Tratado
segundo.
Canción
primera.
Los
que entendiendo movéis el tercer cielo,
oíd el lenguaje de mi
corazón,
que
yo no se expresar, tan nuevo me parece.
El cielo que creó vuestra
valía,
vos las que sois gentiles criaturas,
me
trajo a aqueste estado en que me encuentro:
de aquí, pues, que el
hablar de la vida que llevo,
parezca dirigirse dignamente a vos;
por
ello os ruego que me lo entendáis.
Os
diré la novedad del corazón,
de
cómo llora en él el alma triste
y
cómo habla un espíritu contra ella,
que
los rayos le traen de vuestra estrella.
Solía
ser vida del corazón doliente
un
suave pensamiento que se iba
muchas
veces a los pies de Vuestro Señor.
Donde
una dama, veía estar en gloria,
de
quien hablábame tan dulcemente,
que
mi alma decía: «Yo allí ir quiero».
Ahora
aparece quien a huir le obliga
y
se adueña de mí con fuerza tal,
que
el temblor de mi corazón se muestra fuera.
Éste
me hace mirar a una dama,
y
dice: «Quien ver quiere la salud,
haga
por ver los ojos de esta dama»,
si
es que no teme angustias de suspiros.
Halla
un contrario tal que lo destruye
el
pensamiento humilde que hablarme suele
de un ángela en el cielo
coronada.
El alma llora, tanto aún le duele,
y
dice: «¡Triste de mí, y cuán me huye
el
compasivo que me ha consolado!»
De
mis ojos dice esta afanosa.
¡Mal
hora fue en la que los vio tal dama!
¿Por
qué no me creían a mí de ella?
Decía
yo: «Sin duda en los sus ojos
debe
estar el que mata a mis iguales,
y
no me valió darme entera cuenta
que
no mirasen tal, pues que fui muerta».
«No
fuiste muerta, pero estás perdida,
alma
nuestra que tanto te lamentas»,
dice
un gentil espíritu de amor;
porque
esa hermosa dama que tú sientes,
tu
propia vida ha trastrocado tanto,
que
tienes miedo de ella, tan cobarde te has vuelto.
Mírala
cuán piadosa y cuán humilde,
cuán
es sabia y cortés en su grandeza:
piensa,
por tanto, en llamarla dama;
pues
que, si no te engañas, has de ver
de
tan altos milagros el adorno,
que
dirás: «Amor, señor verdadero,
he
aquí tu esclava, haz cuanto te plazca».
Canción
creo yo que serán pocos
los
que entender bien sepan tu lenguaje,
tan
obscura y trabajosamente lo dices;
de
aquí que si por caso te acaeciera
que
te hallases delante de personas
que
no creas que la hayan entendido,
ruégote
entonces que te consueles
diciéndoles
dilecta canción mía:
Considerad
siquier cuán soy hermosa.
–
I –
Ya
que, hablando a manera de proemio, me ministro, mi pan está
suficientemente preparado en el Tratado precedente, el tiempo pide y
clama por que mi nave salga de puerto. Por lo cual, dirigido el timón
de la razón al rumbo de mi deseo, lánzome al piélago con la
esperanza de hallar camino suave y laudable puerto de salvación al
fin de mi cena. Pero, a fin de que sea más provechoso mi alimento,
antes de que llegue el primer manjar, quiero mostrar cómo se debe
comer.
Digo
que, tal como en el primer capítulo se ha referido, ha de ser esta
exposición literal y alegórica. Y para dar a entender tal, es
menester saber que los escritos puédense entender y se deben exponer
principalmente en cuatro sentidos. Llámase el uno literal, y es éste
aquél que no va más allá de la letra propia de la narración
adecuada a la cosa de que se trata; de lo que es ciertamente ejemplo
apropiado la tercera canción, que trata de la nobleza. Llámase el
otro alegórico, y éste es aquel que se esconde bajo el manto de
estas fábulas, y es una verdad escondida bajo bella mentira. Como
cuando dice Ovidio que Orfeo con la cítara amansaba las fieras y
conmovía árboles y piedras; lo cual quiere decir que el hombre
sabio, con el instrumento de su voz, amansa y humilla los corazones
crueles y conmueve a su voluntad a los que no tienen vida de ciencia
y de arte; y los que no tienen vida racional, son casi como piedras.
Y en el penúltimo Tratado se mostrará por qué los sabios hallaron
este escondite. Los teólogos toman en verdad este sentido de otro
modo que los poetas; mas como quiera que mi intención es seguir aquí
la manera de los poetas, tomaré el sentido alegórico según es
usado por los poetas.
El
tercer sentido se llama moral; y éste es el que los lectores deben
intentar descubrir en los escritos, para utilidad suya y de sus
descendientes; como puede observarse en el Evangelio, cuando Cristo,
subiendo al monte para transfigurarse, de los doce apóstoles llevóse
tres consigo; en lo cual puede entenderse moralmente que en las cosas
muy secretas debemos tener poca compañía.
Llámase
el cuarto sentido anagógico, es decir, superior al sentido, y es
éste cuando espiritualmente se expone un escrito, el cual, más que
en el sentido literal por las cosas significadas, significa cosas
sublimes de la gloria eterna; como puede verse en aquel canto del
Profeta que dice que con la salida de Egipto del pueblo de Israel
hízose la Judea santa y libre. Pues aunque sea verdad cuanto según
en la letra se manifiesta, no lo es menos lo que espiritualmente se
entiende; esto es, que al salir el alma del pecado, se hace santa y
libre en su potestad.
Y
al demostrar esto, siempre debe ir delante lo literal, como aquél en
cuyo sentido están incluidos los demás, y sin el cual sería
imposible e irracional entender los demás y principalmente el
alegórico. Es imposible, porque en toda cosa que tiene interior y
exterior es imposible llegar adentro si antes afuera no se llega. Por
lo cual, comoquiera que en los escritos el sentido literal es siempre
lo de fuera, es imposible llegar a los demás sin antes ir al
literal. Además, es imposible, porque en todas las cosas naturales y
artificiales es imposible proceder a la forma sin estar antes
dispuesto el sujeto sobre el cual la forma ha de constituirse. Como
es imposible que aparezca la forma del oro, si la materia, es decir
su sujeto, no está primero digesta y preparada; ni que aparezca la
forma del arca, si la materia, es decir, la madera, no está primero
dispuesta y preparada. Por lo cual, dado que el sentido literal es
siempre sujeto y materia de los demás, principalmente del alegórico,
es imposible lograr venir primero a conocimiento de los demás que al
suyo. Además es imposible, porque en todas las cosas naturales y
artificiales es imposible proceder, si primero no se ha hecho el
fundamento, como en la casa y en el estudio. Por lo cual, dado que el
demostrar es edificación de ciencia y la demostración literal
fundamento de las demás, principalmente de la alegórica, es
imposible llegar a las demás antes que a aquélla.
Además,
puesto que fuese posible, seria irracional, es decir, fuera de todo
orden, y, por lo tanto, se procedería con mucho trabajo y mucho
error. De aquí que, como dice el filósofo en el primero de la
Física, la naturaleza quiere que en nuestro conocimiento se proceda
ordenadamente, esto es, procediendo de lo que conocemos mejor a lo
que no conocemos tan bien. Digo que quiere la naturaleza, en cuanto
esta vía de conocimiento es naturalmente innata en nosotros. Y, por
tanto, si los demás sentidos se entienden menos que el literal –
como, en efecto, se ve manifiestamente- sería irracional proceder a
demostrarlos, si antes no estuviese demostrado el literal. Por estas
razones, pues, sobre cada canción argumentaré primero el sentido
literal y después argumentaré su alegoría, esto es, la escondida
verdad; y a veces tocaré incidentalmente a los demás sentidos,
según las conveniencias de lugar y de tiempo.
II.
Comenzando,
pues, digo que ya la estrella de Venus por dos veces había girado en
ese su círculo que la hace mostrarse vespertina y matutina, según
los dos diversos tiempos, después del tránsito de aquella
bienaventurada Beatriz que vive en el cielo con los ángeles y en la
tierra con mi alma, cuando aquella dama gentil, de quien hice mención
al fin de la Vida Nueva, aparecióse a mis ojos por vez primera,
acompañada de Amor, y tomó puesto en mi mente. Y, como dicho está
por mí en el librito alegado, acaeció que, más por su gentileza
que por elección mía, consentí en ser suyo; porque compadecida con
tanta misericordia de mi vida viuda se mostraba, que los espíritus
de mis ojos hiciéronse grandes amigos suyos. Y una vez amigos, tal
hicieron dentro de mí, que mi beneplácito mostróse contento con
desposarse con aquella imagen. Mas, como amor no nace súbitamente ni
se hace grande y perfecto, sino que necesita algún tiempo y alimento
de pensamientos, principalmente allí donde hay pensamientos
contrarios que lo impiden, fue menester, antes que este nuevo amor
fuese perfecto, mucha batalla entre el pensamiento que le alimentaba
y aquel que le era contrario, el cual tenía aún la fortaleza de mi
mente por la gloriosa Beatriz. Porque el uno recibía socorro
continuamente por la parte de delante, y el otro por detrás, por
parte de la memoria. Y el socorro de delante aumentaba todos los días
-lo que no podía el otro- de tal suerte, que impedía volver el
rostro atrás. Por lo que me pareció tan admirable y asimismo tan
duro de sufrir, que resistirle no pude; y casi gritando -por
disculparme de la novedad, en la cual parecíame hallarme falto de
fortaleza- dirigí la voz hacia aquella parte de donde procedía la
victoria del nuevo pensamiento, que era victoriosísimo, como virtud
celestial, y comencé a decir:
Los
que entendiendo movéis el tercer cielo.
Para
bien emprender la comprensión de tal canción es menester conocer
primero sus partes, y así será fácil su comprensión a la vista. A
fin de que no sea menester repetir estas palabras en la exposición
de las demás, digo que es mi intención guardar el orden que se
adoptará en este Tratado para todos.
Así,
pues, digo que la canción propuesta contiene tres partes
principales. La primera es el primer verso de ella, en la que se
induce a oír lo que decir intento a ciertas inteligencias, o,
siguiendo el modo más usado, digamos ángeles, los cuales están en
la revolución del cielo de Venus, como motores de él. Son la
segunda los tres versos que siguen tras el primero, en la cual se
manifiesta lo que dentro se sentía espiritualmente entre diversos
pensamientos. La tercera es el quinto y último verso, en la cual
suele el hombre hablar a la obra misma, como para confortarla. Y
todas estas tres partes se han de demostrar por orden, como se ha
dicho más arriba.
III.
Para
ver más latinamente el sentido literal, que es el ahora propuesto,
de la primera parte arriba dividida, ha de saberse quiénes y cuántos
son los llamados a oírme, y cuál es el tercer cielo que digo que
ellos mueven. Y primero hablaré del cielo; luego hablaré de
aquellos a quienes hablo. Y aunque de estas cosas a la verdad poco
puede saberse, en aquello que ve la humana razón se deleita más que
con lo mucho y lo cierto de las cosas de las cuales se juzga conforme
al sentido, según la opinión del filósofo, en De los animales.
Digo,
pues, que del número y situación de los cielos se ha opinado por
muchos diversamente, aunque la verdad se encuentre por último.
Aristóteles creyó, siguiendo únicamente la antigua rudeza de los
astrólogos, que había también ocho cielos, el último de los
cuales, y que todo contenía, era aquel donde están fijas las
estrellas, es decir, la octava esfera; y que más allá de él no
había otro alguno. También creyó que el cielo del sol estaba
inmediato al cielo de la luna, es decir, el segundo respecto a
nosotros, y puede ver quien quiera esta errónea opinión en el
segundo libro de Cielo y Mundo, que está en el segundo de los libros
naturales. A la verdad, se excusa de ello en el duodécimo de la
Metafísica, donde demuestra haber seguido incluso la opinión ajena
allí donde le ha sido menester hablar de Astrología.
Tolomeo
luego, advirtiendo que la octava esfera se movía con varios
movimientos, al ver apartarse su círculo del círculo derecho que se
mueve de Oriente a Occidente, obligado por los principios de la
Filosofía, que necesariamente pide un primer móvil simplicísimo,
supuso que había otro cielo a más del estrellado, el cual hacía
aquella revolución de Oriente a Occidente. La cual digo que se
cumple casi en veinticuatro horas, es decir, en veintitrés horas y
catorce partes de las quince de otra, señalando burdamente. Así
que, según él y según lo que se tiene en Astrología y en
Filosofía -pues que fueron vistos tales movimientos-, nueve son los
cielos movibles; la situación de los cuales es manifiesta y
determinada, según lo que por arte perspectiva, aritmética y
geométrica se ha visto sensible y racionalmente, y por otras
experiencias sensibles; como en el eclipse del sol se demuestra
sensiblemente que la luna está bajo el sol; y como por testimonio de
Aristóteles, que vio con los ojos -según lo que dice en el segundo
de Cielo y Mundo- a la luna, estando media entrar por bajo de Marte,
por la parte oscura, y estar Marte tan celado, que reapareció por la
parte de luz de la luna que estaba hacia Occidente.
IV.
Y
éste es el orden de la situación; el primero de los enumerados es
aquel donde está la luna; el segundo es aquel donde está Mercurio;
el tercero es aquel donde está Venus; el cuarto es aquel donde está
el sol; el quinto es aquel donde está Marte; el sexto es aquel donde
está Júpiter; el séptimo, aquel donde está Saturno; el octavo es
el de las estrellas fijas; el noveno es aquel que
no es sensible sino por el movimiento que arriba se ha dicho, al cual
muchos llaman cielo cristalino, esto es, diáfano o transparente. En
verdad, a más de todos éstos, los católicos ponen al cielo
empíreo, que quiere decir tanto como cielo de llama o luminoso; y
suponen que es inmóvil por tener en sí en cuanto a cada parte lo
que su materia quiere. Y éste es causa del velocísimo movimiento
del primero movible; pues por el ferventísimo deseo que cada una de
las partes del noveno cielo, inmediato a aquél, tiene de estar unida
con cada una de las partes del divinísimo y quieto décimo cielo, se
dirige a él con tanto deseo, que su velocidad es casi
incomprensible. Y quieto y pacífico es el lugar de aquella suma
deidad, que es única en verse por completo. Es éste el lugar de los
espíritus bienaventurados, según lo quiere la Santa Iglesia, que no
puede decir mentira; y aún más Aristóteles parece opinar así, a
quien bien lo entienda, en el primero de Cielo y Mundo. Éste es el
soberano edificio del mundo, en el cual todo el mundo se incluye y
fuera del cual nada existe; y no está en lugar alguno, sino que sólo
fue formado en la primera Mente, a la cual llaman los griegos
Protonoe. Esto es aquella magnificencia de que habló el salmista,
cuando dice a Dios: «Levantóse tu magnificencia sobre los cielos».
Y así, recogiendo cuanto se ha dicho, parece ser que hay diez
cielos, de los cuales el de Venus es el tercero; del cual se hace
mención en aquella parte que es mi intención explicar.
Y
ha de saberse que cada cielo debajo del cristalino tiene dos firmes
polos en cuanto a sí propio; y el noveno los tiene firmes, fijos e
inmutables en todos los respectos; y cada cual, así el noveno como
los demás, tiene un círculo, que se puede llamar ecuador de su
propio cielo; el cual, en cualquier parte de su revolución, está
igualmente remoto del uno y del otro polo, como puede ver
sensiblemente quien dé vueltas a una manzana o a otra cosa redonda.
Y este círculo, tiene más rapidez en su movimiento que cualquier
otra parte de su cielo en cada cielo, como puede ver quien bien
considere. Y cada parte, cuanto más cerca está de él, tanto más
rápidamente se mueve; cuanto más remota está y más cerca del
polo, más tarde es; porque su revolución es menor, y necesariamente
ha de ser al mismo tiempo que la mayor. Digo, además, que cuanto más
cercano está el cielo al círculo del ecuador, tanto más noble es
en comparación con sus polos; porque tiene más movimiento, más
actualidad, más vida y más forma, y le toca más de aquello que
está sobre él, y, por consiguiente, es más virtuoso. De aquí que
las estrellas del cielo estrellado están más llenas de virtud entre
sí cuanto más cerca están de este círculo.
Y
sobre este círculo en el cielo de Venus, del cual se trata al
presente, hay una esferilla que por sí misma gira en ese cielo; el
cielo de la cual llaman los astrólogos epiciclo. Y así como la gran
esfera gira con dos polos, así también gira esta pequeña; y así
es más noble cuanto más cerca está de aquél; y sobre el arco o
cúmulo de este círculo está fija la reluciente estrella de Venus.
Y aunque se ha dicho que hay diez cielos, según la estricta verdad,
este número no los comprende todos; que éste de que se ha hecho
mención, es decir, el epiciclo, en el cual está fija la estrella,
es un cielo per se o esfera; y no tiene una misma esencia con el que
lo sustenta, aunque sea más connatural con él que con los demás, y
con eso llámasele un cielo y denomínanse el uno y el otro por la
estrella. No es cosa de tratar al presente cómo son los demás
cielos y las demás estrellas; basta lo que se ha dicho de la verdad
del tercer cielo, del cual
entiendo
al presente y del cual cumplidamente se ha explicado lo que al
presente es menester.
V.
Una
vez mostrado en el capítulo precedente cuál es este tercer cielo y
cómo está dispuesto en sí mismo, queda por demostrar quiénes son
los que le mueven. Debe, pues, saberse primeramente que los motores
de aquél son sustancias privadas de materia, es decir,
inteligencias, a las cuales la gente vulgar llama ángeles. Y de
estas criaturas, así como de los cielos, han opinado muchos
diversamente, aunque la verdad se haya encontrado. Hubo ciertos
filósofos, de los cuales parece ser Aristóteles en su Metafísica
-aunque en el primero de Cielo y Mundo incidentalmente parezca opinar
de otro modo-, que creyeron que éstas eran solamente tantas cuantas
circunvoluciones hubiese en el cielo, y no más; diciendo que las
demás estarían eternamente en vano, sin empleo; lo cual era
imposible, dado que su existencia es su ejercicio. Hubo otros, como
Platón, hombre excelentísimo, que supusieron, no sólo tantas
inteligencias cuántos son los movimientos del cielo, sino, además,
cuántas son las especies de las cosas; y así, una especie todos los
hombres, y otra todo el oro, y otra todas las riquezas, y así de
todo; y quisieron que así como las inteligencias de los cielos son
engendradoras de aquéllos, cada cual del suyo, así éstas fueron
engendradoras de las demás cosas y ejemplos cada una de su especie,
y llámales Platón ideas, que vale tanto como decir formas y
naturalezas universales. Los gentiles las llamaban dioses y diosas,
aunque no las entendían filosóficamente como Platón; y adoraban
sus imágenes y les hacían grandísimos templos, como a Juno, a la
cual llamaron diosa del poder; como a Vulcano, al cual llamaron dios
del fuego; como a Palas o Minerva, a la cual llamaron diosa de la
sabiduría, y a Ceres, a la cual llamaron diosa de la cosecha. Las
cuales opiniones así formadas manifiestan el testimonio de los
poetas que pintan en diversos lugares el hábito de los gentiles en
sus sacrificios y en su fe; y también se manifiestan en muchos
nombres antiguos que les han quedado por nombre y sobrenombre a los
lugares y edificios antiguos, como puede comprobar quien quiera. Y
aunque estas opiniones nos han sido dadas por la razón humana y por
experiencia nada liviana, no vieron todavía la verdad, ya fuese por
defecto de la razón, ya por defecto de doctrina; que aún por la
razón puede verse en cuánto mayor número están las criaturas
susodichas que los efectos que los hombres pueden entender. Y la
razón es ésta: nadie duda, filósofo ni gentil, judío ni
cristiano, ni de secta alguna, que no estén llenas de toda
bienaventuranza, ya todas, ya la mayor parte, y que aquellas
bienaventuradas no estén en perfectísimo estado. Por lo cual, como
quiera que aquella que es aquí la humana naturaleza, no sólo tiene
una bienaventuranza, sino dos, como lo son la de la vida civil y la
de la vida contemplativa, sería irracional que viésemos que
aquéllas tenían bienaventuranza de la vida activa, es decir, civil,
en el gobierno del mundo, y que no tenían la de la contemplativa,
que es más excelente y más divina. Y dado caso que aquella que
tiene la bienaventuranza del gobernar no pueda tener la otra, porque
su intelecto es uno y perpetuo, es menester que haya otras fuera de
este ministerio, que vivan especulando solamente. Y como esta vida
es más divina, y cuanto más divina es la cosa más semejante es a
Dios, manifiesto está que esta vida es más amada por Dios; y si es
más amada, más amplia le ha sido su bienaventuranza, y si más
amplia le ha sido concedida, más vivientes le ha dado que a la otra;
por lo que se deduce que es mucho mayor el número de aquellas
criaturas de lo que los efectos demuestran. Y no está en contra de
lo que parece decir Aristóteles en el décimo de la Ética, de que a
las sustancias separadas les sea también necesaria la vida
especulativa. Asimismo, a la especulación de algunas sigue la
circunvolución del cielo, que es gobierno del mando, el cual es como
una civilidad comprendida en la especulación de los motores. La otra
razón es que ningún efecto es mayor que la causa; porque la causa
no puede dar lo que no tiene; de donde, como quiera que el divino
intelecto es causa de todo y principalmente del intelecto humano, el
humano no sobrepuja a aquél; antes bien, es desproporcionadamente
sobrepujado; conque si nosotros, por la razón susodicha y por otras
muchas, entendemos que Dios ha podido hacer innumerables criaturas
espirituales, manifiesto es que ha hecho tal mayor número. Otras
muchas razones pueden verse; mas basten al presente. Y no se
maraville nadie si éstas y otras razones que podamos tener de esto
no se demuestran del todo, pues debemos, sin embargo, admirar del
mismo modo su excelencia, que excede los ojos de la mente humana,
como dice el filósofo en el segundo de la Metafísica, y afirma su
existencia; ya que no teniendo ninguna idea de ellas, por la cual
comience nuestro conocimiento, resplandece con todo en nuestro
intelecto alguna luz de su vivísima esencia, en cuanto vemos las
susodichas razones y otras muchas; del mismo modo que quien teniendo
los ojos cerrados, afirma que el aire está iluminado por un poco de
resplandor, o del mismo modo que el rayo que pasa por las pupilas del
murciélago; que no de otra manera están cerrados nuestros ojos
intelectuales, mientras el alma está atada y encarcelada por los
órganos de nuestro cuerpo.
VI.
Dicho
está que, por defecto de doctrina, los antiguos no vieron la verdad
de las criaturas espirituales, aunque el pueblo de Israel fuese en
parte enseñado por sus profetas, en quienes Dios les había hablado
por muchas maneras de hablar y por muchos modos, como dice el
apóstol. Pero nosotros hemos sido enseñados en ellos por Él, que
procede de Aquél; por Él que lo hizo; por Él que lo conserva; es
decir, por el Emperador del Universo, que es Cristo, hijo del
soberano Dios e hijo de María Virgen (mujer, en verdad, e hija de
Joaquín y de Ana), hombre verdadero, el cual fue muerto por nosotros
porque nos trajo la vida; el cual fue luz que nos ilumina en las
tinieblas, como dice Juan Evangelista, y que nos dijo la verdad
de-aquella cosa que nosotros no podíamos saber ni ver sin él
verdaderamente. La primera cosa y el primer secreto que tal mostró
fue una de las criaturas antes dichas: lo fue aquel su gran legado,
que se llegó a María, joven doncella de trece años, de parte del
Salvador celestial.
Este
nuestro Salvador dijo con su boca que el Padre podía darle muchas
legiones de ángeles. No negó esto cuando le fue dicho que el Padre
había mandado a los ángeles que le ayudasen y sirviesen. Por lo
cual nos es manifiesto que aquellas criaturas existen en grandísimo
número; y por eso su esposa y secretaria la Santa Iglesia -de la
cual dice Salomón: «¿Quién en ésta que sube del desierto, llena
de las cosas que deleitan, apoyada en su amigo? – dice, cree y
predica aquellas nobilísimas criaturas son casi innumerables; y las
divide en tres jerarquías, que vale tanto como decir tres
principados santos o divinos. Y cada jerarquía tiene tres órdenes;
así que la Iglesia tiene y afirma nueve órdenes de criaturas
espirituales. El primero es el de los ángeles; el segundo, el de los
arcángeles; el tercero, el de los tronos; y estos tres órdenes
forman la primera jerarquía; primera no en cuanto a nobleza, no en
cuanto a creación -que más nobles son las otras y todas fueron
creadas juntamente-, sino primera en cuanto a nuestra subida a su
altura. Luego están las dominaciones, después las virtudes, luego
los principados; y éstos forman la segunda jerarquía. Sobre éstos
están las potestades y los querubines, y sobre todos están los
serafines; y éstos forman la tercera jerarquía. Y es razón
potísima de su especulación, tanto el número en que están las
jerarquías como aquel en que están las órdenes. Pues dado que la
Divina Majestad tiene tres personas, con una sola sustancia, puédese
contemplarla triplemente. Porque se puede contemplar la potencia suma
del Padre, la cual mira a la primera jerarquía, esto es, aquella que
es primera por nobleza y que nosotros consideramos última. Y puédese
contemplar, la suma Sabiduría del Hijo; y ésta mira a la segunda
jerarquía. Y puédese contemplar la suma y ferventísima Caridad del
Espíritu Santo; y ésta mira a la tercera jerarquía, la cual, más
próxima a nosotros, ofrece los dones que recibe. Y dado que cada
persona de la Divina Trinidad puede considerarse triplemente, hay en
cada jerarquía tres órdenes que contemplan diversamente. Puédese
considerar al Padre, sólo respecto a Él; y ésta es la
contemplación que hacen los serafines, los cuales ven más de la
primera causa que toda otra naturaleza angélica. Puédese considerar
al Padre en cuanto tiene relación con el Hijo, es decir, cómo se
separa de Él y cómo con Él se une; y esto es lo que contemplan los
querubines. Puédese también considerar al Padre en cuanto de Él
procede el Espíritu Santo, y cómo se separa de Él, y cómo con Él
se une; y ésta es la contemplación que hacen las potestades. Y de
este modo se puede especular acerca del Hijo y del Espíritu Santo.
Por lo cual son menester nueve maneras de espíritus contemplativos
para mirar la luz que únicamente se ve por entero a sí misma. Mas
no se ha de callar aquí una palabra. Y así digo que todos estos
órdenes se perdieron apenas fueron creados, acaso en su décima
parte, para restaurar la cual fue luego creada la humana naturaleza.
Los números, los órdenes, las jerarquías, narran los cielos
movibles, que son nueve; y el décimo anuncia la unidad y estabilidad
de Dios. Y por eso dice el salmista: «Los cielos proclaman la gloria
de Dios, y la obra de sus manos anuncia el firmamento». Por lo cual
es de razón creer que los motores del cielo de la luna sean del
orden de los ángeles; y los de Mercurio sean los arcángeles; y los
de Venus sean los tronos, los cuales, nacidos del amor del Espíritu
Santo, hacen su obra connatural en él, es decir, el movimiento de
aquel cielo lleno de amor. Del cual toma la forma de dicho cielo un
virtuoso ardor, por el cual las almas de aquí abajo se encienden en
amor, conforme a su disposición. Y como los antiguos advirtieron que
aquel cielo era aquí abajo causa de amor, dijeron que Amor era hijo
de Venus, como lo atestigua Virgilio en el primero de la Eneida,
donde dícele Venus al Amor: «Hijo, virtud mía, hijo del Sumo
Padre, que de los dardos de
Tifeo no te curas». Y Ovidio, en el quinto de Metamorfoseos, cuando
dice que Venus le dijo al Amor: «Hijo, armas mías, poder mío». Y
existen estos tronos, que al gobierno de estos tronos están
entregados, no en gran número, acerca del cual opinan diversamente
filósofos y astrólogos, conforme a las diversas opiniones acerca de
sus circunvoluciones, aunque todos están acordes en que son tantos
cuantos movimientos hace; los cuales, según se encuentra epilogada
en el Libro de la agregación de las estrellas, por la mejor
demostración de los astrólogos son tres: uno, en cuanto la estrella
se mueve por su epiciclo; otro, en cuanto el epiciclo se mueve con
todo el cielo juntamente con el del sol; el tercero, en cuanto todo
aquel cielo se mueve, siguiendo el movimiento de la estrellada esfera
de Occidente a Oriente, en cien años un grado. De modo que para
estos tres movimientos hay tres motores. Además se mueve todo este
cielo y gira con el epiciclo, de Oriente a Occidente, una vez cada
día natural. El cual movimiento Dios sólo sabe si lo produce el
intelecto o la rapidez del primero movible; a mí paréceme
presuntuoso juzgar tal. Estos motores producen únicamente
entendiendo la circunvolución en el sujeto propio que mueve cada
cual. La nobilísima forma del cielo, que tiene en sí el principio
de esta naturaleza pasiva, gira tocada de la virtud motriz que a ello
entiende; y digo tocada, no corporalmente, sino por tacto de virtud
que a aquél se dirige. Y estos motores son aquellos a los cuales se
pretende hablar y a los cuales hago mi demanda.
Conforme
a lo que se dijo más arriba, en el tercer capítulo de este Tratado,
para entender bien la primera parte de la canción propuesta, era
menester hablar de aquellos cielos y de sus motores; y en los tres
precedentes capítulos, de ellos se ha hablado. Digo, por lo tanto, a
aquellos que demostré ser motores del cielo de Venus: los que
entendiendo -es decir, con sólo el intelecto, como se ha dicho más
arriba-, movéis el tercer cielo, oíd el lenguaje; y no digo oíd,
con el oído que tienen, que es entender con el intelecto. Digo oíd
el lenguaje de mi corazón; esto es, que está dentro de mí, que aún no se ha mostrado de por de fuera. Ha de saberse que en toda esta
canción, según uno y otro sentido, tómase el corazón por el
secreto interior y no por ninguna parte especial del alma o del
cuerpo.
Luego
que les he llamado a oír lo que decir quiero, señalo dos razones
por las cuales es menester que les hable: es la una la novedad de mi
condición, la cual, por no ser experimentada de los demás hombres,
no sería comprendida como de aquellos que entienden sus efectos en
su obra. Y apunto esta razón cuando digo: «Que yo no sé expresar,
tan nuevo me parece». La otra razón es: cuando el hombre recibe
beneficio o injuria primeramente si puede buscar al que se lo hizo
antes que a otros, a fin de que si es beneficio se muestre reconocido
hacia el bienhechor; y si es injuria, induzca al que tal hizo a buena
misericordia con dulces palabras. Y apunto esta razón cuando digo:
el cielo que creó vuestra valía, vos las que sois gentiles
criaturas, me trajo a aqueste estado en que me encuentro; es decir,
vuestra obra, vuestra circunvolución, es la que a la presente
condición me ha traído. Por lo cual concluyo y digo que el
hablarles yo a ellas debe ser como se ha dicho; y tal digo en: de
aquí, pues, que el hablar de la vida que llevo parece dirigirse
dignamente a vos.
Y
después de señaladas estas razones, ruégoles entendimiento, cuando
digo: por eso os ruego que me lo entendáis. Mas como en toda suerte
de discurso, el que lo dice debe atender principalmente a la
persuasión, es decir, a la complacencia del auditorio, que es
principio de todas las demás persuasiones, como los retóricos
saben, y es la más poderosa persuasión para hacer atento al
auditorio el prometer decir nuevas y grandes cosas; sigo yo al ruego
hecho para que me escuchen con esta persuasión, es decir,
complacencia, anunciándoles mi intención, la cual es decir cosas
nuevas, esto es, la división que hay en mi alma, y grandes cosas,
esto es, la valía de su otra estrella. Y digo esto en las últimas
palabras de esta primera parte: os diré la novedad del corazón, de
cómo llora en él el alma triste y cómo habla un espíritu contra
ella, que los rayos le traen de nuestra estrella.
Para
la plena comprensión de estas palabras, digo que éste no es sino un
pensamiento frecuente para encomiar y embellecer esta nueva dama: y
este alma no es sino otro pensamiento acompañado de consentimiento,
que repugnando éste, encomia y embellece la memoria de la gloriosa
Beatriz. Mas como aun el último sentido de la mente, es decir, el
consentimiento, teníase por este pensamiento que la memoria ayudaba,
llamóle a él alma y al otro espíritu; del mismo modo que solemos
llamar la ciudad a los que la tienen y no a los que la combaten,
aunque unos y otros sean ciudadanos.
Digo,
además, que este espíritu viene por los rayos de la estrella;
porque ha de saberse que los rayos de cada cielo son el camino por el
cual desciende su virtud a estas cosas de aquí abajo. Y como los
rayos no son otra cosa que una luz que viene por el aire desde el
principio de la luz hasta la cosa iluminada, y no hay luz sino en la
parte de la estrella, porque el otro cielo es diáfano -es decir,
transparente-, no digo que venga este espíritu -es decir, este
pensamiento- de todo su cielo, sino de su estrella. La cual es de
tanta virtud, por la nobleza de sus motores, que en nuestras almas y
en las demás cosas nuestras tienen grandísimo poder, no obstante
estar a una distancia de nosotros, cuando esté más cerca, de ciento
sesenta y siete veces la que hay al centro de la tierra, que es de
tres mil doscientas cincuenta millas. Y ésta es la exposición
literal de la primera parte de la canción.
VII.
Puede
ser suficientemente comprendida, por las palabras antedichas, el
sentido literal de la primera parte; por lo cual hemos de proceder
con la segunda, en la que se manifiesta lo que de la batalla sentía
en mi interior. Y esta parte tiene dos divisiones, y en la primera,
es decir, en el primer verso, narro las cualidades de esta
diversidad, según la raíz que de ellas tenía dentro de mí. Y
primeramente lo que decía la parte que perdía; lo cual está en el
verso que hace el segundo de esta parte y tercero de la canción.
Así,
pues, para evidencia del sentido de la primera división, ha de
saberse que las cosas deben ser denominadas por la última nobleza de
su forma, del mismo modo que el hombre por la razón y no por el
sentido ni por lo que sea
menos
noble. De aquí que cuando se dice que vive el hombre, debe
entenderse que el hombre usa de la razón, que es su vida especial. Y
acto de su parte más noble. Y por eso quien se aparta de la razón y
usa sólo la parte sensitiva, no vive como hombre sino que vive como
bestia, cual dice el excelentísimo Boecio: «Vive el asno». Con
verdad hablo, ya que el pensamiento es acto propio de la razón, que
como las bestias no piensan, es que no lo tienen; y no digo sólo las
bestias menores, más aún aquellas que tienen apariencia humana y
espíritu de pécora o de otra bestia abominable. Digo, pues, que
vida de mi corazón, es decir, de mi interior, solía ser un suave
pensamiento -suave vale tanto cuanto embellecido, dulce, placentero,
deleitoso-, y este pensamiento íbase muchas veces a los pies del
Señor de éstos a quienes hablo, que no es sino Dios; es decir, que
yo, pensando, contemplaba el reino de los bienaventurados. Y digo al
punto la causa final, por la cual yo ascendía pensando, cuando digo:
donde una dama veía estar en gloria, para dar a entender que yo
estaba cierto, y lo estoy por su graciosa revelación, de que ella
estaba en el cielo. Por lo cual yo, pensando tantas veces cuantas me
era posible, íbame allí como arrebatado.
Luego
a seguida digo el efecto de este pensamiento, para dar a entender su
dulzura, la cual era tanta que me hacía desear la muerte para ir
adonde ella estaba; y digo, esto en: de quien hablábame tan
dulcemente, que mi alma decía: yo allí ir quiero. Y ésta es la
raíz de una de las diferencias en mí. Y ha de saberse que aquí se
dice pensamiento y no alma de aquel que subía a ver a la
bienaventurada, porque era pensamiento especial para aquel acto.
Entiéndese por alma, como se ha dicho en el capítulo precedente, al
pensamiento general con consentimiento.
Luego,
cuando digo: ahora aparece quien a huir le obliga, narro la raíz de
la otra diferencia, diciendo que, del mismo modo que este pensamiento
de arriba suele ser vida de mi vida, así aparece otro que hace cesar
aquél. Digo huir, por mostrar cuán contrario es, ya que
naturalmente un contrario ahuyenta al otro; y el que huye muestra
huir por falta de virtud. Y digo que este pensamiento que de nuevo
aparece tiene poder para tomarme y vencer mi alma, diciendo que se
enseñorea tanto, que el corazón, es decir, mi interior, tiembla y
mi exterior muestra nuevo semblante.
De
seguida nuestro el poderío de este nuevo pensamiento por su efecto,
diciendo que me hace mirar a una dama y me dice palabras lisonjeras;
es decir, habla ante los ojos de mi afecto inteligible, por mejor
inducirme, prometiéndome que la vista de sus ojos es su salud. Y por
mejor hacérselo creer al alma inexperta, dice que no debe mirar los
ojos de esta dama nadie que tema angustia de suspiros. Y es una bella
manera retórica cuando parece por de fuera afearse la cosa y
verdaderamente por dentro se embellece. No podía este nuevo
pensamiento de amor inducir mejor a mi mente a consentir, que con
hablar profundamente de la virtud de sus ojos.
VIII.
Una
vez mostrado cómo y por qué nace el amor y la diversidad que me
combatía, es menester proceder a explicar el sentido de aquella
parte en la cual contienden en mí diversos pensamientos. Digo que
primeramente es menester hablar de la parte del alma, es decir, del
antiguo pensamiento, y luego del otro, por la razón de que siempre
aquello que se propone decir el que habla se debe reservar para
después, porque lo último que se dice queda mejor en el ánimo del
oyente. De aquí que, pues es mi intención más bien el decir y
razonar lo que la obra de éstos a quienes hablo hace, que lo que
deshace, fue de razón el hablar y razonar primeramente de la
condición de la parte que se corrompía y luego de aquella otra que
se engendraba.
En
verdad, aquí nace una duda sin declarar la cual no se ha de pasar
adelante. Podría decir alguien: dado que amor sea efecto de estas
inteligencias -a quienes hablo-, y aquél de antes fuese amor del
mismo modo que éste después, ¿por qué la virtud corrompe al uno y
engendra al otro? -toda vez que antes debiera salvar a aquél, por la
razón de que toda causa ama a su efecto, y, amándole, salva al
otro-. A esta pregunta puede responderse brevemente que el efecto de
éstos es amor, como se ha dicho; y como no lo pueden salvar sino en
aquellos sujetos que están sometidos a su circunvolución, lo
transmiten de aquella parte que está fuera de su potestad a la que
cae dentro de ella; es decir, del alma partida de esta vida a lo que
en ella está; del mismo modo que la humana naturaleza transmite en
la forma humana su conservación, del padre al hijo, ya que no puede
perpetuamente en el mismo padre conservar su efecto. Digo efecto, en
cuanto el alma y el cuerpo unidos son efecto de aquella que
perpetuamente dura, que se ha convertido en naturaleza sobrehumana;
así se resuelve la cuestión.
Mas
ya que se ha apuntado aquí algo acerca, de la inmortalidad del alma,
haré una digresión hablando de ella, porque con esto daré cumplido
fin al hablar de lo que en vida fue la bienaventurada Beatriz, de la
cual no quiero hablar más en este libro. A modo de proposición,
digo que, de todas las bestialidades, es la más estulta, vil y
dañosa la que cree que no hay otra vida después de ésta; por lo
cual, si revolvemos todos los escritos, tanto de los filósofos como
de los demás sabios escritores, están todos concordes en que en
nosotros hay algo de perpetuidad. Y esto parece opinar Aristóteles
en el tratado del Alma; esto parece opinar todo estoico; esto parece
opinar Tulio, especialmente en el libro De la vejez; esto parecen
opinar todos los poetas que han hablado conforme a la fe de los
gentiles; esto quiere toda ley, judíos, sarracenos, tártaros, y
todos cuantos viven según una razón. Pues que si todos estuviesen
engañados, se seguiría una imposibilidad que aun el comprenderla
sólo sería horrible. Todos estamos ciertos de que la naturaleza
humana es la más perfecta de todas las naturalezas de aquí abajo; y
esto nadie lo niega, y Aristóteles lo afirma cuando dice en el
duodécimo libro de los Animales que el hombre es, de todos los
animales, el más perfecto. De aquí que, dado que muchos que viven
sean enteramente mortales, como animales brutos, y estén mientras
viven sin esperanza tal, es decir, de otra vida, si nuestra esperanza
fuese vana, mayor sería nuestra falta que la de ningún otro animal,
puesto que han sido ya muchos los que han dado esta vida por aquélla;
y así se seguiría que
el animal más perfecto, es decir, el hombre, fuese el imperfectísimo
-lo cual es imposible-, y que aquella parte, es decir, la razón, que
es su perfección mayor, fuese la causa de su mayor defecto; decir lo
cual parece extravagante. Y seguiríase, además, que la naturaleza,
contra sí misma, había puesto tal esperanza en la mente humana,
pues que ya se ha dicho cómo muchos han corrido a la muerte del
cuerpo para vivir en la otra vida; y esto es asimismo imposible.
Además
vemos la continua experiencia de nuestra inmortalidad en las
adivinaciones de nuestros sueños, los cuales no podrían existir si
no hubiese en nosotros una parte inmortal, puesto que inmortal ha de
ser el revelador, ya sea corpóreo o incorpóreo, si se piensa con
sutileza. Y digo corpóreo o incorpóreo por las diversas opiniones
que de ello encuentro, y aquel que esté movido o informado por
informador inmediato debe ser proporcionado al informador; y del
mortal al inmortal no hay proporción alguna.
Certifícalo,
además, la veracísima doctrina de Cristo, la cual es vía, verdad y
luz: vía, porque por ellos, sin impedimento, caminamos a la feliz
inmortalidad; verdad, porque no padece error; luz, porque nos ilumina
en las tinieblas de la ignorancia mundana. Esta doctrina digo que nos
hace creyentes sobre todas las demás razones, porque nos la ha dado
Aquel que ve y mide nuestra inmortalidad, la cual no podemos ver
perfectamente mientras nuestra inmortalidad esté mezclada con
nuestro ser mortal; mas lo vemos perfectamente; y por la razón lo
vemos con sombra de oscuridad, a causa de la mezcla de lo mortal con
lo inmortal. Y debe ser argumento poderosísimo esto de que en
nosotros exista lo uno y lo otro; yo así lo creo, así lo afirmo y
así estoy cierto de pasar a otra vida mejor después de ésta, allí
donde vive aquella gloriosa dama de la que mi alma estuvo enamorada,
cuando contendía como se dirá en el capítulo siguiente.
IX.
Tornando
a mi propósito, digo que en el verso que comienza: halla contrario
tal que lo destruye, es mi intención manifestar lo que dentro de mí
hablaba mi alma, es decir, el antiguo pensamiento contra el nuevo. Y
primero manifiesto brevemente la causa de su lamentoso discurso,
cuando digo: halla contrario tal que lo destruye el pensamiento
humilde que hablarme suele de un ángela en el cielo coronada. Esto
es aquel pensamiento especial del cual se ha dicho más arriba que
solía ser vida del corazón doliente.
Luego
cuando digo: el alma llora, tanto aún le duele, manifiesto que mi
alma está aún de su parte y habla con tristeza; y digo que dice
palabras de lamentación, como si se maravillase de la súbita
transmutación, al decir: ¡Triste de mí y cuán me huye el
compasivo que me ha consolado! Bien puede decir consolado, que en su
gran pérdida, habíale dado mucha consolación este pensamiento que
subía al cielo.
Luego
después digo que se vuelve todo mi pensamiento, es decir, el alma, a
la cual llamo esta afanosa, y habla contra los ojos; y esto se
manifiesta en De mis ojos habla esta afanosa. Y digo que dice de
ellos y contra ellos tres cosas: es la primera que maldice la hora en
que esta dama los vio. Y ha de saberse en este punto que, aunque en
un momento dado puedan presentarse muchas cosas a la vista, en verdad
sólo se ve aquella que viene en línea recta al extremo de la
pupila, y sólo ella se graba en la imaginación. Y esto sucede
porque el nervio por el cual corre ni espíritu visual está dirigido
a aquella parte; y por eso unos ojos parecen mirar a otros sin que
mutuamente se vean; porque del mismo modo que el ojo que mira recibe
la forma en la pupila por línea recta, así por la misma línea su
forma va a aquel a que está mirando; y muchas veces, al apuntar en
esta línea, dispara el arco de aquel a quien toda arma es ligera.
Por eso cuando digo que tal dama los vio, es tanto como decir que se
miraron sus ojos y los míos.
La
segunda cosa que dice es que reprende su desobediencia cuando dice:
¿Y
por qué no me creían a mí de ella?
Luego
procede a la tercera cosa, y dice: que no debe reprenderse a sí
mismo, sino a ellos por no obedecer; ya que dice que alguna vez había
dicho de esta dama: en sus ojos tendría fuerza sobre mí, si tuviese
libre el camino de venir; y dice esto en: Yo decía. En sus ojos,
etc. Y ha de creerse, por lo tanto, que mi alma conocía estar
dispuesta a recibir el acto de esta dama; y por eso lo tenía; que el
acto del agente se advierte en el dispuesto paciente, como dice el
filósofo en el segundo libro Del alma. Y por eso, si la cosa tuviese
espíritu de temor, más temería ir al rayo del sol que no la
piedra; porque su disposición recibe aquel concepto más fuerte.
Por
último, manifiesta el alma en su discurso haber sido peligrosa su
presunción, cuando dice: Y no me valió el darme entera cuenta que
no mirasen tal, pues que fui muerta. Que no mirasen a aquel de quien
primero había dicho: al que mató los míos; y así termina sus
palabras, a las cuales responde el nuevo pensamiento, como se
declarará en el siguiente capítulo.
X.
Mostrado
está el sentido de aquella parte en que habla el alma, es decir, el
antiguo pensamiento que se corrompe. Ora debe mostrarse de seguida el
sentido de la parte en que habla el nuevo pensamiento adverso. Y esta
parte contiénese toda en el verso que comienza: No fuiste muerta.
Para entender bien lo cual ha de dividirse en dos; pues en la primera
parte, que comienza: No fuiste muerta, dice, por lo tanto
-continuando hasta sus últimas palabras-: No es verdad que hayas
muerto; mas la causa por que te parece estar muerta es un desmayo en
que has caído vilmente por esta dama que se te ha aparecido. Y aquí
es de notar, como dice Boecio en su Consolación, que «todo súbito
cambio de cosas no sucede sin algún desfallecimiento de ánimo». Y
esto quiere decir el reproche de este pensamiento, el cual se llama
gentil espíritu de amor, para dar a entender que mi consentimiento
se plegaba ante él; y así se puede
entender esto principalmente, y conocer su victoria, cuando dice
antes:
Alma
nuestra, haciéndose familiar de aquélla.
Luego,
como se ha dicho, ordena lo que ha de hacer esta alma reprendida para
llegar a ella, y así le dice: Mira cuán piadosa y cuán humilde.
Dos cosas son éstas que son remedio propio del temor de que parecía
sobrecogido el ánimo; las cuales grandemente unidas, hacen esperar
bien de la persona, y principalmente la piedad, la cual, hace
resplandecer con su luz toda otra bondad. Por lo cual Virgilio,
hablando de Eneas, piadoso le llama en su mayor alabanza; mas piedad
no es lo que cree el vulgo, esto es, dolerse del mal ajeno; antes
bien, éste es especial efecto suyo, que se llama misericordia y es
compasión. Mas la piedad no es compasiva, antes bien, es una noble
disposición del ánimo, preparada para recibir amor, misericordia y
otras caritativas pasiones.
Luego
dice: Mira, además, cuán es sabia y cortés en su grandeza. Donde
dice tres cosas, las cuales, según aquellas que pueden ser
adquiridas por nosotros, hacen a la persona en muy gran manera
amable. Dice sabia. Ahora bien, ¿qué hay más hermoso en una dama
que es saber? Dice cortés. Ninguna cosa le cuadra mejor a una dama
que la cortesía. Y no se engañan también con este vocablo los
míseros vulgares que creen que la cortesía no es sino la
generosidad; porque la generosidad es una cortesía especial, no
general. Cortesía y honestidad son una misma cosa, y como
antiguamente las virtudes y buenas costumbres usábanse en las cortes
-como hoy se usa lo contrario-, se sacó este vocablo de las cortes;
y tanto fue decir cortesía, cuanto uso de corte. Vocablo que si hoy
se dedujese de las cortes, principalmente de Italia, no sería otra
cosa que decir torpeza. Dice en su grandeza. La grandeza temporal, a
la cual se hace aquí referencia, está especialmente bien acompañada
con las dos bondades antedichas; porque es como una luz que muestra
lo bueno y lo demás de la persona claramente. ¡Y cuánto saber y
cuánta virtuosa costumbre no se descubren por no tener esta luz! ¡Y
cuánta materia y cuánto vicio se disciernen gracias a esta luz! Más
les valiera a los míseros locos, estultos y viciosos, estar en baja
condición, que ni en el mundo, ni después de esta vida serán tan
infamados. En verdad, por esto dice Salomón en el Eclesiastés: «Y
otra pésima enfermedad vi bajo el sol; a saber, riquezas conservadas
para mal de su dueño». Luego a seguida le ordena, es decir, a mi
alma, que de ora llame a esta su dama, prometiéndole que se
alegraría grandemente de ello, cuando se dé entera cuenta de sus
gracias; y dice esto en: Pues que si no te engañas, lo verás. No
dice más hasta el fin de este verso. Y aquí termina el sentido
literal de todo cuanto digo en esta canción, hablando a aquellas
inteligencias celestiales.
XI.
Por
último, según lo que más arriba dijo la letra de este Comentario
cuando dividí las partes principales de esta canción, vuelvo el
rostro de mi discurso a la canción misma, y a ella le hablo. Y a fin
de que esta parte sea plenamente comprendida, digo que generalmente
se llama en toda canción Tornada,
porque
los troveros que primero la usaron lo hicieron para que, una vez
cantada la canción, se tornase a ella con cierta parte del canto.
Pero yo rara vez lo hice con tal intención; y para que los demás se
diesen cuenta, rara vez empleé el orden de la canción en cuanto es
preciso al número y a la nota; mas lo hice sólo cuando era menester
decir alguna cosa para ornamento de la canción fuera de su sentido,
como se verá en ésta y en las demás. Y por eso digo ahora que la
bondad y la belleza de cada razonamiento están partidas y divididas
entre ellas, pues que la bondad está en el sentido, y la belleza en
el ornamento de las palabras; y una y otra están con deleite, si
bien la bondad sea la más deleitosa. Por donde, dado que la bondad
de esta canción fuese difícil de ser entendida por las diferentes
personas que en ella se lanzan a hablar, por lo que se requieren
muchas distinciones, y fuese fácil ver la belleza, me pareció
necesario a la canción que los demás pusiesen mas atención a la
belleza que a la bondad. Y esto es lo que digo en esta parte.
Mas
como sucede muchas veces que el amonestar parece presuntuoso en
ciertas condiciones, suele el retórico hablar indirectamente a otro,
dirigiendo sus palabras, no a aquel a quien se las dice, sino a otra
persona. Y esta manera es la que aquí, en verdad, se emplea; porque
las palabras van a la canción y la intención a los hombres. Digo,
por lo tanto: Yo creo, canción, que raros serán, esto es, pocos,
los que te entiendan bien. Y digo la causa, que es doble. Primero,
porque hablas trabajosamente -digo trabajosamente por lo que ya se ha
dicho-; y luego, porque hablas oscuro -oscuro digo, en cuanto a la
novedad del sentido-. Luego después la amonesto y digo: Si por
ventura sucede que vas allí donde estén personas que, según tu
entender, te parezca dudar, no desfallezcas, mas diles: Pues que no
veis mi bondad, parad mientes al menos en mi belleza. Con lo cual no
quiero decir otra cosa, sino como se ha dicho más arriba. ¡Oh,
hombres, que no podéis ver el sentido de esta canción! No la
rechacéis, sin embargo; mas parad mientes en su belleza, que es
grande, tanto por construcción, la cual compete a los gramáticos,
cuanto por el orden del discurso, que compete a los retóricos, y por
el número de sus partes, que compete a los músicos. Las cuales
cosas puede ver cuán bellas son quien bien las considere. Y éste es
todo el sentido literal de la primera canción, que por primer manjar
hase antes entendido.
XII.
Pues
que ya se ha declarado suficientemente el sentido literal, hay que
proceder a la exposición alegórica y verdadera. Y por eso,
principiando una vez más desde el comienzo, digo que según perdí
el primer deleite de mi alma, de que se ha hecho mención más
arriba, con tristeza tanta me compungí, que ningún consuelo me
bastaba. Con todo, después de algún tiempo, mi imaginación, que
proponíase sanar, decidió -pues que ni mi consuelo ni el ajeno me
servían- volver al modo que de consolarme había tenido algún
desconsolado. Y púseme a leer el libro, desconocido para muchos, de
Boecio, en el cual, maltrecho y desgraciado, habíase consolado él.
Y oyendo además que Tulio había escrito otro libro, en el cual,
hablando de la amistad, había apuntado palabras de la consolación
de Lelio, hombre excelentísimo, en la muerte
de Escipión su amigo, púseme a leerlo. Y aunque al principio me
fuese duro penetrar su sentido, lo penetré al fin tanto cuanto
podían el arte de la gramática que yo tenía y mi ingenio, por
medio del cual ingenio veía muchas cosas, como casi soñando veía
antaño; tal como en la Vida Nueva puede verse.
Y
así como suele suceder que el hombre va buscando plata, y sin
intención encuentra oro, que preséntale oculta ocasión, no tal vez
sin divino mandato, yo, que buscaba consolarme, no solamente encontré
remedio a mis lágrimas, sino palabras de entonces de ciencias y de
libros, considerando las cuales, juzgaba justamente que la filosofía,
señora de estos autores, de estas ciencias y de estos libros, era
sublime cosa. Y me la imaginaba formada como una dama gentil; y no
podía imaginármela en acto alguno que no fuese misericordioso; por
lo cual, tan de grado la miraba el sentido de la verdad, que apenas
podía apartarlo de ella. Y de este fantasear comencé a ir hacia
donde ella se mostraba verdaderamente, es decir, en las escuelas de
los religiosos y en las disputas de los filosofantes; así que en
poco tiempo, treinta meses a lo sumo, comencé a sentir tanto su
dulzura, que su amor ahuyentaba y destruía todo otro pensamiento.
Por lo cual, elevándome del pensamiento del primer amor a la virtud
de éste, como maravillándome, abrí la boca al hablar en la canción
propuesta, mostrando mi condición bajo figura de otras cosas; porque
de la dama de que yo me enamoraba, no era digna la rima de ningún
lenguaje vulgar, ni estaban los oyentes tan bien dispuestos, que tan
presto aprendieran las palabras no ficticias, y hubieran prestado tan
poca fe al sentido verdadero como al ficticio, porque del verdadero
creíase que estuviese por entero dispuesto a aquel amor como no se
creía de éste. Comencé, por lo tanto, a decir:
Los
que entendiendo movéis el tercer cielo.
Y
como, según se ha dicho, esta dama fue la hija de Dios y reina de
todo, la muy noble y hermosísima Filosofía, se ha de ver quiénes
fueron estos motores y este tercer cielo. Y primero el tercer cielo,
conforme al orden indicado. Y no es menester proceder aquí
dividiendo y exponiendo a la letra; porque por medio de la pasada
explicación, traducida la palabra ficticia, de lo que suena a lo que
quiere decir, este sentido se ha declarado suficientemente.
XIII.
Para
ver lo que por tercer cielo se entiende, primeramente se ha de ver lo
que quiero decir por este solo vocablo: cielo, y luego se verá cómo
y por qué nos fue menester este tercer cielo. Digo que por cielo
entiendo la ciencia, y por cielos las ciencias, por tres semejanzas
que los cielos tienen con las ciencias, principalmente por el orden y
número en que parecen convenir, como se verá tratando del vocablo
tercer.
La
primera semejanza es la revolución de uno y otro en torno a un
inmóvil suyo. Porque todo cielo movible da vueltas en torno a su
centro, el cual no se mueve;
ciencia se mueve en torno a su objeto, el cual no mueve aquélla,
porque ninguna ciencia demuestra el propio objeto, sino que lo
presupone.
La
segunda semejanza es la iluminación de uno y otro. Porque todo cielo
ilumina las cosas visibles; y así cada ciencia ilumina las
inteligencias.
Y
la tercera semejanza es el inducir la perfección en las cosas
dispuestas. En la cual inducción, en cuanto a la primera perfección,
esto es, de la generación sustancial, están concordes todos los
filósofos en que su causa son los cielos, aunque lo expliquen
diversamente: quiénes, por los motores, como Platón, Avicena y
Algacel; quiénes, por las estrellas -especialmente las almas
humanas-, como Sócrates, y también Platón y Dionisio Académico; y
quiénes por virtud celestial, que está en el calor natural del
germen, como Aristóteles y las demás peripatéticos. Así, las
ciencias son causa de la inducción de la segunda perfección en
nosotros; por hábito de las cuales, podemos especular la verdad, que
es nuestra última perfección, como dice el filósofo en el sexto
libro de la Ética, cuando dice lo bueno y verdadero del intelecto.
Por éstas y otras semejanzas, puédese llamar cielo a la ciencia.
Ahora
hemos de ver por qué se dice tercer cielo. Para lo cual es menester
considerar una comparación que hay en el orden de los cielos con el
de las ciencias. Como se ha referido, pues, más arriba, los siete
cielos más próximos a nosotros son los de los planetas; luego hay
otros dos cielos sobre éstos movibles, y uno, sobre todos, quieto. A
los siete primeros corresponden las siete ciencias del Trivio y del
Cuatrivio, a saber: Gramática, Dialéctica, Retórica, Aritmética,
Música, Geometría y Astrología. A la octava esfera, es decir, a la
estrellada, corresponde la ciencia natural, que se llama Física, y
la primera ciencia, que se llama Metafísica; a la novena esfera
corresponde la ciencia moral; y al cielo quieto corresponde la
ciencia divina, que se llama Teología. Y hemos de ver brevemente la
razón de que esto sea así.
Digo
que el cielo de la Luna se asemeja a la Gramática, porque se puede
comparar con ella. Porque si se mira bien a la luna, se ven dos cosas
propias de ella que no se ven en las demás estrellas; es la una la
sombra que hay en ella, la cual no es otra cosa sino raridad de su
cuerpo, en la cual no pueden terminar los rayos del sol y repartirse
como en las demás partes; es la otra la variación de su
luminosidad, que ora luce por un lado, ora luce por, el otro, según
el sol la ve. Y la Gramática tiene estas dos propiedades, porque,
por su infinitud, los rayos de la razón en mucha parte no terminan
en ella, especialmente en los vocablos; y luce, ora por aquí o por
allá, en cuanto están en uso ciertos vocablos, ciertas
declinaciones, ciertas construcciones que antes no lo estuvieron, y
muchas lo estuvieron que todavía lo estarán; como dice Horacio en
el principio de la Poetría, cuando dice: «Renacerán muchos
vocablos que habían decaído», etc.
El
cielo de Mercurio se puede comparar a la Dialéctica por dos
propiedades: porque Mercurio es la estrella más pequeña del cielo;
porque la cantidad de su diámetro no es más que de doscientas
treinta y dos millas, según expone Alfragano, que dice ser aquél
una vigésimoctava parte del diámetro de la tierra, el cual tiene
seis mil quinientas millas. La otra propiedad es que está más
velada de los rayos del sol que ninguna otra estrella. Y estas dos
propiedades existen en la Dialéctica; porque la Dialéctica tiene
menos cuerpo que ninguna otra ciencia; por lo cual está
perfectamente compilada y terminada en todo el texto que en el arte
antigua y en la nueva se encuentra; y está más velada que ninguna
otra ciencia, en cuanto procede con argumentos más sofísticos y
probables que otra alguna.
El
cielo de Venus se puede comparar a la Retórica por dos propiedades:
una es la claridad de su aspecto, que es más suave a la vista que
ninguna otra estrella; otra es su aparición, ora a la mañana, ora a
la tarde. Y estas dos propiedades existen en la Retórica, porque la
Retórica es la más suave de todas las ciencias, porque tal se
propone principalmente. Aparece de mañana, cuando el retórico habla
a la vista del oyente; aparece de noche, es decir, detrás, cuando el
retórico habla por el remoto medio de la letra.
El
cielo del Sol se puede comparar a la Aritmética por dos propiedades:
una es que de su luz se informan todas las demás estrellas; la otra
es que los ojos no pueden mirarla. Y estas dos propiedades existen en
la Aritmética, porque de su luz se iluminan todas las ciencias, ya
que sus objetos todos son considerados bajo algún número, y en la
consideración de aquéllos, siempre con número se procede. Del
mismo modo que en la ciencia natural es objeto el cuerpo movible, el
cual cuerpo tiene en sí razón de continuidad, y ésta tiene en sí
razón de número infinito. Y la condición más principal de la
ciencia natural es considerar los principios de las cosas naturales,
las cuales son tres, a saber: materia, privación y forma; en los
cuales se ve este número, no sola mente en todos juntos, sino que
además en cada uno hay número, si se considera con sutileza. Porque
Pitágoras, según dice Aristóteles en el primer libro de la
Metafísica, suponía principios de las cosas naturales lo par y lo
impar, considerando que todas las cosas son número. La otra
propiedad del sol vese todavía en el número, del cual trata la
Aritmética, porque el ojo del intelecto no le puede mirar; ya que el
número, considerado en sí mismo, es infinito; y esto no lo podemos
entender nosotros.
El
cielo de Marte se puede comparar a la Música, por dos propiedades:
es la una su más hermosa relación, porque, enumerando los cielos
movibles, por cualquiera que se comience, ya sea el ínfimo o el
sumo, el cielo de Marte es el quinto; está en medio de todos, a
saber: de los primeros, los segundos, los terceros y los cuartos. La
otra es que Marte seca y enciende las cosas; porque su color es
semejante al del fuego, y por eso aparece de color de fuego, cuándo
más, cuándo menos, según el espesor y raridad de los vapores que
le siguen; los cuales se encienden muchas veces por sí mismos, tal
como está determinado en el libro primero de la Meteora. Y por eso
dice Albumassar que el encendimiento de tales vapores significa
muertes de reyes y transmutación de reinos; porque son efectos del
señorío de Marte. Y Séneca dice por eso que en la muerte de
Augusto emperador vio en lo alto una bola de fuego. Y en Florencia,
al principio de su destrucción, fue vista en el aire, en figura de
cruz, una gran cantidad de estos vapores secuaces de a estrella de
Marte. Y estas dos propiedades existen en la música, la cual es toda
ella relativa, como se ve en las palabras armonizadas y en los
cantos, de los cuales resulta tanto más dulce armonía cuanto más
bella es la relación; la cual en tal ciencia es más bella que
ninguna, porque principalmente se la propone. Además, la música
atrae a sí los espíritus humanos, que son casi principalmente
vapores del corazón, de modo que casi cesan de obrar por completo;
de tal modo está el alma entera cuando se la oye, y la virtud de
todos ellos corre al espíritu sensible que recibe el sonido.
El
cielo de Júpiter se puede comparar a la Geometría por dos
propiedades: es la una que se mueve entre dos cielos que repugnan a
su buena temperatura, como son el de Marte y el de Saturno. Por lo
cual, Tolomeo dice en el libro alegado que Júpiter es estrella de
complexión templada, en medio del frío de Saturno y del calor de
Marte. La otra es que se muestra entre todas las estrellas, blanca,
como plateada. Y estas cosas existen en la ciencia de la Geometría.
La Geometría se mueve entre dos que la repugnan, como son el punto y
el círculo -y digo círculo en sentido amplio, a toda cosa redonda,
ya sea cuerpo, ya superficie-; porque, como dice Euclides, el punto
es principio de aquélla, y, según dice, el círculo es su figura
más perfecta, por lo cual tiene razón de fin. Así que entre punto
y círculo, como entre principio y fin, se mueve la Geometría. Y
estos dos repugnan a su certeza; porque el punto, por su
indivisibilidad, es inconmensurable, y el círculo, por su arco, es
imposible se le cuadre perfectamente, y, por lo tanto, es imposible
medirle con precisión. Y además la Geometría es blanquísima, en
cuanto no tiene mácula de error, y ciertísima por sí y por su
sierva, que se llama perspectiva.
El
cielo de Saturno tiene dos propiedades, por las cuales se puede
comparar a la Astrología: una es la tardanza de su movimiento por
los doce signos; que veintinueve años y más, según los escritos de
los astrólogos, necesita de tiempo su círculo; la otra es que está
más alto que todos los demás planetas. Y estas dos propiedades
existen en la Astrología; porque para cumplir su círculo, es decir,
en su aprendizaje, ha menester grandísimo espacio de tiempo, tanto
para sus demostraciones, que son más que de ninguna otra de las
ciencias susodichas, como para la experiencia que para discernir bien
en ella se necesita. Además está más alta que todas las demás,
porque, como dice Aristóteles en el principio Del alma, la ciencia
es alta en nobleza, por la nobleza de su objeto y por su certeza.
Ésta, más que ninguna de las susodichas, es noble y alta por su
objeto alto y noble, como es el movimiento del cielo; es alta y noble
por su certeza, la cual no tiene defecto, como procedente de
perfectísimo y regular principio. Y si alguno la cree con defecto,
no es de ella, sino, como dice Tolomeo, de nuestra negligencia, y a
ésta se debe imputar.
XIV.
Después
de las comparaciones hechas de los siete primeros cielos, hay que
proceder con los otros, que son tres, como varias veces se ha
referido. Digo que el cielo estrellado se puede comparar a la Física
por tres propiedades y a la Metafísica, por otras tres; porque
muéstranos de sí dos cosas visibles, como son las muchas estrellas,
y la Galaxia, es decir, ese blanco círculo que el vulgo llama Camino
de Santiago; y muéstranos uno de los polos y el otro nos
esconde;
y muéstranos un solo movimiento de Oriente a Occidente que casi nos
lo esconde. Por lo cual hemos de ver por orden, primero, la
comparación de la Física, y luego, la de la Metafísica.
Digo
que el cielo estrellado nos muestra muchas estrellas; porque, según
han visto los sabios de Egipto, hasta la última estrella que
descubrieron en el meridiano, suponen mil veintidós cuerpos de estas
estrellas de que hablo. Y en esto tiene grandísima semejanza con la
Física, si se consideran sutilmente estos tres números, a saber:
dos, veinte y mil; porque por el dos se entiende el movimiento local,
que es de necesidad de un punto a otro. Y por el veinte significa el
movimiento de la alteración, pues dado que del diez para arriba no
se va alternando sino ese diez con los otros nueve y consigo mismo, y
la más hermosa alteración que recibe es la suya propia, y la
primera que recibe es veinte, es de razón que este número
signifique dicho movimiento. Y por el mil significa el movimiento de
aumento, porque en el nombre, es decir, este mil, es el número
mayor, y no se puede aumentar más sino multiplicando éste. Y sólo
estos tres movimientos muestra la Física, como está probado en el
quinto de su primer libro.
Y
por la Galaxia tiene semejanza este cielo grande con la Metafísica.
Porque se ha de saber que los filósofos han tenido diversas
opiniones acerca de la Galaxia. Porque los pitagóricos dijeron que
el sol erró alguna vez en su camino, y, pasando por otras partes
inadecuadas a su hervor, quemó el lugar por donde pasara; y quedó
aquella señal del incendio. Y creo que se inspiraron en la fábula
de Faetonte, que refiere Ovidio en el principio del segundo de
Metamorfoseos. Otros -como Anaxágoras y Demócrito- dijeron que
aquello era luz del sol reflejada en aquella parte. Y estas opiniones
afirmaron con razones demostrativas. Lo que de ello nos dijera
Aristóteles no puede saberse con certeza, porque su sentido no es el
mismo en una que en otra transcripción. Y creo que fuese error de
los transcriptores; porque en la Nueva parece decir que ello es una
acumulación en aquella parte, bajo las estrellas, de los vapores que
siempre arrastran; y esto no parece ser cierto. En la Antigua dice
que la Galaxia no es sino una multitud de estrellas fijas en aquella
parte, y tan pequeñas, que de aquí abajo no las podemos distinguir;
mas de ellas procede esa albura a que llamamos Galaxia. Y puede ser
que el cielo en esa parte sea más espeso, y de ahí que retenga y
muestre luz tal; y esta opinión parecen tener con Aristóteles,
Avicena y Tolomeo. Por donde, dado que la Galaxia sea un efecto de
esas estrellas, las cuales nosotros no podemos ver, mas por su efecto
entendemos tales cosas, y pues la Metafísica trata de las sustancias
primeras, las cuales no podemos de la misma manera entender sino por
sus efectos, manifiesto está que el cielo estrellado tiene gran
semejanza con la Metafísica.
Además,
por el polo que vemos, significa las cosas que no tienen materia, que
no son sensibles, de las cuales trata la Metafísica; y por eso tiene
dicho cielo grande semejanza con una y con otra ciencia. Además, por
los dos movimientos, significa estas dos ciencias; porque por el
movimiento en que se revuelve cada día y hace una nueva
circunvolución de punto a punto, significa las cosas corruptibles,
que cotidianamente cumplen su camino, y su materia se muda de forma
en forma; y de éstas trata la Física. Y por el movimiento casi
insensible que hace de Occidente a Oriente, de un grado en cien años,
significa las cosas incorruptibles, las cuales tuvieron en Dios
comienzo de creación y no tendrán fin; y de éstas trata la
Metafísica. Y por eso digo que este movimiento significa aquéllas
que ese circunvolución comenzó y que no tendría fin; porque fin de
la circunvolución es volver a un mismo punto, al cual no volverá
este cielo, conforme a este movimiento. Porque desde el comienzo del
mundo ha girado poco más de la sexta parte; y nosotros estamos ya en
la última edad del siglo, y esperamos, en verdad, la consumación
del celestial movimiento. Y así, manifiesto es que el cielo
estrellado, por muchas propiedades, se puede comparar a la Física y
a la Metafísica.
El
cielo cristalino contado antes como primero movible, tiene semejanza
asaz manifiesta con la Filosofía moral; porque la Filosofía moral,
según dice Tomás acerca del segundo de la Ética, nos prepara para
las demás ciencias. Pues como dice el filósofo en el quinto de la
Ética, la justicia legal prepara las ciencias para aprender, y
ordena, para que no sean abandonadas, que aquéllas sean aprendidas y
enseñadas; así el dicho cielo ordena con su movimiento la cotidiana
revolución de todos los demás; por la cual cada uno de todos ellos
reciben aquí abajo la virtud de todas sus partes. Porque si la
revolución de éste no ordenase tal, poco de su virtud o de su vista
llegaría aquí abajo. De donde, suponiendo que fuese posible que
este noveno cielo no se moviese, la tercera parte del cielo no se
hubiera visto aún en ningún lugar de la tierra; y Saturno
permanecería oculto catorce años y medio a todos los lugares de la
tierra, y Júpiter se escondería seis años, y Marte casi un año, y
el Sol ciento ochenta y dos días y catorce horas -digo días, por
decir tanto tiempo cuanto miden esos días-, y Venus y Mercurio casi
como el Sol se celarían y se mostrarían, y la Luna durante catorce
días y medio permanecería oculta a todas las gentes. No habría
aquí abajo, en verdad, generación ni vida de animales ni de
plantas; no habría noche, ni día, semana, mes ni año; mas todo el
universo estaría desordenado, y el movimiento de los demás sería
vano. Y no de otro modo, al cesar la Filosofía moral, las demás
ciencias estarían ocultas algún tiempo, y no habría generación,
ni vida feliz, y en vano estarían escritas y halladas de antiguo.
Por lo cual manifiesto está que este cielo tiene semejanza con la
Filosofía moral.
Además,
el cielo empíreo, por su paz, aseméjase a la divina creencia que
llena está de toda paz; la cual no padece litigio alguno de
opiniones o argumentos sofísticos, por la excelentísima certeza de
su objeto, que es Dios. Y de ésta dice Él a sus discípulos: «Mi
paz os doy, mi paz os dejo», dándoles y dejándoles su doctrina,
que e la ciencia de que yo hablo. De ésta dice Salomón: «Sesenta
son las reinas y ochenta las amigas concubinas; y de las siervas
adolescentes nos puede contar el número; una es mi paloma y mi
perfecta». A todas las ciencias llama reinas, amantes y siervas; y a
ésta llama paloma porque no hay en ella mácula de litigio; y a ésta
llama perfecta, porque hace ver la verdad perfectamente, en la cual
se aquieta nuestra alma. Y por eso, así razonada la comparación de
los cielos con las ciencias, puede verse que por el tercer cielo
entiendo la Retórica, la cual se asemeja al tercer cielo, como más
arriba se muestra.
XV.
Por
las semejanzas dichas puede verse quienes son estos motores a quienes
hablo, que son motores de aquél; como Boecio y Tulio, los cuales,
con la suavidad de su discurso, me inclinaron, como se ha dicho
antes, al amor, esto es, al estudio de esta dama gentilísima, la
Filosofía, con los rayos de su estrella, la cual es la escritura de
aquélla; por donde, en toda ciencia, la escritura se estrella llena
de luz, la cual aquella ciencia demuestra. Y, una vez manifestado
esto, puede verse el verdadero sentido del primer verso de la canción
propuesta, por la exposición ficticia y literal. Y por esta misma
exposición puede entenderse suficientemente el primer verso hasta
aquella parte donde dice: Éste me hace mirar a una dama. Ahora bien;
ha de saberse que esta dama es la Filosofía; la cual es en verdad
dama llena de dulzura, adornada de honestidad, admirable de
sabiduría, gloriosa de libertad, como en el tercer Tratado, donde se
tratará de su nobleza, está manifiesto.
Y
allí donde dice: Quien quiera ver la salud haga por ver los ojos de
esta dama, los ojos de esta dama son sus demostraciones, las cuales,
dirigidas a los ojos del intelecto, enamoran el alma libre en las
condiciones. ¡Oh, dulcísimos e inefables semblantes y súbitos
raptadores de la mente humana, que en las demostraciones, en los ojos
de la Filosofía aparecéis, cuando ésta a sus amantes habla! En
verdad, en nosotros está la salud por la cual quien os mira es
bienaventurado y salvo de la muerte, de la ignorancia y de los
vicios.
Donde
se dice: Si es que no teme angustia de suspiros, aquí se ha de
entender, si no teme labor de estudio y litigio de dudas, las cuales,
desde el principio de las miradas de esta dama, surgen
multiplicándose, y luego, continuando su luz, producen así como
nubecillas matutinas al rostro del Sol, y permanece libre y lleno de
certeza el intelecto familiar, como el aire de los rayos meridianos,
purgado e ilustrado.
El
tercer verso se entiende todavía por la exposición literal hasta
donde dice: El alma llora. Aquí se ha de tener en cuenta alguna
moralidad que se puede notar en estas palabras; que no debe el hombre
olvidar por un amigo mayor los vicios recibidos del menor; mas si se
ha de seguir sólo al uno y dejar al otro, se ha de seguir al mejor,
abandonando al otro con alguna honesta lamentación; en la cual da
ocasión de que le ame más aquel a quien sigue.
Luego,
donde dice: De mis ojos, no quiere decir sino que fue dura la hora en
que la primera demostración de esta dama entró en los ojos de mi
intelecto, la cual fue causa muy inmediata de este enamoramiento. Y
allí donde dice: Mis iguales, se entienden las almas libres de los
míseros y viles deleites y de los hábitos vulgares, y dotadas de
ingenio y de memoria, y dice luego: mata; y dice luego: soy muerta;
lo cual parece contrario a lo dicho más arriba de la salud de esta
dama. Mas ha de saberse que aquí habla una de las partes y allí
habla la otra; las cuales litigan diversamente, según está
manifiesto más arriba. Por donde no es de maravillar si allí dice
sí y aquí dice no, si bien se considera quién desciende y quién
sube.
Luego,
en el cuarto verso, donde dice: Un gentil espíritu de amor,
entiéndese un pensamiento que nace de mi estudio. Por lo cual ha de
saberse que por amor en esta alegoría se entiende siempre ese
estudio, el cual es aplicación del ánimo enamorado de la cosa a la
cosa misma. Luego cuando dice: De tan altos milagros el adorno,
anuncia que en ella se verá el ornamento de los milagros; y dice
verdad: que los adornos de las maravillas es el ver la causa de
aquéllas, las cuales demuestra, como en el principio de la
Metafísica parece sentir el filósofo, diciendo que para ver estos
adornos comenzaron los hombres a enamorarse de esta dama. Y de este
vocablo, a saber, maravilla, se tratará plenamente en el siguiente
Tratado. Todo lo demás que sigue luego de esta canción está
suficientemente manifiesto por la argumentación. Y así, al fin de
este segundo Tratado, digo y afirmo que la dama de quien me enamoré
después del primer amor fue la bellísima y honestísima hija del
Emperador del Universo, la cual Pitágoras puso por nombre Filosofía.
Y aquí se termina el segundo Tratado, que, como primer manjar, se ha
servido antes.