XII.
UN LECHO DE ESPINAS.
Toda la tarde había llovido, y apenas transitaba nadie por la puerta antigua del Muelle. En el cuarto destinado al comandante de la guardia se hallaban reunidos varios oficiales y un capitán retirado, que solía detenerse allí un ratito al concluir su cotidiano paseo. Hombre ya maduro, alto de talla, enjuto de rostro, de bigote entrecano, y con una afluencia de palabras que podía dar quince y falta al hablador más impertérrito, gustaba de referir las cosas con todos sus pelos y señales. Más que un velón encendido, y colocado sobre una mesa de pino cubierta de bayeta verde, alumbraba la vasta, desnuda y destartalada pieza una respetable cantidad de troncos y astillas que ardían sucesivamente en la chimenea. Aunque reducido el número de las sillas era mayor que el de los oficiales; pero ninguna estaba desocupada, porque estos, inclinando cada cual la suya y apoyando el respaldar en la pared, hacían descansar en otra los tacones de sus botas. Así medio echados y envueltos en la densa atmósfera que producía el humo de sus cigarros, arrastraban penosamente una conversación que no salía del estrecho círculo acostumbrado. Poco a poco se fue animando: desaparecieron las preguntas frívolas, las respuestas de cajón y las interjecciones de ripio. Empezó a discutirse si el valor es una cualidad física o moral, si es absoluta o relativa, si procede del temperamento o de la reflexión, si presenta fases contradictorias o si es consecuente en todas ocasiones, y cada cual aducía en favor de su opinión observaciones propias, ejemplos vulgares y anécdotas más o menos conocidas.
El retirado tomó la palabra, y después de algunas frases preliminares habló así: No quiero meterme en estas honduras; pero, supuesto que viene el caso, voy a referiros un hecho de cuyos pormenores estoy seguro de ser la única persona bien enterada. Y lo más particular y curioso es que el lance tuvo origen y comienzo en este mismo sitio; y a presencia de una reunión como esta de la cual yo también formaba parte.
Al oír este sencillo exordio que preparaba los ánimos a un relato de nuevos o misteriosos acontecimientos, los circunstantes movieron sus sillas, les dieron mayor inclinación, cruzaron sus piernas una sobre otra, y acomodando el cuerpo a todo su sabor so dispusieron a prestar la atención más profunda y religiosa.
Después de una breve pausa el retirado continuó.
Habéis leído en los papeles públicos la gloriosa muerte del capitán Bustamante, ocurrida hace poco en las Provincias, donde parece que la guerra civil va a ser una guerra larga y encarnizada. Yo la admiro porque ha sido la muerte de un héroe, y la siento porque es la muerte de un amigo. Vosotros, no le conocisteis; pero sabiendo como ha muerto no podéis poner en duda su valor y bizarría.
Era una figura atlética, con una musculatura de hierro, y en cuanto a destreza en el manejo de las armas podía dar lecciones al mismo Carranza. Hallábase aquí de teniente de caballería cuando yo lo era de infantería en el regimiento que guarnecía esta plaza. Mí coronel le apreciaba muchísimo, y Bustamante, prevalido de este afecto, obsequiaba a su hermana Carolina. Todos le creíamos correspondido, pero cierto día, en este mismo sitio, nos dijo que había moros en la costa. Hicímonos cruces, soltamos la carcajada al decirnos que estaba celoso del capitán Valdivia. Parecíanos el absurdo más absurdo que podía caber en la mollera de un enamorado. Carlos Valdivia servía en mi regimiento, era un santurrón, un encogido, un huraño: su aspecto, su continente era más de fraile que de soldado. Nosotros le llamábamos “el capitán cogulla.” En su vida había oído silbar una bala, y generalmente era tenido por cobarde. Nadie sabía en qué fundaba este juicio, ni nadie se había tomado el trabajo de rectificarlo. Así es que todos le profesábamos una aversión decidida, aunque velada por la urbanidad y cortesía.
Una de las últimas tardes del mes de octubre estábamos reunidos aquí una porción de amigos. Bustamante nos hablaba de sus cuitas amorosas, si bien no podía llegar a persuadirse de que sus celos tuviesen verdadero fundamento.
Estaba más inquieto que irritado, y mitad por broma, mitad por pasión, nos propuso un medio, que nada tenía de ingenioso, para humillar o dar una lección a Valdivia. Como iba a ser una diversión para nosotros lo aprobamos sin discusión ni cortapisas. Estaba la tarde hermosísima, y a poco rato vimos a Valdivia que salía a dar un paseo con un paisano amigo suyo, Bustamante le llamó indicándole que tenía que decirle dos palabras, el paisano se despidió, y Valdivia entró aquí saludando cortésmente. Nadie le devolvió el saludo, nadie se movió, nadie le ofreció un asiento. Todos aparentábamos estar engolfados en una conversación la más frívola e insignificante. El oficial de guardia apoyaba sus talones en una silla, y Bustamante se entretenía haciendo dar rápidas vueltas a otra que giraba sobre un pie. Valdivia se sentó sobre la mesa. En el marco de la chimenea había una bandejita con habanos: todos fumábamos y nadie ofreció uno a Valdivia; pero él con toda calma sacó su petaca y se puso a fumar un cigarrito de papel. Cruzábanse palabras sin ton ni son: de un asunto baladí pasábamos a otro del mismo calibre; pero en todos afectábamos la misma animación. Tres cuartos de hora duró esta maniobra. Qué papel tan desairado hacía para nosotros el tal Valdivia! Cómo nos burlábamos interiormente de su paciencia! Nunca nos lo hubiéramos figurado tan cobarde o tan cachazudo. Al cabo se levantó y dijo:
– Señor de Bustamante, me habéis llamado para decirme alguna cosa. Estoy a vuestras órdenes.
– De veras? Y qué tengo yo que deciros?
– Vos lo sabréis.
– Pues señor, se me ha olvidado.
– Sois flaco de memoria. Me habéis hecho perder el sol, pero me pasearé a la sombra.
– Si por mi culpa habéis perdido algo estoy pronto a daros una satisfacción.
– Cuando no la pido es claro que no la necesito.
– No tan claro: tal vez no la pedís por no arriesgaros a que os la den.
– Señor de Bustamante me estáis provocando sin haberos dado pie para ello.
– Si examinaseis vuestra conciencia tal vez encontraríais algún pecadillo oculto.
– Mi conciencia de nada me reprende delante de los hombres.
– Pues si tan limpia la lleváis, cómo es que tenéis tanto miedo a la muerte?
– A la muerte? os aseguro que no la temo. Es muy probable que más miedo le tengáis vos?
– Señor de Valdivia, exclamó el teniente dando con el pie un golpe en el suelo, estas palabras encierran un doble sentido. Ahora soy yo quien pide una satisfacción. Ya sabéis cómo se arregla esta clase de negocios: vos mismo dictaréis las condiciones.
Valdivia se puso reflexivo.
– La primera, dijo, es que aplacéis para de aquí a tres días esta provocación.
Titubeó un poco Bustamante, y luego dijo: Concedido.
– La segunda… ¿tendréis valor para admitir la segunda?
– Vive Dios que me estáis insultando!
– Tendréis valor para poneros a mi disposición durante algunas horas de uno de esos tres días, y seguirme a donde yo fuere, e imitarme en lo que yo hiciere?
– Aunque sea arrojarme de cabeza desde el campanario de la Catedral.
– Corriente. Señores, hasta la vista.
– Qué diablos de farsa será esta? exclamó el que estaba de jefe de día.
– Qué contará hacer en ese extraño plazo? preguntó uno.
– Escaparse, fingirse enfermo, dar parte al coronel, qué sé yo? le contestó otro.
– De todos modos está perdido a los ojos de Carolina, dijo Bustamante para sí.
Habían pasado ya dos días completos sin que Valdivia diera el menor indicio de cuáles podían ser sus intenciones. Se le había visto en los actos de servicio puntual, sereno e indiferente como en otra ocasión cualquiera. En su rostro se leía la calma de su espíritu, calma incomprensible para los que conocían la gravedad de sus compromisos. Bustamante a fuerza de esperar con impaciencia las imprevistas escenas de aquel drama se fastidió de su lentitud y se dijo a sí mismo: «veremos»; pero su orgullo se resentía de no poder adivinar lo desconocido, y experimentaba una irritabilidad nerviosa que en valde trataba de ocultarnos. Todas sus chanzas de aquellos dos días fueron pesadas: todas sus bromas sarcásticas y punzantes. Estaba de malísimo humor. Atronado del continuo clamoreo de las campanas las maldecía como si nunca las hubiese oído.
Serían sobre las once de la noche cuando sonó un golpe en la puerta de su posada: sobrecogióle un poco, pero logró disimular completamente su emoción a los ojos de Valdivia quien después del saludo le dijo:
– Espero no tendréis inconveniente en venir conmigo:
– Adonde? fue la palabra que se le vino a los labios y que estuvo a pique de caerse de ellos; pero rehaciéndose luego la retiró como si fuera una blasfemia y la sustituyó diciendo: ni el más mínimo. Es preciso tomar armas?
– Traigo? Pero si preferís las vuestras a las mías…
– Cualesquiera me bastan, que no es el acero sino el brazo lo que importa.
Valdivia calló. Embozados en sus capotes, bajaron los dos, atravesaron algunas calles, y abriéndoles el postigo de esta misma puerta salieron fuera de la ciudad.
Seguían dando la vuelta a sus muros. La ciudad que poco antes gemía, chillaba, mugía con cien lenguas de metal, la ciudad que poco antes ensordecía los vientos con sus lúgubres clamores, imitaba entonces el silencio de los difuntos. Era un silencio más imponente que el no interrumpido cañoneo de una sangrienta batalla. Bustamante echaba menos el ruido que tanto le incomodara aquella tarde. Su imaginación estaba fija en esta pregunta: adónde vamos?
pero no se atrevía a traducir en palabras su pensamiento. Quería distraerse, o al menos (aloménos) aparecer distraído. Trataba de entablar alguna conversación frívola, y no sabía por dónde empezar: probaba a silbar alguna contradanza, y todas sus reminiscencias musicales se habían evaporado.
De pronto le asaltó esta idea, si se tratará de hacerme caer en una zalagarda?
Necio de mí que no llevo conmigo más que mis puños! A poco rato le dijo Valdivia con toda sencillez y espontaneidad: Vos camináis a la ligera y yo cargado, si tuvieseis la complacencia de llevar la caja de mis pistolas… y se la entregó. La respiración de Bustamante fue como la del náufrago que consigue sacar fuera del agua su pecho y cabeza.
– Vive Dios, exclamó después, que ya comprendo. Pues, señor, la cosa es grave, mucho más grave de lo que podía esperarse. Ni el diablo lo hubiera soñado. Pero a mí nada me arredra. Aquí se trata nada menos que de un duelo de noche y sin testigos.
– Testigos nunca faltan, replicó Valdivia. Vos lleváis en vuestra conciencia el vuestro, como yo el mío. Y además hay un Dios que es testigo imparcial para entrambos.
– Sermonicos a mí? Pues si para esto me habéis hecho dejar el abrigo de la cama, medrados estaremos. Sería un lance curioso!
Valdivia callaba. Tentaciones le vinieron a Bustamante de apostrofarlo con el apodo de capitán cogulla; pero comprendió en seguida que insultarle en aquellos momentos sería dar indicios de flaqueza. Prosiguió su camino un buen trecho y deteniéndose de golpe le preguntó.
– Y estas pistolas?
– Están cargadas.
– Y si ahora retrocediese dos pasos, y cogiendo una os descerrajase un tiro?
– Confío en que vuestro honor no os dejaría acoger tan mal pensamiento, y confío en que Dios tampoco os permitiría realizarlo.
– Ese hombre es todo un valiente, dijo Bustamante para sí: su aspecto nos ha engañado a todos. Es un rival tanto más temible cuanto más digno. Oh! el negocio es serio, porque si no me desbanca.
En eso vieron brillar a lo lejos una luz que se acercaba lentamente. Era un hombre que les salía al encuentro, que sin hablar palabra dejó en manos de Carlos un farolillo y una cosa de hierro, desapareciendo en seguida como un personaje de fantasmagoría. La aventura se complicaba de una manera misteriosa en la imaginación de Bustamante.
Así llegaron a las puertas del cementerio. Carlos abrió la verja de hierro con la llave que había recibido, la entornó después de haber los dos entrado, depuso el farolillo al pie de una piedra sepulcral, y saliendo fuera del andén se introdujo en el áspero terreno labrado a sulcos. Su compañero le seguía maquinalmente y ambos se detuvieron al borde de una zanja. Tenían a sus pies dos hoyas iguales y contiguas, cavadas a lo largo de un mismo sulco, y recientemente abiertas como lo indicaban el olor y la humedad de la tierra. Esta situación presentaba bastante analogía con la que ha creado Walter Scott en su novela El Monasterio. Valdivia y Bustamante eran un nuevo Alberto Glendinning, un nuevo Piercie Shafton. Lo real y conocido hacía aquí el papel de lo maravilloso; pero no era menos tétrico e imponente. Valdivia estaba cruzado de brazos, Bustamante sentía escalofríos, y juró en su corazón de sofocar toda emoción de terror y sorpresa, de no dejar traslucir ni el más leve síntoma de cobardía.
– Voto al diablo, exclamó dirigiéndose a su antagonista, que os habéis tomado una molestia inútil si pensabais intimidarme como un chiquillo. Creéis que soy alguna mujer para que los cementerios me espanten? A mí no me dan más que asco y repugnancia. Con todo ese aparato teatral, qué os habéis propuesto? No falta sino un coro de frailes o de sepultureros para hacer la escena más divertida. Pensáis que voy a figurarme que ha de poblarse esto de fantasmas, y que he de echar a correr y abandonaros el campo? Estáis completamente equivocado. Aquí nada ni nadie ha de interrumpirnos. Vamos a ver las condiciones del desafío.
– Valdivia contestó con toda calma y sosiego. Ni he admitido vuestro desafío, ni os provoco a ningún combate sangriento. Habéis supuesto que yo temía a la muerte, y os he contestado que acaso más la temíais vos. Nos hallamos a punto de hacer la experiencia. El más cobarde, o si queréis, el menos valiente de los dos será el primero que atraviese aquella verja. Yo no temo a la muerte porque estoy familiarizado con ella. La he visto muchas veces cara a cara aunque no sea en los campos de batalla. Es una amiga que suele visitarme en un rincón del templo o en mi gabinete de estudio. También nos encontramos al aire libre, a cielo abierto. Vos creéis que solamente se la puede ver al reflejo de un acero o al resplandor de un fogonazo; pero yo la veo en el sol que traspone la montaña, en la nube que se evapora, en la flor que se marchita, en la hoja que el viento arrebata: yo la veo en esta incesante descomposición de lo que existe para dar lugar al renacimiento de lo que ha de existir. La he visto muchas veces y por eso ya no me causa miedo. La suya es una fealdad a que mis ojos están habituados. No me hace temblar con sus amenazas, porque confío en sus promesas: sé todo lo que puede quitarme, y sé también todo lo que puede añadirme.
Dejóse oír entonces la primera campanada de las doce. Un estremecimiento involuntario a manera de relámpago recorrió el cuerpo de Bustamante que exclamó casi gritando.
– Pero, en fin, qué pretendéis?
– Una cosa muy fácil y hacedera, que nos echemos cada uno en su hoya respectiva, que nos tendamos embozados en nuestras capas, y que por espacio de tres horas, sólo tres horas, permanezcamos en ella tranquilos.
Una imprecación terrible, hija del terror y de la extrañeza, de la indignación y del aturdimiento, iba a salir de los labios de Bustamante; pero reprimiéndose al momento dijo:
– Ni a ligero me ganáis; pero tened entendido que de esta noche tan original como incómoda, de este cambio de un lecho mullido y abrigado por uno duro y frío, me daréis estrecha cuenta.
Y dejando las pistolas en el suelo, con precipitado movimiento se arrebujó en su capa, y se tendió cuan largo era en su inesperada sepultura.
– Quién me dijera que había de verme convertido en trapense? fue la primera reflexión que acudió a su fantasía; pero, qué hay que hacer? Durmamos, se decía y se repetía a sí mismo. Dormir? ¡Ah este es un deseo que en ciertos casos su misma intensidad sirve de obstáculo a su cumplimiento. Nunca el sueño había estado tan lejos de sus párpados. ¿Cómo conciliarlo teniendo la parte moral tan excitada. Nada valía cerrar los ojos, como si la obscuridad no
fuese lo que más estaba allí de sobra. Revolvíase en su lecho de espinas con la esperanza de que cambiando de postura disminuirían su incomodidad y su desvelo. No había más que algunos minutos y ya empezó a comprender que perseguía un imposible. De buena gana hubiera dado tres años de su vida por tener a mano una fuerte dosis de opio, y la hubiera tomado aun a riesgo de envenenarse: Experimentaba un acerbo frío en los pies, y vértigos en la cabeza.
Tendíase boca abajo y se ahogaba: volvíase de espaldas y los muros de su tumba le parecían de una altura formidable, y el pedazo de cielo que descubría, horriblemente negro y encapotado. Si al menos un plateado rayo de luna atenuase aquella lobreguez espantosa! Una piedrecilla cayó rodando cerca de él y su ruido le estremeció como si fuera el de un peñasco. Parecíale que su tumba se desmoronaba, y como que una cascada de tierra le cayese encima.
Y de pensamiento en pensamiento vino a reflexionar que aquello sucedería alguna vez, y se imaginó cadáver. Este nuevo giro de sus ideas le dio calentura. No pudo aguantar más y se puso en pie; reflexionó empero que Valdivia podría oírlo y volvió a tenderse. Los latidos de su pecho redoblábanse con rapidez espantosa. Apretábase con los codos y mordía su capote. Asaltábanle deseos de pasar a la otra tumba y estrangular a su adversario. Pero su imaginación estaba ya encarrilada en el camino de las ideas más tétricas y funestas. Cadáver vivo entre aquella multitud de cadáveres medio corrompidos parecíale que percibía el hedor de su descomposición, parecíale que los estaba viendo bajo la capa de tierra con sus rostros pálidos y descarnados, parecíale ver los gusanos que se movían en confuso hormiguero y que oía el ruido de sus mordeduras. Una asquerosa picazón invadió de improviso todo su cuerpo: sentía el contacto frío de los gusanos que corrían por sus muslos y piernas, sentíalos que se desarrollaban lentamente sobre sus mejillas, sentíalos que iban a devorarle sus ojos. No pudo (puedo en el original) aguantar más y saltó de la tumba, y sacudió todo su cuerpo como perro lanudo que sale de un estanque, y echó a correr hacia la verja, pero el ruido de sus pasos le hizo volver en sí, tembló de que Valdivia lo percibiera y se quitó las botas. Descalzo y pisando de puntillas iba a salir por la verja; mas recordando las palabras de su adversario no se atrevió a abrirla. Empezó a vagar desatentado con una especie de delirio producido por la fiebre. Tropezaba con las elevadas lápidas sepulcrales que le parecían otros tantos espectros vestidos de blanco, y se figuraba que se movían a su alrededor y que pretendían agarrarle. Quiso huir de allí a todo trance, y a favor de un montón de tierra saltó la pared que le rodeaba. Entonces echó a correr sin reparar en que cada paso magullaba las plantas de sus pies.
Lejos ya del cementerio sentóse para respirar libremente, para que refrescase el aire sus fatigados pulmones. Con el reposo del cuerpo se amortiguó la sobreexcitación (sobreescitación en el original) de su espíritu, y recobró algún tanto de libertad su pensamiento. Púsose a reflexionar (reflxionar): soy acaso algún supersticioso? Han de aterrarme a mí con cuentos de fantasmas y espectros? He de tener miedo a un puñado de huesos? Qué dirá Valdivia?
Qué dirían mis camaradas si tal supieran? Y resolvió volver al cementerio, y puso en planta su resolución: pero caminaba muy lentamente, y para disculpar su lentitud decíase a sí mismo que los pies le dolían. Llegado a la verja la abrió con el menor ruido posible y anduvo a gatas (agatas) hasta el sitio en que estaba el farolillo. Notó entonces que traía algunos cigarros habanos y su corazón saltó de alegría. Tenía a mano un medio de distraerse algún tanto y pasar con menos angustia el resto de la noche. En aquella coyuntura el teniente de caballería no se hubiera deshecho de ellos por una faja de teniente general. Levantó el farolillo para encender uno y su luz iluminó de repente un nombre grabado en la humilde lápida que ante él se levantaba. Era el nombre de una pobre muchacha con quien había estado en íntimas relaciones. La infeliz seducida y pronto abandonada, a fuerza de disgustos contrajo una tisis de la que había muerto. Nadie más que Bustamante conocía aquel horrible misterio. El farolillo le cayó de las manos, y se acurrucó meditabundo. Acaso no la había llevado él a una muerte prematura? Acaso no era él un asesino? El epíteto de doncella que en la losa había leído le atarazaba el corazón. Él la había despojado furtivamente de esta cualidad con que el mundo la creía aún condecorada. El mundo se engañaba; pero su engaño era noble. Él solo había sido el villano, y ¿nadie, nadie debía pedirle cuenta de esta villanía? La justicia de Dios se le apareció tan clara, tan lógica, tan indudable, como su existencia.
Y no es esta justicia lo que hace terrible la muerte? Es al polvo y ceniza, es a los huesos corroídos, es a la corrupción de la materia, o bien es a otra cosa a lo que tenemos miedo? Estas ideas le abrumaban, con un peso espantoso. El roce frío de los gusanos vivos no era nada en comparación de la mordedura de este gusano interior. A trueque de abandonar aquel lugar funesto Bustamante iba a sacrificar su reputación a sus remordimientos; por fortuna resonaron tres golpes en un reloj de la ciudad. Las tres! las tres! gritó con satisfacción indecible, cogió el farolillo y fue a llamar a Valdivia. Carlos estaba profundamente dormido.
Ah! dijo para sí Bustamante, este lleva la conciencia tranquila, y por eso duerme, y por eso no teme a la muerte!
Valdivia se levantó, se esperezó y plantándose en seguida de pie en el borde de la tumba, dijo:
– Ahora, qué queréis de mí?
– Me habéis hecho pasar una malísima noche, y quiero vengarme, quiero mataros. Defendeos.
Y le entregó una de las dos pistolas.
– Paréceme que este farolillo está mal colocado. Como no tenemos aquí maestre de campo que nos parta el sol…
Bustamante lo cogió, lo retiró obra de veinte pasos y luego se plantó al extremo de la otra tumba.
– Aguardad, continuó Valdivia. De todos modos la completa obscuridad cuadra mejor a las malas acciones.
Y disparando al farolillo lo hizo añicos.
– Ahora, añadió, arrojando la pistola y cruzando los brazos, podéis hacer fuego si tenéis corazón para ello.
Bustamante apuntó al bulto inmóvil que distinguía apenas. La admiración triunfó de las malas pasiones. Arrojó también su pistola, extendió los brazos, fuese corriendo a Valdivia, y casi con lágrimas en los ojos:
– Sois un valiente, le dijo, sí, sois un valiente.
– Pues sabed que no he admitido nunca, ni pienso admitir jamás ningún desafío.
– Y esto qué importa? Amáis a Carolina, os casaréis con ella; pero en cambio sed mi amigo.
Terminada esta escena con un recíproco, estrecho y prolongado abrazo, disponíase a marchar y Valdivia se adelantó para salir el primero. Oyóse entonces un reloj que daba la una. Bustamante confuso, y corrido de haber medido tan mal el tiempo, de ningún modo quiso ceder a la cortesía de su nuevo amigo.
La tarde de aquel día nos reunimos como de costumbre esperando el enlace o desenlace de aquel suceso. Bustamante tardó un buen rato: al fin le vimos aparecer pálido y desencajado. Sus ojos estaban hundidos, sus labios amoratados y acribillados por la calentura.
– Y Valdivia? le preguntamos sorprendidos.
– Valdivia se casa con Carolina, yo mismo he pedido su mano al coronel que a mis ruegos ha cedido.
– Y eso?
– Es que Valdivia es un valiente, queráis creerlo o no.
– Y cómo lo sabéis vos?
– Es un secreto que yo me reservo.
Y este secreto me lo confió después a mí, añadió el retirado, como a su único y especial confidente.
(Muy interesante el número tres en este relato. En algunos pueblos suenan los cuartos, incluso de noche, como en Beceite, mi pueblo, por lo que escuchó la 1 menos cuarto : 12:45, y creyó que eran las 3, tenían que estar 3 horas desde las 00 que sonaron estando ya en el cementerio).