera uno, digo que mi obediencia no es
enteramente bien mandada, sino espontánea en parte. Tal hubiera sido
la del Comentario latino; y, por consiguiente, no hubiera sido
obediencia enteramente bien mandada. Que tal hubiera sido, dedúcese
de que el latino, sin el mandato de su señor, hubiera explicado
muchas partes de su sentido -y explica quien bien considera los
escritos latinos- lo cual hace el vulgar en parte alguna.

Hay
además obediencia con mesura, y no desmesurada, cuando va al término
del mandato, y no más allá; así como la naturaleza particular,
obedece a la universal, cuando hácele al hombre treinta y dos
dientes, y no más ni menos, y cuando le hace cinco dedos en la mano,
y no más ni menos; y el hombre es obediente a la justicia cuando
manda al pecador. Y esto tampoco lo hubiera hecho el latino; mas
hubiera faltado, no sólo por defecto o sólo por exceso, sino por
ambos; y así, su obediencia no hubiese sido mesurada, sino
desmesurada, y, por consiguiente, no hubiera sido obediente. Que no
hubiese 
sido
el latino cumplidor del mandato de su señor, y que se hubiera
excedido, puede demostrarse brevemente. Este señor, es decir, estas
canciones a las cuales este Comentario está ordenado como siervo,
mandan y quieren ser explicadas a todos aquellos a los cuales puede
llegar su intelecto para que cuando hablen sean entendidas. Y nadie
duda que si mandasen con la voz, no sería éste su mandato. Y el
latino no las habría expuesto sino a los letrados; que los demás no
las hubieran entendido así. De aquí que, pues son muchos más los
no letrados que quieren entender aquéllas que los letrados, se sigue
que no tendría eficacia su mandato como el vulgar, entendido de
letrados y no letrados. A más de que el latino las hubiera expuesto
a gente de otra lengua, como alemanes, ingleses y otros, y aquí
hubiérase excedido ya de su mandato. Porque contra su voluntad,
hablando ampliamente, sería argumentado su sentido allí donde no
pudieran llegar con su belleza. Mas sepan todos que ninguna cosa
armonizada por musaico enlace se puede traducir de su habla a otra,
sin romper toda su dulzura y armonía. Y ésta es la razón por la
cual Homero no se tradujo del griego al latín, como los demás
escritos que de ellos tenemos; y ésta es la razón por la cual los
versos del Salterio no tienen dulzura de música ni de armonía;
porque fueron traducidos del hebreo al griego y del griego al latín,
y en la primera traducción vino a menos toda aquella dulzura. Así,
pues, conclúyese de aquí lo que se prometió en el principio del
capítulo anterior deste último.

VIII.

Una
vez demostrado con razones suficientes, cuan convenía porque cesasen
inconvenientes desórdenes para esclarecer y demostrar las dichas
canciones, comentario vulgar y no latino, es mi intención demostrar
cómo también fue pronta liberalidad lo que hizo elegir entre éste
y abandonar el otro. Puédese, pues, notar la pronta liberalidad en
tres cosas, las cuales obedecen al vulgar y no hubieran obedecido al
latino. Es la primera, dar a muchos; la segunda es dar cosas útiles;
es la tercera, sin ser pedida la dádiva, darla. Porque dar en
provecho de uno es un bien; mas dar en provecho de muchos es un bien
pronto, en cuanto toma semejanza de los beneficios de Dios, que es el
bienhechor universal por excelencia. Y, además, es imposible dar a
muchos sin dar a uno, puesto que uno va incluido entre muchos; mas
muy bien se puede dar a uno sin dar a muchos. Por eso quien beneficia
a muchos hace uno y otro bien; quien beneficia a uno, hace sólo un
bien; de aquí que veamos a los hacedores de las leyes fijar sus ojos
principalmente en los bienes comunes al componer aquéllas.

Además,
dar cosas inútiles al que la recibe es, con todo, un bien, en cuanto
el que da muéstrale al menos ser su amigo; pero no es un bien
perfecto, y así, no es pronto; como cuando un caballero diese a un
médico un escudo, y cuando el médico diese a un caballero escritos
los Aforismos de Hipócrates o los de Galeno; porque dicen los sabios
que el rostro de la dádiva debe ser semejante del que la recibe; es
decir, que le convenga y le sea útil; por eso se llama liberalidad
pronta del que así discierne al dar.

Mas
dado que los razonamientos morales suelen dar deseo de ver su origen,
es mi intención mostrar brevemente en este capítulo cuatro razones,
por las cuales, necesariamente, para que haya pronta liberalidad en
la dádiva, ha de ser útil para quien la reciba.

Primeramente,
porque la virtud debe ser alegre y no triste en ninguna de sus obras.
De aquí que si la dádiva no es alegre, ya en el dar, ya en el
recibir, no hay en ella virtud perfecta ni pronta. Esta alegría no
puede dar sino utilidad, que queda en el dador con dar y va al que la
recibe por recibir. El dador, pues, debe proveer de suerte que quede
de su parte la utilidad de la honestidad que está sobre toda otra
utilidad; y hacer de suerte que vaya al que la recibe la utilidad del
uso de la cosa donada; y así uno y otro estarán contentos, y, por
consiguiente, habrá más pronta liberalidad.

Segundo,
porque la virtud debe llevar las cosas cada vez a mejor. Así como
sería obra vituperable hacer un azadón de una hermosa espada o
hacer una hermosa alcuza de una hermosa cítara, del mismo modo es
vituperable quitar una cosa de un lugar donde sea útil y llevarla
adonde sea menos útil. De aquí que para que sea laudable el mudar
las cosas, conviene siempre que sea a mejor, por lo que debe ser
sobremanera laudable; y esto no puede hacerlo la dádiva, si al
transmutarse no se hace más cara; ni puede hacerse más cara, si no
le es más útil su uso al que la recibe que al que la da. Por lo
cual se infiere que la dádiva ha de ser útil para quien la reciba,
a fin de que haya en ella pronta liberalidad.

Tercero,
porque la obra de la virtud por sí misma debe adquirir amigos, dado
que nuestra vida necesita de ellos y que es el fin de la virtud que
nuestra vida sea alegre. De aquí que, para que la dádiva haga amigo
al que la recibe, ha de ser útil, puesto que la utilidad sella la
memoria con la imagen de la dádiva; la cual es alimento de la
amistad, tanto más fuerte cuanto mejor es; de aquí que suele decir
Martín: «No se apartará de mi mente el regalo que me hizo Juan».
Por lo cual, para que en la dádiva esté su virtud, que es la
liberalidad, y que ésta sea pronta, ha de serle útil a quien la
reciba.

Últimamente,
porque la virtud debe obrar libremente y no por la fuerza. Hay acto
libre cuando una persona va con su gusto a cualquier parte, la cual
muestra con dirigir la vista hacia ella; hay acto forzado, cuando va
a disgusto, lo cual muestra con no mirar adonde va. Así, pues, mira
la dádiva hacia esa parte cuando considera la necesidad del que la
recibe. Y como no puedo considerarla si no es útil, es menester,
para que la virtud proceda con acto libre, que esté libre la dádiva
en el lugar adonde va con el que la recibe, y, por consiguiente, ha
de haber en la dádiva utilidad para el que la recibe, a fin de que
haya allí pronta liberalidad.

La
tercera cosa en que puede notarse la pronta liberalidad, es en dar
sin petición; porque lo pedido es por una parte no virtud, sino
mercadería; porque el que recibe compra todo aquello que el dador no
vende; por lo cual dice Séneca que nada se compra tan caro como
aquello en que se gastan ruegos. De aquí que para que en la dádiva
haya pronta liberalidad, y que se pueda notar en ella, es menester
que esté limpia de toda mercadería; y así, la dádiva

no
ha de ser pedida. En cuanto a por qué es tan caro lo que se pide, no
es mi intención hablar de ello aquí, ya que suficientemente se
explicará en el último tratado de este libro.

IX.

De
las tres condiciones susodichas, que han de concurrir a fin de que
haya pronta liberalidad en el beneficio, estaba apartado el
Comentario latino, y el vulgar está de acuerdo con ellas, como se ve
manifiestamente de este modo: el latino no hubiera servido para
muchos; porque si traemos a la memoria lo que más arriba se ha
dicho, los letrados extraños a la lengua itálica no hubieran podido
obtener este servicio. Y los de esta lengua, si consideramos bien
quiénes son, encontraremos que de mil, uno hubiera sido
razonablemente servido, porque no lo habrían recibido; tan
predispuestos están a la avaricia, que los aparta de toda nobleza de
ánimo, la cual desea principalmente este alimento. Y en su vituperio
digo que no se deben llamar letrados, porque no adquieren la letra
para su uso, sino en cuanto por ella ganan dineros o dignidades; así
como no se debe llamar citarista a quien tiene la cítara en casa
para prestarla mediante un precio y no para usarla tocando.
Volviendo, pues, al motivo principal, digo que puede verse
manifiestamente cómo el latín hubiera beneficiado a pocos; más que
el vulgar, servirá, en verdad, a muchos. Pues la bondad de ánimo
que espera este servicio reside en aquellos que por torpe abandono
del mundo han dejado la literatura a quienes la han convertido de
dama en meretriz; y estos nobles son príncipes, barones y
caballeros, y otra mucha gente noble, no solamente hombres, sino
mujeres, que son muchos y muchas en esta lengua, vulgares y no
letrados.

Además,
el latín no hubiera sido el donante de útil dádiva, que será el
vulgar; porque no hay cosa alguna útil, sino en cuanto se usa, ni
está su bondad en potencia, lo cual no es existir perfectamente,
como el oro, la margarita y los demás tesoros que están enterrados,
porque los que están a mano del avaro están en más bajo lugar, que
no hay tierra allí donde está escondido el tesoro. La verdadera
dádiva de este Comentario es el sentido de las canciones a las
cuales se hace, porque intenta principalmente inducir a los hombres a
la ciencia y a la virtud, como se verá por el proceso de su tratado.
No pueden tener el hábito de este sentido, sino aquellos en quienes
está sembrada la verdadera nobleza del modo que se dirá en el
cuarto Tratado; y éstos son casi todos vulgares, como lo son los
nobles más arriba nombrados en este capítulo. Y no hay
contradicción porque algún letrado sea de aquéllos, que, como dice
mi maestro Aristóteles en el primer libro de la Ética: «Una
golondrina no hace verano». Es, pues, manifiesto que el vulgar dará
cosa útil. Y el latín no la hubiera dado.

Aún
más: dará el vulgar dádiva no pedida, que no hubiera dado el
latín, porque se dará a sí propio por Comentario, que nunca fue
pedido por nadie, y esto no puede decirse del latín, que ha sido ya
pedido por Comentario y por

glosas
a muchos escritos, como en sus principios puede verse claramente en
muchos. Y así manifiesto es que pronta liberalidad me inclinó al
vulgar antes que al latín.

X.

Grande
tiene que ser la excusa, cuando en convivio tan noble, por sus
manjares y tan honroso por sus convidados, se sirve pan de avena y no
de trigo; y tiene que ser una razón evidente la que le haga
apartarse al hombre de aquello que por tanto tiempo han conservado
los demás, como es el comentar en latín. Y así, la razón ha de
ser manifiesta, pues es incierto el fin de las cosas nuevas, ya que
nunca se ha tenido experiencia de ellas; de aquí que las cosas,
usadas y conversadas, son comparadas en el proceso y en el fin. Por
eso se movió la razón a ordenar que el hombre tuviese diligente
cuidado al entrar en el nuevo camino, diciendo: «Que al estatuir las
cosas nuevas, debe ser una razón evidente la que haga apartarse de
lo que se ha usado por mucho tiempo». No se maraville nadie, pues,
si es larga la digresión de mi excusa; antes bien, aguante como
necesaria su extensión pacientemente. Prosiguiendo lo cual digo que
-pues que está manifiesto cómo para que cesasen inconvenientes
desórdenes, y por prontitud de liberalidad me incliné al Comentario
vulgar y dejé el latino- quiere el orden de la excusa completa que
demuestre yo cómo me movió a ello el natural amor del habla propia;
que es la tercera y última razón que a ello me movió. Digo que el
natural amor mueve principalmente al amador a tres cosas: es la una,
magnificar al amado; la otra, ser celoso de él; la tercera,
defenderlo, como puede verse que continuamente sucede. Y estas tres
cosas me hicieron adoptarlo, es decir, a nuestro vulgar, al cual
natural y accidentalmente amo y he amado.

Movióme
a ello primeramente el magnificarlo. Y que con ello lo magnífico
puede verse por esta razón: dado que por muchas condiciones de
grandeza se pueden magnificar las cosas, es decir, hacerlas grandes,
nada engrandece tanto como la grandeza de la propia bondad, la cual
es madre y conservadora de las demás grandezas. De aquí que ninguna
mayor grandeza puede tener el hombre que la de la obra virtuosa, que
es su propia bondad, por la cual las grandezas de las verdaderas
dignidades y de los verdaderos honores, del verdadero poderío, de
las verdaderas riquezas, de los verdaderos amigos, de la fama clara y
verdadera, son adquiridas y conservadas. Y yo doy esta grandeza a
este amigo, en cuanto la bondad que tenía en potencia y oculta yo la
reduzco en acto, y mostrándose en su obra propia, que es manifestar
el sentido concebido.

Moviéronme
a ello, en segundo lugar, los celos. Los celos del amigo hacen al
hombre solícito y providente. De aquí que, pensando que por el
deseo de entender estas canciones, algún iletrado tal vez hiciera
traducir el Comentario latino al vulgar, y temiendo que el vulgar
fuese empleado por alguien que le 
hiciera
parecer feo, como hizo el que tradujo el latín de la Etica, me
decidí a emplearlo yo, fiándome de mí más que de otro cualquiera.

Movióme
a ello, además, el defenderlo de muchos acusadores, los cuales
menosprécianle a él y encomian los otros, principalmente al de
lengua de Oc, diciendo que es más bello y mejor aquél que éste,
apartándose con ello de la verdad. Que por este Comentario se verá
la gran bondad del vulgar de Sí, pues que -como se expresan con él
casi como con el latín conveniente, adecuada y suficientemente
altísimos y novísimos conceptos- su virtud no se puede manifestar
bien en las cosas rimadas, por los adornos accidentales que en ellas
están permitidos, es decir, la rima, el ritmo y el número regulado,
del mismo modo que la belleza de una dama, cuando los adornos del
tocado y de los vestidos hacen que se la admire más que a ella
misma. De aquí que quien quiera juzgar bien a una dama la mire sólo
cuando su natural belleza está sin compañía de ningún adorno
accidental; así como estará este Comentario, en el cual se verá la
ligereza de sus sílabas, la propiedad de sus condiciones y las
suaves oraciones que de él se hacen; las cuales, quien bien
considere, verá estar llenas de dulcísima y amabilísima belleza.
Mas ya que es sobremanera virtuoso mostrar en la intención el
defecto y la malicia del acusador, diré, para confusión de los que
acusan al habla itálica, qué es lo que a hacer tal les mueve; y de
ello haré ahora capítulo especial, por que más se denote su
infamia.

XI.

Para
perpetua infamia y demérito de los hombres malvados de Italia, que
encomia el vulgar ajeno y el propio desprecian, digo que su actitud
proviene de cinco abominables causas. La primera es ceguedad de
discreción; la segunda, excusa maliciosa; la tercera, ansia de
vanagloria; la cuarta, argumento de envidia; la quinta y última,
vileza de ánimo, es decir, pusilanimidad. Y cada una de estas
maldades tiene tan gran secuela, que pocos son los que están libres
de ellas.

De
la primera se puede argumentar así: de igual manera que la parte
sensitiva del alma tiene sus ojos, con los cuales aprende la
diferencia de las cosas, en cuanto están por fuera coloreadas, así
la parte racional tiene su vista, con la cual aprende la diferencia
de las cosas, en cuanto están ordenadas a un fin; y ésta es la
discreción. Y así como el que está ciego de los ojos sensibles
anda siempre discerniendo el mal y el bien según los demás, así el
que está ciego de la luz de la discreción anda siempre en su juicio
según la opinión, derecho o torcido. De aquí que si el que guía
es ciego, como ahora, es fatal que tanto él como el ciego que en él
se apoya vayan a mal fin. Por eso está escrito que «el ciego
servirá de guía al ciego, y ambos caerán en la fosa». Esta
opinión ha estado mucho tiempo contra nuestro vulgar, por las
razones que más abajo se dirán. Según ello, los ciegos arriba
mencionados, que son casi infinitos, con la mano en el hombro de
estos falsarios, han caído en la fosa de la falsa opinión, de la
cual no saben salir. Del hábito de esta luz discrecional carecen
principalmente las gentes del pueblo, porque, ocupadas desde el
principio de su vida en algún oficio, a él enderezan su ánimo, por
la fuerza de la necesidad, de tal suerte que no entienden de otra
cosa. Y como el hábito de la virtud, tanto moral como intelectual,
no se puede tener súbitamente, sino que conviene que por el uso se
adquiera, y ellos ponen su costumbre en algún arte y no se curan de
discernir las demás cosas, les es imposible tener discreción.
Porque acaece que muchas veces gritan: «Viva su muerte y muera su
vida», sólo con que uno a decir tal comience. Y es este
peligrosísimo defecto en su ceguedad. Por lo cual Boecio considera
vana la gloria popular, porque lo ve sin discreción. Éstos habían
de llamarse borregos, y no hombres; porque si una oveja se arrojase
de una altura de mil pasos, todas las demás iríanse tras ella; y si
una oveja, por cualquier causa, salta al atravesar un camino, saltan
todas las demás, aun no viendo nada que saltar, y yo vi tiempo ha
tirarse muchas a un pozo, porque una saltó dentro de él, tal vez
creyendo saltar una pared, no obstante el pastor, llorando y
gritando, poníase delante con brazos y pecho.

La
segunda conjura contra nuestro vulgar se hace por una excusa
maliciosa. Son muchos los que quieren mejor ser tenidos por maestros
que serlo; y para evitar lo contrario, es decir, el no ser tenidos,
echan siempre la culpa a la materia del arte preparado o al
instrumento; así como el mal herrero maldice del hierro que se le
ofrece, el mal citarista maldice la cítara, creyendo echar la culpa
del mal cuchillo o del tocar mal, al hierro y a la cítara y
quitársela a él. Así son algunos, y no pocos, que quieren que los
hombres les tengan por escritores; y por excusarse del no escribir o
del escribir mal, acusan y culpan a la materia, es decir, al vulgar
propio, y encomian el ajeno, el fabricar el cual no es su cometido. Y
quien quiera ver cómo se ha de culpar al hierro, mire qué obras
hacen los buenos artífices y conocerá la malicia de éstos que,
maldiciendo, de él, creen excusarse. Contra estos tales exclama
Tulio al principio de un libro suyo que se llama libro Del fin de los
bienes, porque en su tiempo maldecían del latín romano y encomiaban
la gramática griega, por parecidas causas a las que, según éstos,
hacen vil el lenguaje itálico y precioso el de Provenza.

La
tercera conjura contra nuestro vulgar se hace por deseo de
vanagloria. Son muchos los que por exponer cosas escritas en lengua
ajena y encomiarla, creen ser más admirados que sacándolas de la
suya. Y sin duda que merece alabanza el aprender bien una lengua
extraña; pero es vituperable el encomiarla más de lo justo por
vanagloriarse de tal adquisición.

La
cuarta se hace por un argumento de envidia. Como se ha dicho más
arriba, siempre hay envidia donde hay alguna paridad. Entre los
hombres de una misma lengua hay la paridad del vulgar; y porque el
uno no sabe usarlo como el otro, nace la envidia. El envidioso
argumenta luego, no censurando al que escribe por no saber escribir,
mas vituperando aquello que es materia de su obra, para quitar
-despreciando la obra por aquel lado- al que la escribe honra y fama,
como el que condenase el hierro de una espada, no por condenar el
hierro, sino toda la obra del maestro.

La
quinta y última conjura procede de vileza de ánimo. El magnánimo
siempre se magnifica en su corazón; y así el pusilánime, por el
contrario, siempre se tiene en menos de lo que es. Y, como magnificar
y empequeñecer siempre hacen referencia a alguna cosa, por
comparación con la cual el magnánimo se engrandece y el pusilánime
se empequeñece, sucede que el magnánimo siempre hace a los demás
más pequeños de lo que son y el pusilánime siempre mayores. Y como
con la medida que el hombre se mide a sí mismo mide sus cosas, que
son como parte de sí mismo, sucede que al magnánimo sus cosas le
parecen siempre mejores de lo que son y las ajenas menos buenas; el
pusilánime cree que sus cosas valen poco y las ajenas mucho. De aquí
que, muchos por esta cobardía desprecian su vulgar propio y aprecian
el otro; y todos estos tales son los abominables malvados de Italia,
que tienen por vil a este precioso vulgar, el cual, si en algo es
vil, no sino en cuanto suena en la boca meretriz de estos adúlteros,
conducidos por los cuales van los ciegos de quienes hice mención en
la primera causa.

XII.

Si
manifiestamente por las ventanas de una casa saliesen llamas de fuego
y alguien preguntase si allí dentro había fuego, y otro le
respondiese que sí, no sabría discernir cuál de los dos merecía
mayor desprecio. Y no de otro modo sería la pregunta y la respuesta
de quien me preguntase si le tengo amor al habla propia, y yo le
respondiera que sí, según las razones arriba propuestas. Mas con
todo hay que mostrar que le tengo, no sólo amor, sino amor
perfectísimo, y para condenar aún más a sus adversarios. Lo cual,
mostrando a quien lo entienda, diré cómo de aquélla me hice amigo
y cómo se confirmó la amistad.

Digo
que -como puede verse que escribe Tulio en el tratado de la Amistad,
de acuerdo con la opinión del filósofo, expuesta en el octavo y en
el noveno de la Etica- la proximidad y la bondad son causas
generadoras de amor; el beneficio, el deseo y la costumbre son causas
acrescitivas de amor, y todas estas causas han contribuido a
engendrar y confortar el amor que tengo a mi vulgar, como lo
demostraré brevemente.

Tanto
más próxima está la cosa cuanto de todas las cosas de su género
está más unida a otra; por lo cual, de todos los hombres el hijo es
el más próximo al padre, y de todas las artes, la medicina en la
más próxima al médico, y la música al músico, porque están más
unidas a ellos que las demás; de todas las tierras es más próxima
aquella en donde está el hombre mismo, porque está más unida a él.
Y así el vulgar propio está más próximo en cuanto está más
unido, pues que sólo él está en la memoria antes que ningún otro;
y que no está solamente unido per se, sino por accidente, en cuanto
está unido con las personas más próximas, tal como los parientes y
conciudadanos, y con la propia gente. Y éste es el vulgar propio, el
cual no sólo está próximo, sino sobremanera próximo a todos. Por
lo cual, si la proximidad es simiente de 
amistad,
como se ha dicho arriba, está manifiesto que ha sido una de las
causas del amor que yo tengo por mi habla, que está más próxima a
mí que las demás. La susodicha causa, es decir, la de estar más
unido aquello que está antes que nada en la memoria, originó la
costumbre de la gente, que hace que sólo hereden los primogénitos,
como más cercanos, y como más cercanos más amados.

Además,
la bondad me hizo amigo de ella, y así debe saberse que toda bondad
propia de alguna cosa es de desear en ella; tal como en la virilidad
al estar bien barbado y en la feminidad estar bien limpia la barba en
toda la cara; tal como en el podenco el buen olfato y en el galgo la
ligereza. Y cuanto más propia es más digna de ser amada; por lo
cual, dado que toda virtud es en el hombre digna de ser amada, lo es
más la más humana; y tal es la justicia, la cual está solamente en
la parte racional o intelectual, es decir, en la voluntad. Es ésta
tan digna de ser amada que, como dice el filósofo en el quinto de la
Etica, sus enemigos la aman, como lo son ladrones y robadores; y por
eso vemos que su contraria, es decir, la injusticia, es
manifiestamente odiada: tales la traición, la ingratitud, la
falsedad, el hurto, la rapiña, el engaño y sus similares. Los
cuales son pecados tan inhumanos, que, para excusarse de su infamia,
permítesele al hombre, por antigua usanza, que hable de sí mismo,
como se ha dicho más arriba, y pueda decir que es fiel y lea. De
esta virtud hablaré más adelante plenamente en el decimocuarto
tratado; y dejando esto, vuelvo a mi propósito. Está, pues, probada
la bondad de la cosa que más se encomia y ama en ella, y es de ver
tal cual es. Y nosotros vemos que en toda cosa de lenguaje lo más
amado y encomiado es el manifestar bien el concepto; con que está es
su primera bondad. Y dado que la hay en nuestro vulgar, como se ha
manifestado más arriba en otro capítulo, manifiesto está que ha
sido una de las causas del amor que le tengo; pues que, como se ha
dicho, la bondad es causa generadora de amor.

XIII.

Dicho
cómo en el habla propia están las dos cosas por las cuales me hice
su amigo, es decir, proximidad a mí y bondad propia, diré cómo por
beneficio y concordia de deseo y por benevolencia de antigua
costumbre, la amistad se ha confirmado y hecho grande.

Digo
primero que yo he recibido de ella grandísimos beneficios. Y por eso
debe saberse que entre todos los beneficios es mayor aquel que es más
precioso a quien lo recibe; y no hay cosa ninguna tan preciosa como
aquella por la cual todas las demás se quieren; y todas las demás
cosas se quieren por la perfección del que quiere. Por lo cual, dado
que el hombre tiene dos perfecciones, una primera y una segunda -la
primera le hace ser, la segunda le hace ser bueno-, si el habla
propia hame sido causa de una y otra, he recibido de ella grandísimo
beneficio. Y en cuanto a que lo haya sido de mi ser, si por mí no
existiese, puede demostrarse brevemente.

¿No
hay en toda cosa varias causas eficientes, aunque unas lo sean más
que las otras, y de aquí que el fuego y el martillo sean causas
eficientes del cuchillo, aunque principalmente lo sea el herrero?
Este vulgar mío fue copartícipe con mis genitores, que en él
hablaban, así como el fuego es el que prepara el hierro al herrero,
que hace el cuchillo; por lo cual manifiesto está que ha concurrido
a mi generación, y ha sido así causa en cierto modo de mi
existencia. Además, este vulgar mío fue mi introductor en el camino
de la ciencia, que es la última perfección en cuanto con él entré
en el latín y con él me fue enseñado; el cual latín me fue luego
camino para andar más adelante; y así está claro y por mí
reconocido, que ha sido para mí un grandísimo bienhechor.

También
ha sido mi compañero de deseo, y esto lo puedo demostrar así. Toda
cosa desea naturalmente su conservación; de aquí que si el vulgar
pudiese por sí desear, la desearía, y desearla sería el conseguir
más estabilidad; y más estabilidad no podría tener sino ligándose
con número y rimas. Y tal ha sido mi deseo, lo cual es tan
manifiesto, que no ha menester testimonio. Por lo cual un mismo deseo
ha sido el suyo y el mío; y por esta concordia la amistad se ha
confirmado y acrecido.

También
hemos tenido la benevolencia de la costumbre; que desde el principio
de mi vida he tenido con él benevolencia y conversación, y lo he
usado deliberando, interpretando y disputando. Por lo cual, si la
amistad se acrece por la costumbre, como sensiblemente se demuestra,
está manifiesto que en mí se ha acrecido sobremanera, ya que con el
vulgar he empleado todo mi tiempo. Y así se ve que a tal amistad han
concurrido todas las causas engendradoras y acrecedoras de amistad;
de donde se infiere que no solamente amor, sino amor perfectísimo,
es lo que yo debo tener y tengo.

Así,
volviendo los ojos atrás y recogiendo las razones antedichas,
puédese ver cómo el pan con que se deben comer los infrascritos
manjares de las canciones está suficientemente purgado de máculas y
del ser de avena; por lo cual, tiempo es ya de tratar de suministrar
los manjares. Será el pan orzado, del cual se saciarán miles, y a
mí me sobrarán las espuertas llenas. Será luz nueva, nuevo sol que
surgirá donde el usual se ponga, y dará luz a aquellos que están
en tinieblas y oscuridad, porque el sol usual no les alumbra.