XI. EL CARBONERO DE LA ERMITA.

XI.

EL CARBONERO DE LA ERMITA

XI. EL CARBONERO DE LA ERMITA.


I. 

Andadas unas tres leguas hacia poniente, como si se fuera a buscar no el manantial sino el principio del guijeño cauce por donde, turbias o cristalinas, se deslizan las aguas que poco antes de confundirse en las salobres de nuestra bahía saludan humildes los muros de la capital de las Baleares, encuéntrase un ameno sitio que bien puede competir con los más deliciosos y pintorescos de la isla. Pródiga estuvo con él la naturaleza, y el arte no le desdeñó sus auxilios para que en cierto modo la mano del hombre completase la obra del Creador. Es una estrecha cañada que forman contrapuestas dos ásperas laderas de una montaña, la cual doblándose a manera de brazo recogido flanquea el lecho de un arroyo, que nacido en la cumbre, desde sus primeros y mal seguros pasos tropieza con un formidable precipicio. No ya barranco, no tajada peña, desde cuyas grietas cuelgan festones de yedra y lentisco, es el ángulo que reúne las dos vertientes, cubiertas de robusta vegetación para disimular y aun embellecer su natural fragosidad y aspereza. Magnífico tiene que ser después de improviso turbión aquel salto de agua, con cuyos rumores diríase que se arrulla el tierno riachuelo al tenderse, como un niño, en su cuna bordada de arrayanes y de frondosos álamos cobijada. Pero a pesar de lo grato que es allí el inesperado contraste de la pompa salvaje de la naturaleza con las verdes galas del cultivo, a caprichos de la fortuna más bien que a falta de merecimiento, debe atribuirse el que este sitio no disfrute de mayor reputación y nombradía. El álbum de los artistas no ha copiado sus variadas perspectivas: la lira de los poetas no ha cantado sus halagüeñas emociones. Pocos son los viajeros que vayan a reposar bajo el fresco emparrado de un antiguo cenador, a la sombra de aquellos erguidos peñascos en que el agua ha labrado vistosos doseletes, en que la yedra se encarama cubriéndolos de anchos tapices. Lamentable en cierto modo es la soledad de aquella soledad, porque el himno perpetuo de la naturaleza es como una armonía incompleta sin el concurso de la voz humana. Llévanse las brisas el aroma de la selva, piérdese en el espacio el concento de las avecillas, ostentan la vano sus diversos matices las flores, y falta allí el hombre para recoger estas delicias que tan dulcemente conmueven su corazón o despliegan las alas de su fantasía. Y esto que ninguno ha salido sin darse el parabién de su sorpresa, o sin haber experimentado un nuevo deleite en la repetición de sus pasadas impresiones. Así pudiera decirse que este sitio, semejante a una doncella no perseguida de curiosas miradas, conserva a la vez intactas su hermosura y su recato. 

El camino que conduce a tan delicioso paraje truécase en enriscado vericueto, que retorciéndose por una de las vertientes, se eleva hasta una especie de rellano de suelo desigual y a trechos cultivable, donde por cima de las cenicientas copas de los olivos jaspeadas con el lustroso verde de los algarrobos asoman las paredes de una pequeña ermita situada a la vera de un bosque, que encaramándose todavía más, corona de seculares encinas la cresta de aquella montaña. Como una idea relegada al olvido en un rincón de la memoria, estas paredes abandonadas en medio del desierto recuerdan apenas los no lejanos días en que unos pocos moradores las habitaban, viviendo del pan de la limosna, y repartiendo sus horas entre el rezo y el trabajo de sus manos. Gente rústica y sencilla que no conocía más necesidades de la vida que la de asegurar una dichosa muerte, que se anidaba en las alturas de la tierra porque sus únicas aspiraciones se dirigían al cielo, que desprendida del mundo no conservaba más lazo que el de la caridad para rogar por la salvación de sus hermanos, y agradecerles como pobre el socorro que de otros pobres recibía. 

Hoy sólo interrumpen allí el canto de las aves los monótonos y acompasados golpes de la segur que monda el sombrío encinar, manejada por vigorosos carboneros que tan solitarios como los antiguos ermitaños ganan su frugal subsistencia a costa de tan ímproba tarea. Penosa y ruda profesión que quizás por despecho o quizás por una especie de ascetismo, había escogido no hace muchos años un joven campesino, quien sin llegar a ser un carácter excepcional o un tipo de varonil hermosura merecía con todo llamar la atención de los observadores. Faltábanle algunos para rayar en los treinta, y si en su talle y fisonomía conservaba fresca las seducciones de la juventud, por la gravedad de sus costumbres podía sentarse entre los que le duplicaban los años. Ninguna hija de labrador hubiera pospuesto sus obsequios a los de otro galán: ninguna hubiera desdeñado la mirada de sus negros ojos por miedo a la negrura de sus encallecidas manos. Pero su pecho libre ya de ilusiones juveniles asemejábase por lo frío al suelo circular de antigua carbonera donde asoma la yerba por entre los residuos de menudo cisco. Nunca se le veía en corrillos de amigos, ni en bailes de boda, ni siquiera en las corridas de hombres y de caballos, diversión tan popular en aquellos contornos, y donde hubiera sido formidable rival de los más ligeros corredores. Si bajaba a la población era únicamente para asistir a la iglesia, para prestar gratuito auxilio a quien de él necesitase, o para atender a las ocurrencias de su oficio. Su distracción cotidiana, si distracción puede llamarse, reducíase a promediar el trabajo y el descanso con la lectura de un libro piadoso que de puro repetida llegaba a saberlo de memoria. Sentado a la puerta de su choza de ramas, y fumando su pipa leía a ratos, y a ratos cruzábase de brazos y doblando la cabeza entregábase tal vez a tristes recuerdos de lo pasado. Ah! pocos eran los que sabían cuán deliciosa imagen evocaba en aquella especie de artificial ensueño! 

Quien sin datos anteriores se empeñase en adivinar su historia tomaríale más bien por un lego exclaustrado que por un licenciado del ejército como realmente lo era. La sinceridad y firmeza de sus sentimientos religiosos daba margen a tales conjeturas; mas no se crea por esto que el ceño arrugara su frente, que fuese adusto en sus modales, ni que afectara un lenguaje místico o desabrido. Su conversación vulgar y sencilla adaptábase al tono de ligeras bromas, y sabía plácidamente sonreírse alguna vez que se le decía: 

– Arnaldo, cuándo te casas? Conozco más de dos chicas que están impacientes por bailar en tus bodas; pero me temo que se han de llevar chasco, porque eres más esquivo que un hurón ya que no seas tan tímido como un conejo

Con el tiempo maduran las brevas, que no es a mí a quien toca elegir el día.

Con que ya tienes novia? Y qué tal es ella? 

– A decir verdad no le sobran carnes. Está más seca que la hojarasca de una encina cortada hace diez años. 

– Así te será más fácil mantenerla. 

– Si no fuese tan tragona! Es capaz de engullirse en tres días un regimiento entero. 

De buena hermosura te has prendado.

– Hermosura? a todo el mundo le parece fea. 

– Entonces debe de ser rica. 

No trae anillos ni cadena de oro; pero tiene reloj. 

– Tanto le interesa saber la hora? 

En este punto engaña a todos, y nadie le engaña a ella. 

– Qué cosas tienes, Arnaldo! lástima que no hayas sabido escoger con más acierto. 

Cerraba entonces el carbonero sus labios; pero un grito de dolor desgarraba sordamente su pecho: Ah! sí, se decía. Si hubiera sabido escoger no tendría ahora el corazón tan negro como las manos. 

Nacido en la pequeña aldea, que al traspasar el frondoso bosque donde ejercía su oficio, aparece como sumida en el fondo de un abismo, no había cumplido aún los veinte años cuando ya se le tenía por uno de los jornaleros más forzudos e inteligentes en cualquiera de las faenas del campo. Así dirigía una yunta de mulas como hacía dar vueltas a la rosca y levantaba solo la enorme piedra de una almazara: así entendía de podar una vid o desmochar un olivo como de redondear la copa de un pino o enjertar (injertar) un algarrobo: así manejaba la hoz para abatir el trigo como la pala para aventarlo en las eras. Con algunos rudimentos de instrucción primaria tenía además la gracia de puntear un guitarrillo y cautivar a los oyentes con las festivas coplas que él mismo improvisaba. Querido de los ancianos por su amor al trabajo, de los compañeros por su buen humor, qué mucho que lo fuese todavía más de las muchachas casaderas, que le arrojaban a hurtadillas codiciosas miradas y escuchaban con íntima complacencia sus triviales galanterías! De este modo teniendo por único patrimonio su salud y sus brazos, entregábase a las esperanzas de un porvenir halagüeño sin que le arredrasen los imprescindibles sinsabores de una soportable pobreza. Pero un día cayó la primera lágrima de sus ojos: aquella mañana había puesto la mano en la urna del sorteo, y un número fatal trastornaba de repente sus proyectos, destruía su dicha o cuando menos le señalaba un plazo sobrado largo a sus deseos. 

Porque Arnaldo estaba ciegamente enamorado. Muchas saetas despuntadas le habían rozado el corazón; pero otra más aguda había sido bastante dichosa para clavarse en su centro. Paulita, aunque no pasaba de ser una hermosura vulgar, era la más garbosa, la más peripuesta, la más ladina de aquella pobre aldegüela. Siguiendo añejas supersticiones decíase que en virtud de su nombre y de haber nacido el día de la conversión de San Pablo, estaba dotada de un poder misterioso contra los animales dañinos; pero es lo cierto que cualidades más sensibles la hacían bastante hechicera para cautivar a seres racionales. Sus negros y chispeantes ojos, su poblada cabellera, su aterciopelada mejilla eran suficientes para encender el capricho de un ciudadano, su vivacidad y gracejo para traer embelesado a un campesino. Las impresiones de los sentidos no habían permitido al amartelado joven sondear el corazón de la que tantas veces le había jurado ser suya, bien que tales juramentos sólo podían pasar por solemnes en la liturgia de los enamorados. 

Pobres ambos no había para qué cansarse en discurrir medios de conjurar su adverso destino. Las cavilaciones de Arnaldo hubieran sido tan infructuosas como el llanto de Paula, y supuesto que no le era posible obtener quien le reemplazara en el servicio de las armas, el joven hizo de la necesidad virtud, acostumbróse a la resignación, y empezó a familiarizarse con la idea de su futuro género de vida, aprovechando interinamente los restos de su libertad para menudear visitas al objeto de sus amores. 

Rato hacía que el sol sepultara su disco en las ondas que baten las peñascosas orillas de aquel pueblo: una hermosísima luna, que brillaba con toda la magnificencia de su plenitud, cernía sus argentinos rayos por entre las inquietas hojas de unos álamos, cuyo blando susurro acompañaba el rumor de un manso torrente que sus pies lamía. En él derramaba sus aguas sobrantes el pilón de una fuente, junto a la cual se hallaba sentada, con un enorme cántaro al lado, una bonita muchacha que pudiera compararse a otra Rebeca aguardando a un nuevo Eliezer. Y este era el mismo Arnaldo que punteando su guitarrillo, y como si no acertara a templarlo, enderezaba sus pasos a una de las enriscadas casuchas que forman la población, amontonadas sin orden ni concierto alrededor de un vetusto oratorio, pegado a una más antigua torre que en otros tiempos sirvió de guarida y refugio al vecindario sorprendido por alguna pirática invasión de sarracenos.

– Vaya, Irene, que no es mala cantarilla esa. Apostaría a que llena pesa más que tú. Ya que mi buena estrella me ha traído tan a tiempo quiero llevártela y acompañarte a tu casa.

– Vas a otro punto Arnaldo, y admitir tu favor sería hacerte perder camino

– Y esto qué importa? Debo acostumbrarme a marchas largas, y de seguro no tan agradables como la que disfrutaré a tu lado.

Y llenando el cántaro y cargándoselo en el hombro, echó a andar en dirección a una casita aislada en las afueras del pueblo. Seguíale Irene, pero con tal pausa y lentitud que bastaba ser suspicaces sin llegar a maliciosos para adivinar su deseo de prolongar la duración de aquella marcha. 

– Al paso que vamos, dijo Arnaldo, pudiéramos guiar una comitiva de tortugas y caracoles. Si hubiésemos de ir hasta el santuario de Lluch no llegábamos en quince días. 

– A pie descalzo iría yo si…

– Qué?

– Si la Virgen… pero, sabes que eres muy curioso, Arnaldo? Y no prometieras ir allá si Dios te hiciese la gracia de librarte del servicio?

Hija, nadie se escapa del influjo de su planeta. Este ha sido el mío, y no hay sino encogerse de hombros, agarrar un fusil y ver a qué sabe el pan de munición. 

– Y no te gustaría más el de tu casa?

– Por negro y duro que fuese.

– Pues… en este mundo todo tiene remedio fuera de la muerte, y… si quisieras… tal vez… poniendo un sustituto… 

– Un sustituto? Sabes lo que dices, Irene? De dónde quieres que saque el dinero, a no ser que conozcas el sitio de algún tesoro encantado? Dímelo, y te aseguro que primero se cansarán los azadones de romper piedras que yo de cavar las entrañas de la tierra. Si fuese verdad lo de aquella mujer a quien apareció una serpiente, gruesa como este cántaro, y le prometió hacerla rica si le traía una rebanada de pan bendito, si fuese verdad y ahora me apareciese a mí no temas que me volviese atrás aunque echase llamas por los ojos y me enseñase tres hileras de dientes. Pero estos son cuentos de viejas, buenos solamente para referidos al amor de la lumbre en noches de truenos y centellas. 

– Y si hubiese alguno que te lo prestara? 

No creas que haya santo en el cielo que obre este género de milagros. 

– Y si fuese una persona que yo conozco… una mujer de este pueblo

– Diría que es una santa en la tierra, me arrodillaría a sus plantas, le besaría los pies, le estaría agradecido toda mi vida, sería suyo en cuerpo y alma. 

– Oh! no digas una santa, no… pero, Arnaldo, Arnaldo, escúchame. 

La emoción que experimentaba la interesante joven obligóla a sentarse en una piedra de un bancal desmoronado, mientras su compañero dejando el cántaro en el suelo permanecía de pie escuchándola con tanta avidez como sorpresa. 

– Si me prometieras ser callado, continuó aquella, tan callado como el sacerdote que nos oye en confesión, te comunicaría un secreto que ni aun a mi madre lo he revelado. 

Este nombre daba a su nodriza, que en efecto la quería tan entrañablemente como si lo fuera. 

– Haz cuenta que me he vuelto mudo, o que arrojas una piedra en la más profunda sima de esta comarca

– Ya sabes que soy una pobre huérfana… menos aún que huérfana y pobre

No conozco a mis padres, ni tengo esperanzas de conocerlos, y si algunas conservaba del todo se han desvanecido. No hace dos meses que me encontré al Sr. Vicario que había salido a dar un paseo, y cuando fui a besarle la mano me insinuó que tenía que hablar a solas conmigo. No qué vuelco me dio el corazón. Aquella noche la pasé forjándome toda clase de quimeras y desvaríos. La tarde siguiente mi madre se fue al monte a bajar un haz de leña, y vino el Vicario a casa y me entregó un cucurucho de papel que contenía doce onzas de oro y algunos escuditos. Doce onzas, Arnaldo! Esto, me dijo, es tuyo, exclusivamente tuyo, y no hay necesidad de que nadie sepa que tienes este dinero: te lo envía tu padre para que te sirva de dote y labres con él la fortuna de tu marido. Guárdalo por ahora que es tu única herencia. – Y mi padre, dónde está? Quién es mi padre? exclamé en seguida. Mis lágrimas eran tan gruesas como las cuentas de mi rosario. – Hija mía, me contestó el Vicario, tú debes rezar con más devoción que los demás cuando dices: Padre nuestro que estás en los cielos. Tu padre en la tierra tengo para mí que ha muerto, y creo imposible de averiguar quién haya sido, según se explican en una carta que recibí del continente sin firma ni lugar de la fecha. Ponte bajo el amparo de la Virgen del Carmen cuyo escapulario llevas, y puesto que no la has conocido en la tierra piensa que tienes una madre en el cielo que es la más tierna y amorosa de todas las madres. 

Pobre Irene! Y cómo llegó esta cantidad a manos del señor Vicario? 

En un billete de banco incluso en la carta, y él mismo fue a la ciudad adrede para cambiarlo. Ya lo ves. Ahora pudiera decir que soy rica si no fuese cosa tan triste el poseer esta riqueza; pero, qué he de hacer yo de tanto dinero? De qué me sirve tenerlo guardado? Si es mío, exclusivamente mío, nadie tiene derecho a pedirme cuentas y puedo disponer de él como se me antoje. Yo quiero prestártelo sin interés alguno para que redimas tu suerte. No quiero más réditos que tu felicidad… y tu silencio.  

De todas maneras sería preciso devolvértelo, y ¿dónde encontraré recursos para hacerlo? 

Me lo devolverás cuando puedas, y… del modo que puedas. 

– Y si nunca puedo?  

– Nunca, Arnaldo? dijo la joven dando una extraña inflexión a su pregunta.  

– Nunca podré allegar una cantidad tan crecida

– Pues… entonces… tal día hará un año. Pobre he vivido, pobre viviré, que por cierto mi mayor pesadumbre no ha sido la pobreza. Aceptas? 

Moralmente deslumbrado por la brillantez de aquel súbito ofrecimiento, de cuya sinceridad no le cabía duda, y de cuyo móvil no abrigaba la menor sospecha, Arnaldo sentía una especie de vértigo, y luchando consigo mismo no se atrevía a tomar una resolución definitiva. No era tanta su delicadeza que bastase para renunciar desde el primer momento a las ventajas de aquel noble sacrificio; mas tampoco era tal su egoísmo que no retrocediera ante la casi seguridad de despojar a la desinteresada joven de su imprevista fortuna. Pidió por lo mismo tiempo para reflexionar y prometió que el domingo inmediato le volvería la respuesta al salir de misa, dado que se decidiera por admitir tan generosa oferta.

Contenta la joven como si sus palabras hubieran producido el deseado efecto, cogió el enorme cántaro, se lo puso derecho sobre su cabeza, y graciosa como una canéfora ateniense, bien que algo parecida a la lechera de la fábula, echó a andar con tanta ligereza que parecía querer rescatar el tiempo en su largo coloquio empleado. 

Y quién era esta jovencita de nombre tan extraño que no hubiera encontrado tocaya ni en la suya ni en ninguna población de las circunvecinas? Quién era esta joven comparable al lirio nacido en las selvas si Paulita al amaranto crecido en los huertos, que se distinguía por la finura de su tez como aquella por el brillo de sus ojos, que robaba, por decirlo así, a la albahaca la modestia de sus florecillas y la suavidad de sus perfumes si Paula al mirabel su arrogancia, frescura y gallardía?

En la casita ya mencionada vivía un matrimonio joven, cuyas dichas aguó la muerte del único y reciente fruto de sus amores. Tanto para consuelo de su pena como para alivio de su pobreza, partióse la madre a la ciudad en busca de una criatura que recibiendo de ella el sustento le ayudase a ganar el suyo. Llegó la noche sin haber logrado su objeto, y cuando ya temía ver fallidas sus esperanzas, en el mesón donde posaba se le presentó un caballero que no hablaba el dialecto del país, que le hizo unas pocas preguntas y ajustó con ella el estipendio que prometió remitirle cada tres meses. Partióse el caballero sin decir siquiera su nombre ni dar seña alguna de su habitación, y a breve rato la pobre campesina recibió de manos de una vieja de repugnante catadura una linda niña que apenas contaría un par de semanas, un pequeño hatillo, una fé de bautismo y algunas monedas de oro. La vieja fue tan poco explícita como el personaje misterioso; pero a la legua trascendía el olor de criminales amores. Seis, y ocho, y más meses pasaron sin que la nodriza recibiera la menor noticia del que sospechaba padre de la criatura a quien amaba ya como si hubiese nacido de sus entrañas, y este amor creció aún estimulado por el dolor de un terrible infortunio. La muerte le arrebató a su marido, que se cayó de un alto olivo que desmochaba, y el sentimiento de esta desgracia agotó el manantial de vida para la criatura. Entonces la buena mujer llevada de un heroico impulso de cariño resolvió que otra acabase de amamantarla a su costa, y para conseguirlo no hubo trabajo, no hubo privación que no se impusiera. Caros compró los derechos de madre que nadie vino a disputarle, y así la pequeña Irene criada en el campo y empleada en sus labores fue de todos considerada como hija de su nodriza.

Al lado de su querida Paula se había sentado Arnaldo, pero de sus labios no brotaba un raudal de lisonjeras expresiones ni sus ojos acudían a suplir la escasez de sus palabras. Hallábase como distraído y como si su pensamiento vagara fuera de aquel recinto, cosa que por primera vez acontecía. 

– Qué mala yerba has pisado esta noche, que te vienes tan mustio como estará ahora el clavel que quité de mi sombrero de palma para que lo llevases en el tuyo? 

– Ay Paula! cuando pienso que muy pronto habré de pasarlas en el cuartel! 

– Razón más para aprovechar las que nos quedan. 

Son pocas. Y podrían ser todas! 

– Ya lo creo. Tanto daño le vendría a la Reina de tener un soldado menos como a la selva si le arrancasen un pino. 

Ni aun esto. Si otro se pusiera en mi lugar… 

– Tan buenos amigos tienes? 

– Comprando un sustituto… 

– Como quien compra un borrego para el banquete de bodas. Y el dinero, de dónde lo sacas? 

De dónde..? No puede haber quien me lo preste? 

– Por tu buena cara, no es verdad? Vaya una finca! Para mí vale mucho; más para otros… No ves que se necesita un dineral, y que en toda la vida ganaríamos para devolverlo? Bah! no sueñes con imposibles. 

No tan imposible como te parece. Sin pedirlo yo me lo han ofrecido, y sin interés alguno. 

– Y quién es este modelo de usureros? Si supiese trabajar cordones de seda haría unos para su bolsillo, que de seguro no debe de tenerlos. Quién es

No puedo decirlo. 

– Y cómo lo sabré si me lo callas? 

No puedes saberlo. 

No puedo saberlo? Yo? Arnaldo! yo? Con qué tienes secretos para mí? 

– He prometido el silencio. 

– Y a mí qué es lo que me has prometido tantas veces? Dudas de mi lealtad o de mi cariño? Lo que ocultas en tu pecho no puede encerrarse también en el mío? O quieres tú la llave de mi corazón sin que yo posea la del tuyo? 

– Si me jurases… 

– Esta precaución es un agravio que me infieres. 

No, no puedo decirlo. Sería una debilidad mía faltar a mi palabra. 

Es una falta de amor no tener confianza en mí. 

– Mira, Paulita, no lo digas a nadie. Anoche me encontré a Irene junto a la fuente… 

– Por eso anoche no te vimos por acá; por eso has eludido la respuesta cuando te he preguntado por qué ayer no viniste. En conversación con otras muchachas, qué te importaba que yo me pudriese aquí las entrañas mirando la puerta y contando los minutos de tu tardanza? 

– Celos ahora? 

– Si supieras lo que escuecen! Tonta de mí que no he querido dártelos nunca. 

Y qué te dijo Irene? 

– Según parece ha recibido de una mano desconocida una cantidad suficiente para librarme del servicio. 

– Y ella te la ha ofrecido? 

– Ella misma. 

– Y tú has aceptado? 

– Todavía no

– Puedes aceptar y casarte con ella. 

– Casarme con ella? 

– Pues qué, no es una fortuna encontrar una muchacha sin padre ni madre, ni perro que le ladre? Así no tendrás suegros que te incomoden, ni siquiera habrás de besarles la mano al salir de la iglesia el día de tu casamiento. Oh! ella no te tiene tanto amor como yo, pero tiene más oro. 

Pero qué tiene que ver una cosa con otra

– Tan torpe eres que no comprendes sus intenciones? No conoces que esta chica, desesperada porque no hay quien la pretenda, trata de comprarte como se compra una mula en las ferias de Sineu? Ah! yo no te hubiera vendido por todo el oro del mundo.

– Y yo no quiero mi libertad sino para ser tu esclavo. Estoy decidido. Plegue a Dios que no me arrepienta nunca de mi determinación.

Más fácil es de conservar un secreto entero que descantillado. Empezar una confidencia viene a ser lo mismo que empezar a rodar por un declive, y la curiosidad empuja hasta que se llega al fondo. Arnaldo refirió todos los pormenores de su conversación, los celos de Paula hicieron saltar lágrimas de sus ojos, el llanto enardeció la pasión de Arnaldo, y esta como helado cierzo despojó de sus nacientes florecillas el corazón de la desgraciada Irene.

Acercábase el día señalado a los quintos para ingresar muy de mañana en las filas del ejército. La víspera de este día, después de haberse despedido de sus amigos y de su amada, triste y solo subía Arnaldo la empinada cuesta que conduce a la ciudad, cuando en una revuelta del camino encontró a Irene sentada sobre un haz de leña que había recogido en aquella espesura. La pobre joven se enjugaba los ojos con la punta de su delantal; pero sus lágrimas rebeldes se obstinaban en romper el débil freno que su voluntad trataba de imponerles.

– Irene! Tú por aquí a estas horas?

– He venido a decirte adiós, ya que no he merecido que vinieses a casa para despedirte.

– Tienes razón. Soy un desagradecido. Después de tus generosos ofrecimientos…

– Pudiste no admitirlos; pero no debías desconocer que mis palabras partían de un buen corazón.

– Y tan bueno como es el tuyo! Quién hubiera hecho conmigo lo que tú hiciste?

– Creía que te disgustaba la vida de soldado, que deseabas ser libre. Hubiera estado tan contenta de contribuir a la satisfacción de tus deseos!

– Había yo de aceptar un beneficio cuando estaba seguro de no poder recompensarlo?

No podías recompensarlo? Tan poca confianza tienes en Dios, en la fuerza de tus brazos, y… y en la virtud de tu agradecimiento? Oh! no hablemos de esto.

Pero, tú lloras.

– Pues qué, no son tristes todas las despedidas? No te vas por un plazo bastante largo? Y cuando vuelvas, quién sabe si descansaré ya en la huesa, y allí sola… sola y abandonada, porque, quitando a mi nodriza, a nadie tengo en

el mundo que me llore, nadie que rece un padre nuestro por mi alma.

– Aparta de ti semejantes ideas. De qué sirven tan funestos pensamientos? 

yo por ventura si una bala me registrará las entrañas, o si un sable enemigo me abrirá la cabeza como una granada madura.

No, la Virgen del Carmen te preservará de ese peligro.

Se lo rogaré con tanta devoción que estoy cierta de que ha de escucharme. Además…

– Qué?

– Te traigo un escapulario. No por recuerdo mío sino para defensa tuya has de llevarlo. No oíste al cuaresmero la noche que nos refirió el ejemplo de aquel caballero que viéndose acometido en un bosque invocó a la Virgen del

Carmen, y las balas de sus enemigos se aplastaron en el escapulario que llevaba como si hubiesen tropezado en una roca?

– Esta dádiva tuya sí que la admito con mucho gusto. Y mientras Arnaldo besaba y se ponía el escapulario bendito continuaba Irene.

– Si supieras cuánto lo aprecio! Tenía intención de que me enterrasen con él; mas ahora prefiero que lo lleves para que la Virgen te proteja. No te acuerdas de aquel día que bajabas del monte y me diste un ramito de brezo florido?

No.

– Tampoco te acuerdas! Pues yo lo tengo presente como si fuese ayer. Era un domingo. Aquel día estaba tan alegre! Qué yo por qué estaba tan contenta? Me acuerdo que fui a la iglesia y tomé ese escapulario y lo guardé junto con el ramito de brezo… Pero es tarde. Adiós. Adiós. 

– Y te vas sin dejarme que te estreche la mano

– Mi mano… no la doy en los campos, si he de darla ha de ser en la Iglesia

Una fugaz sonrisa brilló en sus labios, y cargándose el haz de leña empezó a descender apresurada. Apresuradas también descendían por sus pálidas mejillas lágrimas copiosas. 

Arnaldo se quedó parado como si no supiera lo que le pasaba. Por un momento aquella soledad le pareció horrorosa, y sin embargo sentóse, y puesta la cabeza entre las manos empezó a decirse: Esta Irene! Por qué no he conocido hasta ahora el excelente corazón de esta muchacha? No es tan hermosa; mas si tuviese ahora que escoger… Una imagen demasiado clavada en su fantasía para que dejara de aparecerle en tal coyuntura vino a interrumpir el curso de sus meditaciones. Parecióle ver a Paulita que le arrojaba una mirada de fuego, y puesto otra vez de pie volvió a trepar la montana, entonando una cancioncilla para darse resignación y fortaleza.


II.

Seis años transcurrieron, y por el vericueto de la misma montaña descendía Arnaldo una tarde, que era cabalmente la del día en que con actos religiosos y tradicionales regocijos celebra aquel pueblecillo la festividad de su santo patrono. Esta circunstancia iba a dar mayor solemnidad a la sorpresa que en su mente acariciaba. Los resabios de la vida militar añadían algo a su nativa apostura: marchaba erguido y so largo paso devoraba el camino. Vestía no el traje antiguo de los payeses mallorquines, sino el adoptado por la juventud que va relegando al olvido las calzas huecas y la majestuosa cabellera. Iba de calzón corto, zapato de becerro blanco, chalequito de percal, y el cuello de su listada camisa doblado sobre un pañuelo de color sujeto con una sortija de plata. Colgada de un listón de seda traía en un cañuto su hoja de servicios con excelentes notas, colgado de un bastón atravesado en el hombro su modesto equipaje, y metido en un pañuelo atado a la cintura el fruto de sus ahorros. Corta era esta cantidad, pero suficiente para comprar lo más preciso de un rústico menaje, y cubrir los gastos indispensables de su casamiento con Paulita. Porque la imagen de esta linda joven conservábase en su memoria tan fresca y lozana como en el día de su partida. Nada habían podido contra ella ni los riesgos ni las distracciones de la milicia. Había visto muchas caras nuevas; pero ninguna a su juicio más atractiva y hechicera. Sus fugitivas impresiones asemejábanse a las huellas levemente diseñadas en la arena, al paso que la dejada en su corazón por el rostro de Paulita se parecía a la huella que grabase en una roca el cincel de un marmolista. Al principio había contado los años y los meses, después semana por semana y día por día los que le faltaban para llegar al dichoso término de sus esperanzas, y entretanto, como para mitigar los rigores de la ausencia, cruzábanse cartas llenas de extravagantes hipérboles y de manoseados conceptos, que alimentaban su pasión con el aire de lisonjeras ilusiones. 

Magnífico espectáculo tenía a la vista. Descollaba a su izquierda la peñascosa cima del monte de Galatzó, como una gigantesca pirámide construida por una horda de salvajes, y plantada sobre un inmenso pedestal cubierto de encinas y pinares. Extendíase la sierra por ambas partes, como dos alas que mojasen sus puntas en el mar, apartando sus convexas pendientes matizadas de verdura. Veíase a lo lejos el pueblo, como un montoncillo de piedras que asoman por entre el verdor de la maleza, y más lejos aún el mar, el mar que aquella mañana misma surcaba Arnaldo para desembarcar en el puerto de Palma. Las cerúleas olas convertidas en blanquizca superficie besaban ya el limbo inferior del astro-rey, que parecía haberse despojado de sus rayos deslumbradores y envuelto en un sudario de tul encarnado. La vista podía clavarse en él tan fácilmente como en el disco de la luna, y su luz no teñía ya ni siquiera las últimas crestas de los montes fronterizos. Terminaba su carrera como un rey a quien antes de espirar le arrebatan la corona. Poco a poco, y cual si quisiera retardar el momento de echar su postrer mirada a la tierra, sumergíase entre dos ralas nubecillas que aparecían como nevadas montañas de una isla remota. Ni luminosas ráfagas, ni purpúreos celajes brotaron de su última huella. Pero Arnaldo no era bastante aficionado a poéticas contemplaciones para que este nuevo espectáculo disminuyera la rapidez de su marcha. Aquella tenue claridad que se recogía en el confín del horizonte, aquel reposo de la atmósfera, aquel silencio de las aves, aquellas moles sombrías que se levantaban tan imponentes y ceñudas, aquella calma que se asemejaba al estupor de la naturaleza nada dijeron a su corazón, en que hervía la esperanza de ajustar muy pronto sus latidos al compás de los que daría el corazón de Paulita. 

En clara y estrellada noche de verano experiméntase una sensación muy agradable al oír de lejos la gaita mallorquina, que despierta los ecos de silencioso valle, acompañada ya de los ladridos del mastín, ya de las esquilas y balidos de numeroso rebaño. Deliciosa es aquella voz de la soledad a pesar de lo trivial y rústico de sus melodías, y no lo es menos para las jóvenes campesinas a quienes trae alborozadas el deseo de lucir sus gracias, cuando resuena en la estrecha plaza de la aldea, y las convida a tomar parte en los festejos del día consagrado a la memoria de su tutelar y patrono. 

Día privilegiado en que al aire libre se entregan al placer de modesta danza, y se sienten halagadas con el público obsequio de los mozos que las galantean. 

De pronto llegaron a los oídos de Arnaldo los rumores del campestre regocijo, poco tardó en descubrir los muros de la vieja torre dorados con los oscilantes reflejos del tedero que iluminaba la plazuela, y menos aún en hallarse en medio del apiñado concurso estrechando la mano de sus deudos y conocidos. Menudeaban preguntas y respuestas, y cien veces en tres minutos estuvo a pique de caer de sus labios el nombre de Paula, cuando la vio venir precedida de la gaita y del tamboril, acompañada de los obreros o mayordomos de la fiesta con sendas cañas verdes en la mano, y a su lado un hombre que frisaba ya en la edad madura. Sus faldas de muselina en que los más opuestos colores trazaban caprichosos dibujos, su corpiño de seda, su rebociño de encaje, su cadena y botonadura de oro dieron algo que pensar al joven licenciado que no podía atinar de dónde provenía ese lujo. Eran tan pobres ambos cuando él se marchó al ejército! A esta novedad se le añadía la extrañeza de que Paula, después de la danza cedida a la autoridad local, fuese la primera en ocupar la plaza inaugurando, por decirlo así, la fiesta, honor que no obtienen las jóvenes por sus méritos y hermosura sino por la generosidad de los que intentan obsequiarlas. Por otra parte estaba en la persuasión de que su acompañante era casado y no tenía antecedente alguno para sospechar una perfidia. 

Punzábale el pecho la impaciencia de aclarar este enigma; pero teníanle como embelesado los graciosos movimientos de su querida prenda, que continuaba ejerciendo su fascinadora influencia aun después de haber despertado la mala víbora de los celos. Gozaba y padecía al mismo tiempo, mas luego que la vio recoger su abanico y sentarse en uno de los bancos, que cerraban el pequeño espacio destinado al baile, se abrió paso a viva fuerza, se plantó a sus espaldas y a media voz le dijo: 

– Paulita! 

Jesús mío! Tú por aquí? 

– Como que te haya asustado mi presencia. Pues qué, no me esperabas? 

No tan pronto. 

Ni anhelabas mi venida? 

– Si he de decir la pura verdad… pero, a qué vienen esas preguntas? Estás bueno? 

– Lo yo si estoy bueno? Si un médico observase ahora los golpes que me da el corazón quizás tampoco podría decírtelo. Pero, qué es esto? Tan poca alegría te causa el verme? 

– Sí, me alegro de que no te haya sucedido desgracia alguna, de que te halles sano y salvo de todo peligro

– Lo dices con una frialdad que hiela mis entrañas. Si has de darme un vaso de veneno haz que lo beba de una vez. 

– Pues, Arnaldo, hablando en plata, a quien se muda Dios le ayuda. 

– Paula! 

No me rompas la cabeza con quejas y lamentos. Busca tu conveniencia que yo tengo ya la mía

– Y tus juramentos? 

De agua pasada no muele molino. Era muy niña entonces, y no me acuerdo ya de lo que te haya jurado. 

– Oh infamia! Y no te avergüenzas de ti misma? Y tienes aliento para… 

No armes un escándalo, y ten la bondad de separarte un poco de aquí. 

Con que, por unos cuantos años de ausencia… con que tienes otro galán

– Que dentro de dos semanas será mi marido. 

– Antes le haré mil pedazos. 

– Esto será si él te da permiso, que no lo creo. 

– Y quién es este ladrón de mi felicidad, que me la ha robado con tal descaro y cobardía? 

– Hele allí. 

– Un casado? 

– Un viudo. 

– Y por un viudo me abandonas? 

– Tiene para mantenerme a mí, y a nuestros hijos si Dios me los concede. 

– Y no tenía yo mis brazos? 

– Y él tiene sus brazos y sus tierras. 

– Y decías que no me hubieras vendido por todo el oro del mundo! 

Dándose con los puños en la cabeza salió Arnaldo del corro para desahogar a solas su oprimido corazón. La rabia que hervía en su pecho se reflejaba en su encendido rostro, y una especie de momentáneo frenesí perturbaba las condiciones regulares de su carácter y de su inteligencia. Tocaba con sus manos la realidad y le parecía estar luchando con una horrible pesadilla. Destrozaba su pañuelo con los dientes y estaban a punto de saltar lágrimas de sus ojos:  “Qué es lo que está sucediendo? se decía. Es esta la agradable sorpresa que hace pocos momentos me figuraba? Me parecía hallarme a las puertas del cielo, y me veo caído en el infierno. Yo? yo tan alevosamente vendido? Después de la de Judas no se ha visto traición más espantosa. 

Oh! quién había de decírmelo que yo pararía en un presidio? Sí, arrastraré toda la vida una cadena, porque yo he de vengarme atrozmente. Antes viuda que casada, y entonces… entonces le escupiré en la cara. Ya valía más que me hubiese atravesado el corazón una bala enemiga. Tantos cariños, tantos halagos, tantos juramentos, y ahora tanto olvido…!” 

En esto resonaron de improviso unas campanadas que sorprendiendo a casi todos los moradores de aquel pueblecillo, aglomerados entonces en el estrecho recinto de la plaza, trocaron su festivo júbilo en un sentimiento de compasión y de tristeza. De todos los labios salía una misma pregunta, y en breve se supo la respuesta. Se iba a llevar el santo Viático a la pobre Irene que se hallaba moribunda. 

Esta inesperada noticia torció el rumbo a las ideas de Arnaldo. “Olvido! continuó diciéndose. Qué injustos somos! Acriminamos en los demás las mismas faltas de que somos reos. Yo también la había olvidado. Ingrato, mil veces ingrato! Bien merezco el castigo que ha caído sobre mi cabeza. Soy un hombre sin corazón y sin entrañas. Tanto amor para aquella mala hembra, y tanto desdén para esa pobre criatura! Yo quisiera arrancarme el corazón con los dientes

Yo quisiera… Y ahora enferma de peligro..! No, no ha de morir. Triunfa aquella malvada, y esta infeliz… Salvadla, Dios mío, salvadla. Virgen santísima del Carmen, obrad un milagro. Llevaos mi vida en cambio de la suya. Ah! si vive… 

si vive seré dichoso. Olvido por olvido, amor por amor.” 

Oyóse un golpe de campanilla y el más profundo silencio sustituyó luego a la animación y al bullicio: arrodilláronse algunos en la plaza misma, y los más penetraron en el pequeño templo, donde el Vicario, con roquete y pluvial de muy cortas dimensiones, encerraba la hostia consagrada en una bolsa de terciopelo. Arnaldo llegándose de pronto al sacristán y poniéndole algunas monedas de plata en la mano, le dijo que repartiese cuanta cera había en la iglesia, y cumplido su deseo salió el Santísimo, a quien servía de palio el humilde sombrero de teja, precedido de los hombres y seguido de las mujeres con velas en la mano. Nunca en igual caso se había visto allí una procesión más lucida. Marchaban todos rezando en voz baja, y las joyas y chillones atavíos de las doncellas daban cierto aire de extrañeza a su seriedad y recogimiento. Paula formaba también parte de la numerosa comitiva, y al saber que de Arnaldo procedía aquel singular obsequio sintió en su pecho… Mas, qué le interesan ya  al lector los sentimientos de una joven, que si tanto se aventajaba a la pobre enferma en donaire y gentileza, tanto le vencía esta en bondad y ternura

Dolorosamente afectado el recién venido del ejército presenció la augusta ceremonia, y la grave impresión que en su pecho producía impuso como una especie de treguas a la violenta lucha de sus pasiones. La muerte y la eternidad se le presentaban con su terrible grandeza a los ojos del pensamiento. Pero por casualidad enderezó los del cuerpo a la cabecera de la cama, y en una pilita de loza, al pie de una tosca estampa de la Virgen, divisó un ramito de brezo enteramente desecado. Sin duda era el mismo que más de seis años antes había cogido en la selva y ofrecido a la desdeñada Irene. Qué revelación más inesperada! Qué censor más elocuente de su conducta! Aquel mudo testimonio de un tierno, silencioso y constante afecto le echaba en cara la sequedad de corazón con que a tanta fé había correspondido. Lágrimas tan copiosas brotaron de sus ojos que quien no le conociese le hubiera tomado por hermano o esposo de la que recibía el óleo santo. 

Rezadas las últimas preces la mayor parte de los asistentes se volvió al interrumpido baile, y Arnaldo salió también a tomar informes, que no pudo lograr tan completos y minuciosos como los que presentan los hechos consignados en el siguiente relato. 

Dado su tierno y quizás postrer adiós al gallardo mancebo que sin saberlo había cautivado su corazón, la desconsolada Irene se dirigió a su casita con el firme propósito de enterrar su pasión en el sepulcro mismo de su pecho. Esperaba alcanzar del tiempo que le traería el bálsamo que cura semejantes heridas: esperaba que poco a poco se irían desgastando los lineamientos de la imagen hondamente grabada en su memoria. De una parte el desdén y la ausencia, de otra el rubor y el silencio, ¿cómo desconfiar de volver a la tranquilidad de su infancia en brazos del olvido? Mas, ni su voluntad decidida, ni su actividad en las faenas del campo, ni sus ocultas lágrimas, única voz de sus íntimos afectos, fueron bastante poderosas para desvanecer las quiméricas ilusiones de que se veía de continuo asediada. Agitábase la pobre víctima como pajarillo que tropieza en la extendida red cuando iba a buscar su descanso en la espesura del bosque. A veces gemía al pie de los altares y exhalaba su dolor en fervientes oraciones; mas luego acudía a su imaginación la idea de la felicidad que hubiera alcanzado si en aquel templo mismo se hubiese bendecido su perpetua unión con Arnaldo. Este nombre, que jamás pronunciaban sus labios, resonaba en sus oídos como una suave melodía las pocas veces que le acontecía oírlo salir de los ajenos. Apoderóse de su pecho una tenaz melancolía, de la cual se resintió en breve su organismo, y fuese para excitar su vanidad adormecida, o fuese para ver si lograba atraerse las miradas de algún otro joven, y combatir su arraigada pasión con otra pasión naciente, resolvió presentarse en la próxima fiesta del Tutelar del pueblo algo más ataviada de lo que solía. Al efecto, acudiendo a su caudalejo y engañando a su nodriza, se dirigieron ambas a la ciudad donde compraron un traje vistoso y algunas alhajuelas de oro, que tal vez fueron parte a labrar su ruina. 

Poco más de un año hacía que Arnaldo estaba de guarnición en el continente, y Paula, todavía fiel, estrenó en la misma fiesta una cruz de filigrana y botonadura de oro, no de tanto precio ni de tanto gusto como la de Irene. La diferencia no era gran cosa que digamos; pero abultada tal vez sin malicia vino a ser como la manzana de la discordia. En aquel reducido pueblo, cercado por una formidable valla de quebrados montes, aislado por decirlo así en un rincón de nuestra isla, semejantes novedades no podían menos de ser tema favorito de conversación entre las comadres y jóvenes casaderas. Hasta las amigas de Paula, por sobra de candidez o de franqueza, no le supieron alabar sus nuevas joyas sin entrar en un examen comparativo, trayendo a colación y poniendo a las nubes las alhajuelas de su antagonista. Estos juicios de Páris despertaron el resentimiento de la Juno lugareña. Punzada ya una vez por el aguijón de los celos no miraba con buenos ojos a la que por un momento le había infundido crueles zozobras, y ajada su vanidad mujeril se le enconó la herida hasta el punto de soltar picantes alusiones a la ilegitimidad de su nacimiento. Este infortunio, que parecía olvidado o cuando menos completamente desatendido, se hizo entonces, merced a los amaños de la envidia, objeto de hablillas y motivo injusto de pequeños desaires: cosa por cierto no muy conducente a levantar el espíritu abatido, ni a restablecer la quebrantada salud de la pobre Irene. Y no se detuvo aquí la comezón de humillarla. Para explicar el origen de aquel gasto misterioso, y al juicio de todas sus amigas incomprensible, Paula empezó con reticencias y expresiones embozadas concluyendo por decir lo que ella sola sabía. No era una tacha el ser rica; pero la procedencia del pequeño capital atestiguaba la de Irene, arrebataba a su nodriza el título de madre, y lo que había de ser futuro remedio de su pobreza se convertía en pregonero de su orfandad y desdicha. 

Y no hay que decir si al circular de boca en boca aquella noticia se mezclarían a sus comentarios fábulas y exageraciones. 

Lo que en confianza se había dicho llegó a ser con el tiempo uno de aquellos secretos que conoce todo el mundo menos aquel a quien importa que no sea conocido. Irene a lo que se creía guardaba un tesoro oculto, tesoro verdaderamente encantado, puesto que en nadie excitaba la codicia de compartir su posesión aspirando a la mano de su dueño. Este desvío no dejaba de entristecerla un poco, bien que por otra parte se complacía en que nada le impidiera entregarse a sus quiméricas ilusiones, y en que la figura de Arnaldo libremente campeara en la soledad de su pensamiento. Su pasión, contenida al principio en los límites de la honestidad y del decoro, al verse desnuda de toda esperanza se transformó en una especie de sentimiento ideal que la sobrepujaba en intensidad y pureza. Así pasaron algunos años, sin recibir más consolaciones que el cariño de su nodriza y las afectuosas palabras del anciano sacerdote que la guiaba por la senda de la piedad cristiana y de la resignación a la voluntad divina. 

Una tarde en que el sol había ya desaparecido hallábase fuera la nodriza, y la pobre huérfana, sola en su aislada casita y algún tanto indispuesta, se vio de repente acometida por un hombre embozado hasta las cejas en un grueso capote y cubierta la parte inferior del rostro con un pañuelo oscuro. Entrar, cerrar la puerta, atrancarla y coger a la joven de un brazo había sido obra de un momento. Sobrecogida de terror quiso arrojar un grito y le faltaron las fuerzas. 

Cuidado con lo que haces, le dijo el embozado llevándose un dedo a la boca, que si oigo el menor chillido no si podrás contarlo. No soy ladrón ni asesino; pero lo seré si me obligas a serlo. Necesito dinero, y de grado o por fuerza tienes que prestármelo. 

Irene más muerta que viva no podía responder sino con lágrimas y sollozos. 

– Déjate de aspavientos, continuaba aquel, no quiero más que diez onzas. Si las cosas me salen bien te las devolveré con buenos intereses, si no mayores caudales se han perdido. 

Pero..! exclamó la joven sin saber como continuar la frase. 

No hay peros que valgan. Date prisa, replicaba el bárbaro agresor sacudiéndole el brazo que apretaba con sus callosos dedos como si fuera con unas tenazas de herrero. 

– Y cómo queréis que tengan dinero dos pobres jornaleras como nosotras? 

– Tienes el que te envió tu padre. Todo el pueblo lo sabe. 

– ¡Arnaldo! ¡Arnaldo! exclamó la joven, para quien fue un dardo agudo el ver que Arnaldo había faltado a su promesa. 

No tienes que implorar socorro de nadie, porque mis puños… Dónde guardas ese dinero

No quiero decirlo, no quiero darlo. 

– Dónde está ese dinero

Virgen santísima del Carmen! 

– Sabes, niña, dijo el otro cambiando de tono y ensalzando la inflexión de su acento, sabes que con esas lágrimas y todo eres bastante hermosa, y que es lástima… 

– Ah! gritó la joven al ver los ojos del embozado que ardían como dos ascuas de fuego. Y comprendiendo rápidamente que todavía pudiera sobrevenirle mayor infortunio se apresuró a decir: abrid ese arcón y envuelto en un trapo hallaréis el dinero, tomadlo, y partid. 

El malvado no se lo hizo decir dos veces. 

A su vuelta la nodriza encontró a su querida Irene tumbada sobre el humilde jergón, arrasados sus ojos de lágrimas, acometida de recia calentura y a ratos de convulsivo estremecimiento. El susto no había sido para menos. Su natural consecuencia fue una larga enfermedad que puso a la joven en grave riesgo y de la cual puede decirse que no llegó a quedar completamente restablecida. 

La que la había alimentado con su leche hizo por ella cuanto hiciera si la 

hubiese llevado en sus entrañas, y el anciano Vicario visitándola diariamente la trató como a la más querida ovejuela de la pequeña grey que le estaba encomendada.

Irene se había prometido a sí misma no soltar palabra acerca de su funesta aventura; pero al cabo la refirió a la nodriza, y esta no cerró con llave la dolorosa noticia que se le comunicaba. Pronto llegó a ser tan pública como si aquel pueblo estuviese familiarizado con los periódicos, y en uno de ellos se hubiese puesto por gacetilla. La autoridad local quiso tomar cartas en el asunto, pero después de tantos meses era muy difícil sacar nada en limpio. Sin embargo las presunciones recayeron sobre un mozallon (mozarrón) alto, fornido, holgazán y pendenciero que en aquella época había desaparecido. Susurrábase que se había embarcado con dirección a Gibraltar en un buque contrabandista, y no se tenía por inverosímil que hubiese echado mano de tan violento recurso para hacerse con una pacotilla de telas y géneros de ilícito comercio. Quizás estaba en su ánimo subsanar el hurto; pero añadíase que el buque había corrido una gran tormenta y naufragado en las costas de Berbería

Sobrados motivos tenía Irene para desterrar de su pensamiento al que tan dura recompensa había proporcionado a su cariño. Por la indiscreción de Arnaldo se había visto a las puertas de la muerte: por su ligero proceder había pasado por unos momentos más angustiosos que la muerte misma. Y qué era ya la ingratitud con que había desdeñado sus ofrecimientos al lado de la infidelidad con que había quebrantado su promesa? Y con todo la causa de Arnaldo se discutía ante un tribunal predispuesto y decidido a conceder la absolución más amplia y generosa. Los hechos le acusaban, la abnegación le defendía, y el corazón de Irene si no sabía como disculpar perdonaba noblemente la culpa. 

Quizás no fue tan fácil en perdonar a Paula cuando supo que escuchando la voz del interés preparaba días de amargura al que tan ciegamente la idolatraba, y empezó a compartir los pesares de su querido ausente mucho antes que él pudiera sentirlos. Cada lágrima que este llorase había de ser para ella doble tormento. Encendía su indignación la vergonzosa inconstancia de la que le había arrebatado gozo y dicha subyugando el corazón de Arnaldo; pero al través de las pardas nubes que cubrían su porvenir creyó divisar unos pequeños resplandores, y se figuró que aún podía brillar en el cielo la estrella de su esperanza. 

Meteoro que no estrella fue aquel resplandor engañoso. El mismo día que el licenciado del ejército desembarcaba en el muelle de Palma, Irene asistía a la misa mayor, y después fue como todo el pueblo a presenciar las corridas. Sentada en el suelo al pie de un olivo tomaba parte en esta popular diversión, y como la que estaba a su lado aplaudiese la agilidad del corredor que había obtenido el premio, díjole Irene: 

– Por cierto que este no comería del gallo si hubiese tenido que habérselas con Arnaldo. 

– Mucho corría, contestó aquella, pero Paula corre más que él, puesto que no ha podido alcanzarla. Cuando vuelva, si es que vuelve, ya podrá correr dentro de un saco así como se estilaba en otro tiempo. 

Pero si está para concluir el servicio. 

– Para empezarlo de nuevo. 

– Qué me dices? 

– Tan atrasada estás de noticias? No sabes que se ha vendido por sustituto al recibir la nueva de que Paula trataba de casarse con otro?

– Y no me engañas? Y esto es seguro

– Pues qué tiene de extraño? Querías que se colgase de un árbol? 

La sacudida moral que experimentó la pobre Irene fue un golpe tan terrible que poco tuvo que hacer el funesto accidente que le dio aquella misma tarde. 

Y de dónde había sacado tal noticia aquella mujer? De un hecho muy natural y sencillo. Una amiga había dicho a Paula: Y qué hará Arnaldo cuando sepa tu resolución de casarte con el viudo? Se venderá por sustituto, contestó la interpelada con sobra de frescura, y la suposición gratuita se había ido transformando en aseveración inconcusa. 

De todos estos pormenores mal pudo enterarse en aquellos momentos el recién venido, pero algo se le dijo del susto que había recibido Irene, del robo de su caudalejo, y de la grave enfermedad que aquel trastorno le había producido. 

Grande fue la ira que concibió Arnaldo contra la que había divulgado el secreto; pero mayor su remordimiento al ver que él había sido el primero en revelarlo. 

Él era quien había hecho traición a la más cariñosa confianza. Hasta él se remontaba el origen del daño. Él era el que por medios tan indirectos causaba la muerte de la que tan religiosamente conservaba su ramito de brezo. 

Penetrado del dolor más agudo que imaginarse pueda, corrió a la casita de la enferma, se abalanzó al lecho y exclamó: Irene! Al oír aquella voz tan querida la enferma hizo un esfuerzo supremo, levantó la mitad del cuerpo, extendió los brazos, abrió sus ojos; pero luego, reconociendo sin duda que en aquella hora no debía perturbarla ningún pensamiento de este mundo, los cerró de nuevo, se dejó caer sobre la cama, se volvió del lado de la pared, y permaneciendo en esa postura al cabo de una media hora exhaló su último aliento. 

Arnaldo quedó petrificado: ni fuerzas tenía para llorar: aquellos dos golpes tan duros, tan imprevistos, tan simultáneos le habían quebrantado el corazón

Se quitó el escapulario de la Virgen del Carmen lo puso al cadáver, y recogió el ramito de brezo. Parte de sus ahorros de soldado la invirtió en sufragios y parte hizo tomar por fuerza a la nodriza. Dejó el pueblo nativo, se retiró a la montaña y emprendió el oficio de carbonero.