CANTO XXV
El ladrón al final de sus palabras,
alzó las manos con un par de higas,
gritando: «Toma, Dios, te las dedico.»
Desde entonces me agradan las serpientes,
pues una le envolvió entonces el cuello,
cual si dijese: «No quiero que sigas»;
y otra a los brazos, y le sujetó
ciñéndose a sí misma por delante.
que no pudo con ella ni moverse.
¡Ah Pistoya, Pistoya, por qué niegas
incinerarte, así que más no dures,
pues superas en mal a tus mayores!
En todas las regiones del infierno
no vi a Dios tan soberbio algún espíritu,
ni el que cayó de la muralla en Tebas.
Aquel huyó sin decir más palabra;
y vi venir a un centauro rabioso,
llamando: «¿Dónde, dónde está el soberbio?»
No creo que Maremma tantas tenga,
cuantas bichas tenía por la grupa,
hasta donde comienzan nuestras formas.
Encima de los hombros, tras la nuca,
con las alas abiertas, un dragón
tenía; y éste quema cuanto toca.
Mi maestro me dijo: « Aquel es Caco,
que, bajo el muro del monte Aventino,
hizo un lago de sangre muchas veces.
No va con sus hermanos por la senda,
por el hurto que fraudulento hizo
del rebaño que fue de su vecino;
hasta acabar sus obras tan inicuas
bajo la herculea maza, que tal vez
ciento le dio, mas no sintió el deceno.»
Mientras que así me hablaba, se marchó,
y a nuestros pies llegaron tres espíritus,
sin que ni yo ni el guía lo advirtiésemos,
hasta que nos gritaron: «¿Quiénes sois?»:
por lo cual dimos fin a nuestra charla,
y entonces nos volvimos hacia ellos.
Yo no les conocí, pero ocurrió,
como suele ocurrir en ocasiones,
que tuvo el uno que llamar al otro,
diciendo: «Cianfa, ¿dónde te has metido?»
Y yo, para que el guía se fijase,
del mentón puse el dedo a la nariz.
Si ahora fueras, lector, lento en creerte
lo que diré, no será nada raro,
pues yo lo vi, y apenas me lo creo.
A ellos tenía alzada la mirada,
y una serpiente con seis pies a uno,
se le tira, y entera se le enrosca.
Los pies de en medio cogiéronle el vientre,
los de delante prendieron sus brazos,
y después le mordió las dos mejillas.
Los delanteros lanzóle a los muslos
y le metió la cola entre los dos,
y la trabó detrás de los riñones.
Hiedra tan arraigada no fue nunca
a un árbol, como aquella horrible fiera
por otros miembros enroscó los suyos.
Se juntan luego, tal si cera ardiente
fueran, y mezclan así sus colores,
no parecían ya lo que antes eran,
como se extiende a causa del ardor,
por el papel, ese color oscuro,
que aún no es negro y ya deja de ser blanco.
Los otros dos miraban, cada cual
gritando: «¡Agnel, ay, cómo estás cambiando!
¡mira que ya no sois ni dos ni uno!
Las dos cabezas eran ya una sola,
y mezcladas se vieron dos figuras
en una cara, donde se perdían.
Cuatro miembros hiciéronse dos brazos;
los muslos con las piernas, vientre y tronco
en miembros nunca vistos se tornaron.
Ya no existian las antiguas formas:
dos y ninguna la perversa imagen
parecía; y se fue con paso lento.
Como el lagarto bajo el gran azote
de la canícula, al cambiar de seto,
parece un rayo si cruza el camino;
tal parecía, yendo a las barrigas
de los restantes, una sierpe airada,
tal grano de pimienta negra y livida;
y en aquel sitio que primero toma
nuestro alimento, a uno le golpea;
luego al suelo cayó a sus pies tendida.
El herido miró, mas nada dijo;
antes, con los pies quietos, bostezaba,
como si fiebre o sueño le asaltase.
Él a la sierpe, y ella a él miraba;
él por la llaga, la otra por la boca
humeaban, el humo confundiendo.
Calle Lucano ahora donde habla
del mísero Sabello y de Nasidio,
y espere a oír aquello que describo.
Calle Ovidio de Cadmo y de Aretusa;
que si aquél en serpiente, en fuente a ésta
convirtió, poetizando, no le envidio;
que frente a frente dos naturalezas
no trasmutó, de modo que ambas formas
a cambiar dispusieran sus materias.
Se respondieron juntos de tal modo,
que en dos partió su cola la serpiente,
y el herido juntaba las dos hormas.
Las piernas con los muslos a sí mismos
tal se unieron, que a poco la juntura
Tomó la cola hendida la figura
que perdía aquel otro, y su pellejo
se hacía blando y el de aquélla, duro.
Vi los brazos entrar por las axilas,
y los pies de la fiera, que eran cortos,
tanto alargar como acortarse aquéllos.
Luego los pies de atrás, torcidos juntos,
el miembro hicieron que se oculta el hombre,
y el misero del suyo hizo dos patas.
Mientras el humo al uno y otro empaña
de color nuevo, y pelo hace crecer
por una parte y por la otra depila,
cayó el uno y el otro levantóse,
sin desviarse la mirada impía,
bajo la cual cambiaban sus hocicos.
El que era en pie lo trajo hacia las sienes,
y de mucha materia que allí había,
salió la oreja del carrillo liso;
lo que no fue detrás y se retuvo
de aquel sobrante, a la nariz dio forma,
y engrosó los dos labios, cual conviene.
El que yacía, el morro adelantaba,
y escondió en la cabeza las orejas,
como del caracol hacen los cuernos.
Y la lengua, que estaba unida y presta
para hablar antes, se partió; y la otra
partida, se cerró; y cesó ya el humo.
El alma que era en fiera convertida,
se echó a correr silbando por el valle,
y la otra, en pos de ella, hablando escupe.
Luego volvióle las espaldas nuevas,
y dijo al otro: «Quiero que ande Buso
como hice yo, reptando, su camino.»
mutar y trasmutar; y aquí me excuse
la novedad, si oscura fue la pluma.
Y sucedió que, aunque mi vista fuese
algo confusa, y encogido el ánimo,
no pudieron huir, tan a escondidas
que no les viese bien, Puccio Sciancato
de los tres compañeros era el único
que no cambió de aquellos que vinieron-
era el otro a quien tú, Gaville, lloras,