257. FUNDACIÓN DEL MONASTERIO DE TRASOBARES

257. FUNDACIÓN DEL MONASTERIO DE
TRASOBARES
(SIGLO XII. TRASOBARES)

La imagen de la Virgen que los
mozárabes de Trasobares habían perdido en el siglo XI les fue
devuelta en cuanto Alfonso I el Batallador reconquistó el castillo
de este pueblo, pues es sabido por medio de la leyenda cómo el
propio rey Sancho Ramírez la había llevado personalmente al
monasterio de San Pedro de Siresa para ponerla a salvo de los moros.

El retorno de la talla de madera a
Trasobares constituyó un verdadero acontecimiento en el pueblo y en
la comarca, pues sus habitantes recuperaban parte de sus raíces,
pero el hecho hubiera pasado más o menos desapercibido de no ser por
los hechos que se sucedieron poco después, durante la minoría de
edad de doña Petronila, la hija de Ramiro II el Monje.

En efecto, doña Toda Ramírez —una
importante e influyente dama que pertenecía a la nobleza castellana
y estaba emparentada con la casa real de Aragón— se presentó en
la corte aragonesa con la pretensión de solicitar ayuda para fundar
un monasterio dedicado exclusivamente a albergar mujeres
pertenecientes a la nobleza, cenobio que tenía pensado someter a la
regla del Cister.

Antes de convencer a la reina y al
conde de Barcelona, viajó a Francia para entrevistarse personalmente
en París con el mismo san Bernardo, que escuchó a la dama
castellana, aceptó complacido la idea y concedió gustoso su placet,
así es que con la probación en la mano doña Toda Ramírez regresó
a Aragón. En la corte aragonesa, fue oída por la joven reina doña
Petronila
a la que convenció no sólo para que diera su aprobación,
sino también para que donara el terreno y dotara al nuevo cenobio de
algunos bienes para su mantenimiento.

A la hora de buscar el lugar idóneo
para levantar el monasterio, el hecho de estar como estaban todavía
frescos los acontecimientos de la devolución de la Virgen a los
vecinos de Trasobares favoreció la elección de un paraje recogido a
la vera del río Isuela que surge del Moncayo, aprovechando la
existencia de la ermita de la Virgen, que pronto pasó a presidir la
sala capitular del nuevo monasterio, de donde le vendría el nombre
de Nuestra Señora del Capítulo.

[Pérez Gil, Miguel Ángel, El
habla…, pág. 127.]